En el mundo moderno hasta el viandante, hasta el destructor de valores, se ha convertido en un burgués, por lo menos en parte: es un complemento del mundo burgués, como se dice en El lobo estepario, y alberga también en él a un burgués, del que se esfuerza por desprenderse. Hesse entendió la pegajosa potencia de la sociedad, que se insinúa en el ánimo de sus mismos rebeldes, surgiendo y renaciendo en ellos en forma de un malestar que los paraliza o deforma. La burguesía, escribe también Hesse en El lobo estepario, prospera merced a la fuerza anómala de sus outsiders. El viandante moderno, que se nutre de ese malestar que él siente más que los otros, asume necesariamente rasgos inseguros y malignos y símbolos inquietantes: es el Caín de Demian, orgulloso del estigma de inaccesibilidad que lleva marcado en la frente, es el solitario hostil al rebaño o el guerrero germánico cuyo fatalismo exalta la caducidad y el desorden contra la duración de la forma latina, es el nómada que desprecia los valores patrios y el ethos de la compasión para celebrar la fraternidad de las armas y la crueldad del amor fati, es el aventurero que ama el desafío por el desafío mismo o el hijo pródigo que quiere ir siempre hacia adelante y no detenerse nunca, con una ansiosa incertidumbre que nada tiene que ver con la resuelta valentía de Ulises, dispuesto a aceptar los desafíos pero sobre todo atento para evitarlos – en cuanto no necesitaba demostrarse a sí mismo ni a los demás su coraje – y errabundo por deseo de volver a casa, aunque estuviera siempre listo para gozar de las paradas imprevistas.
Demian es también un retrato de esta inquietud, con su sutil y ambigua representación del pathos del crepúsculo europeo, que arrastra a todos e incluso a los dos protagonistas a la exaltación de la guerra y a la fiebre de una destrucción sacrificial. En Demian y en El último verano de Klingsor parece como si Hesse se identificara hasta el fondo con la ebriedad de muerte de la vieja Europa, con la voz de la gran Madre aniquiladora que llama a la destrucción. También en Narciso y Goldmundo la Madre primigenia esboza sobre el abismo de la vida y la putrefacción una sonrisa enigmática y cruel. Pero en Demian, como para conjurar las posibles consecuencias ético-políticas de ese canto a la muerte, se dice que toda furia homicida hacia otro hombre se dirige, sin saberlo, contra la imagen de algo que está en el corazón del que mata.
Los valores que el viandante destruye y renueva hacen referencia sobre todo, en sus formas más diversas, al sentido del yo, principio cardinal de la civilización burguesa. Igual que en el ejercicio religioso de la inspiración y la expiración, ese camino hacia el yo pasa a través de la liberación del yo. Siddharta se consagra a la despersonalización, logra durante algunos instantes convertirse en garza o chacal, persigue el regreso a un estadio del yo todavía no prisionero de la jerarquizada unidad estoico – burguesa, a un estadio de confiada familiaridad con todas las cosas y de incesante metamorfosis, o sea de participación en el ser viviente al completo. Para llegar a esa meta hay muchos caminos y ninguno, todos son buenos y todos malos, hace falta voluntad de concentración pero también hace falta saber deshacerse de esa voluntad; la meta está aquí y en cualquier otro sitio, tal vez es inalcanzable y tal vez se ha alcanzado ya desde el principio. Siddharta descubre que los hombres-niños, las criaturas inmersas en la superficialidad, saben amar, a diferencia de él mismo, que es incapaz, e intenta hacerle comprender a Govinda que el mundo, tal como es, es perfecto en cada uno de sus instantes, es ya la perfección buscada por los ascetas. Para Harry Haller, el tortuoso intelectual fuera de la ley y mártir de su propia inteligencia exasperada, la sabiduría suprema consiste en aprender a bailar y a amar las cosas frívolas. Hesse parece oscilar entre San Agustín, conforme al cual quien busca ha encontrado ya, y Kafka, para el que quien busca no encuentra y sólo a quien no busca lo encuentra la gracia.
En esta búsqueda paradójica – y basada en la paradoja como toda mística – la poesía de Hesse está forzada a veces a la tautología a la que se ve forzado todo místico, que sólo puede decir que las cosas son como son. La vehemente y monótona revelación de la identidad existente entre el Uno y lo Múltiple imprime a veces a la página de Hesse el carácter de una vibrante pero tautológica duplicación o reproducción de las cosas, que podría prolongarse hasta el infinito en un infinito inventario del mundo. Si en este inventario todo es equivalente a todo y todo participa igualmente de la divinidad de la vida, se desmorona también el sentido de la epifanía y de su repetición en la página, porque la vida divina está ya siempre y en cualquier parte sin necesidad de ninguna iluminación y todos participan de ella en el mismo grado, hasta el mismo burgués filisteo que parece su negación y que la poesía estaría llamada a despertar, contraviniendo así su conciencia de que no existe diferencia entre quien duerme y quien vela. Hesse comete a menudo el pecado poético de describir explícitamente y enumerar como en una suma esa unidad de la vida que la poesía aprehende de veras cuando la capta indirectamente y por un instante, como en el cielo que el tolstoiano príncipe Andrea herido vislumbra alto y total encima de él; es decir, cuando la capta como un fondo que se puede evocar de refilón hablando de otras cosas, pero que es menester renunciar a decir o a representar pormenorizadamente, si no se quiere violar en el discurso su indefinible plenitud. La totalidad es el resuello que se advierte en la mazurca de Natasha, en Guerra y paz, no la teorización o la declaración de la presencia de ese resuello en aquel baile.
Las parábolas de Hesse acerca de la identidad de la vida, vehementes y cautivadoras, se reducen a narrar y repetir siempre la misma historia, como las tres vidas que se suponen escritas por Josef Knecht al final de El juego de los abalorios. Pero Hesse sabe realizar el milagro de dar encanto y novedad a cada historia, de hacerla cada vez igual y cada vez nueva como las olas del río o el soplo del viento en el cañaveral. Hesse parece consciente de los peligros inherentes al oxímoron del misticismo filosófico o de la filosofía mística, cuando le hace decir a Narciso que si Goldmundo hubiera llegado a ser un pensador, se habría convertido en un místico, uno de esos pensadores-no pensadores incapaces de desprenderse de las representaciones y llegar al concepto, pero también de desprenderse del concepto para dirigirse a las representaciones porque, como artistas fracasados que son, no saben ni representar ni abstraer. Las más eficaces plasmaciones de la totalidad mudable e idéntica le salen a Hesse cuando renuncia a precisarla y definirla y se limita a aludirla en imágenes que remiten a otra cosa: las cambiantes formas del fuego o el oscuro centelleo de las sombras que se mecen en el fondo del lago.
Del mayor intérprete del sentido dionisíaco de la vida, es decir de Nietzsche, Hesse extrae la más revolucionaria acepción de la figura del viandante, que informa sobre todo a El lobo estepario. Como lector agudo y sin prejuicios que era, Hesse comprendió que el superhombre nietzscheano no aludía a un hombre de excepción, potenciado y elevado por encima de la masa, sino más bien a una figura tendente hacia un nuevo estadio antropológico, a una nueva forma de individuo que planeaba más allá de las tradicionales fronteras del sujeto burgués, más allá de los límites de la construcción estoico-humanista del yo. El Ubermensch es el viandante heroico que afronta y vive esa fase de tránsito de una medida de hombre a otra. El lobo estepario, destructor de las certidumbres burguesas y arrendatario de las habitaciones amuebladas de los burgueses, se encuentra en ese estadio de paso, en parte ligado todavía a la individualidad tradicional y en parte ya más allá de ella: "el hombre", dice la disertación contenida en El lobo estepario, "no es una forma fija y permanente […] sino que es en cambio un intento, una transición, un puente estrecho y peligroso tendido entre la naturaleza y el espíritu". Harry Haller no es una unidad psicológica jerarquizada en las estructuras convencionales del Ego sino una multiplicidad de núcleos psíquicos, un agregado provisional de pulsiones y energías libidinales liberadas de la represión de la conciencia y desenfrenadas en su carga centrífuga.