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La fe ilustrada, por lo que a mí respecta, es tenaz, aunque la realidad no colabore a menudo en corroborarla. Dicha fe es el presupuesto, por ejemplo, de cada uno de los artículos que uno escribe en el periódico, porque esta tarea implica una por lo menos relativa confianza en un código común, en una lógica compartida, en el significado de las palabras. Pero la experiencia demuestra con frecuencia lo contrario, indica que la lógica de mi profesor, o sea el mecanismo del prejuicio, es lo que se lleva la palma, que cuando escribimos se interpreta a menudo en base a una opinión y una expectativa prefabricadas y preconcebidas, y que nos tildan de enemigos del pueblo, leninistas o nostálgicos de los buenos tiempos de antaño sin la menor referencia real a lo que se ha dicho, a lo que se piensa y se es; la más elemental filología, esto es, el arte de leer lo que un texto – importa poco que sea modesto o notable – dice, se desvanece ante las ideas preconcebidas. De esa ceguera, como es obvio, no está exento nadie, no afecta sólo a los otros; a cada uno de nosotros nos llega el turno de estar ciegos ante los colores.

El ilustrado está acostumbrado a perder, pero se ha ejercitado también para no ceder, para no creer que el daltonismo propio o ajeno es la única verdadera percepción de los colores, para buscar continuamente una percepción más exacta y no aceptar ningún destino fatal, ni siquiera la inefable insondabilidad de la vida. La ironía le enseña a no tomarse demasiado en serio sus pequeñas y eventuales victorias, pero tampoco los frecuentes jaques y triunfos de la Nada. En su espléndida edición del Esopo toscano, que desempolva un vigoroso y genial patrimonio de literatura popular del siglo XIV casi ignorado, Vittore Branca ha sacado a relucir, con el rigor del filólogo y el gusto del escritor, al anónimo fabulador que escenificaba, a través de los avatares de animales ejemplares consagrados por una antiquísima tradición, los vicios y virtudes practicados en nombre de Dios y de las ganancias, la epopeya de los mercaderes "que ponen y quitan Rey y Papa" y de monjes a veces santos y otras truhanes.

No sé cómo serían escuchadas entonces esas fábulas, cómo serían acogidas y entendidas. Pero a lo mejor hoy un ilustrado desencantado pero irreductible, amante de la vida y de sus placeres y por consiguiente, por coherencia lógica, también de la moral que impone garantizar a cada uno la posibilidad de vivir y gozar su vida, tendría que parecerse a un Esopo, poco importa si frigio o toscano, que desde la sombra de la historia y de los imperios narrase, melancólico pero también sanguíneo y donde hiciera falta deslenguado, sus fábulas de lobos y corderillos, zorros y grullas, ranas y gavilanes, caballeritos y cortesanas, leones moribundos y asnos envalentonados que les sacuden una coz, dejando que, quien tenga oídos para oír, oiga.

1989

EN HONOR Y EN MEMORIA DE…

Cuando uno cumple años es costumbre, más o menos en todas partes, agasajarle un poco; el día del cumpleaños se reciben regalos, al principio un balón o un tren eléctrico y más tarde una corbata o una cartera de piel, se soplan las velas o se va a cenar con los amigos, rindiendo homenaje al río del tiempo que fluye en las arterias y deposita, a su paso, detritos que poco a poco obstruyen y estrangulan su curso.

Cuando uno se jubila, los brindis siguen una liturgia un poco melancólica y enfática, y cuando se muere, entre el duelo obligado y las lágrimas de verdad, el orden y las formas del rito ayudan a los allegados a superar el apuro, que emerge sobre todo en los funerales exentos de ceremonia religiosa y dominados, no ya por la apaciguadora repetición de fórmulas que llenan el vacío, sino por pausas de silencio en las que los concurrentes, azorados, no saben qué hacer y, al no estar protegidos por los murmullos de los rezos, ni siquiera pueden charlar en voz baja.

Cuando el festejado es una persona de mérito socialmente reconocido, algunas fechas especialmente redondas y simbólicas – los setenta años, los ochenta, el centenario – tienen interés para los periódicos y la televisión y, el día de su último adiós, las oraciones fúnebres transforman en algo satisfactorio hasta la indecible e irrepresentable nada de la muerte.

Tanto si son comunes mortales como personajes famosos, estos protagonistas de aniversarios, jubilaciones y honras fúnebres no dan, por lo general, muchas molestias; si se acumulan con demasiada frecuencia y sin tiempo entre uno y otro, más de uno soplará por la pejiguera de tener que pensar en un regalo o por el encarecimiento de las coronas fúnebres, pero el placer de felicitar a un amigo o el dolor por su desaparición son a menudo sinceros y profundos, fraterna cercanía o cortante herida con las que se teje nuestra vida y que nos hacen sentir el recorrido común, el paso que marcha junto al nuestro hacia el fondo del camino.

Si el festejado o el difunto es un hombre de cultura, un insigne estudioso, las cosas cambian; nacimiento, jubilación, fallecimiento, bodas de oro, misa de difuntos o trigésimo aniversario se convierten, a pesar de las sentidas y a veces apasionadas y reverentes muestras de afecto para con él, en una ocasión de encarnizada persecución para todos los demás colegas, amigos y discípulos que en aquel momento cometen el error de no cumplir cincuenta o setenta años, de no convertirse en eméritos, no morirse o no estar muertos ya desde hace un lustro o bien veinticinco años.

A los invitados, en este caso, no se les pide que se rían en la fiesta o que lloren en el funeral, que traigan regalos o envíen coronas; se les pide – se exige, se pretende, con el chantaje moral y sentimental que es uno de los chantajes más apremiantes y tortuosos o uno de los más odiosos – que escriban, que escriban alguna cosa, cualquier cosa, una aportación, un relato, un artículo, un testimonio. Como oreas voraces, las misceláneas y colecciones de estudios en honor de o en memoria de le asaltan a uno desde todas partes, hacen pedazos el tiempo de su vida y su persona, le obligan a darse un trozo por aquí y otro por allí, hasta que de él – de su tiempo, de su existencia, de ese mínimo ocio o ese mínimo sosiego a los que tendría derecho y de los que tiene necesidad – ya no queda nada, como una carcasa atacada por famélicos tiburones.

Un colega cumple cincuenta años y un grupo de personas que le estima prepara un volumen de escritos en su honor, en el que se participa con agrado, porque se le aprecia y se le admira y gusta estar entre quienes le rinden justamente homenaje. Pero, al mismo tiempo, otro, no menos benemérito y apreciado, cumple setenta, y un nuevo comité promotor atosiga con la petición urgente de otro escrito; se acepta con gusto – es decir, se aceptaría con gusto incluso si se pudiera decidir libremente y no se estuviera obligado a decir que sí – por una deuda de amistad, gratitud y reverencia respecto a la persona que reúne todos los méritos para recibir ese honor. Mientras se intenta, perseguidos por editores y promotores, respetar los plazos, otro muere y la majestad de la muerte, aunque no estuviese acompañada por los méritos y las virtudes del fallecido, es tiránica, no admite negativas o deserciones, no reconoce justificaciones ni válidas causas de ausencia, ni siquiera las enfermedades y los motivos familiares que obligaban hasta a los directores más severos a autorizar a los alumnos a no asistir a la escuela, a quedarse en casa.