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El docto autor abandona de inmediato su idea inicial de buscar un motivo recóndito tras el claro anuncio del título. El conferenciante obedece a una pulsión primaria cuyo fin es ella misma, a un componente de la sangre, suya y de toda la especie; es más, a una fuerza cósmica, a una especie de ley física universal. Puesto que Garzolini admite como hipótesis que tal vez "la conferencia debió de existir ya antes de los seres organizados", durante las reacciones de los vapores corrosivos y en el mar en ebullición de la atmósfera de la época de formación del planeta.

La broma del buen Garzolini, que se toma el pelo incluso a sí mismo, capta un proceso general que desde entonces, en la sociedad y la cultura, no ha hecho más que crecer en una medida imparable. La tierra exhala palabras, opiniones, informaciones, comentarios, alocuciones, comunicaciones, burbujas y burbujillas que nos envuelven como en un gas, en una fiebre de hablar que recuerda la locuacidad compulsiva e irrefrenable de algunos inmortales personajes dostoievskianos. Los antiguos preceptos – ama a tu prójimo, carpe diem, proletarios del mundo unios – dejan paso al eslogan universaclass="underline" hablemos. Conferencias, debates, entrevistas, mesas redondas. Si ocurre algo, los periódicos no indagan acerca de lo que ha ocurrido, sino que ponen declaraciones, opiniones y comentarios sobre lo que ha sucedido, que acaba por quedar en un discreto segundo plano o incluso por desaparecer.

Cada uno dice lo que le parece, no faltaba más, sobre Dios o sobre el dormitorio, pero no tiene bastante con decirlo – y escucharlo – con los amigos en el bar. Le hace falta a menudo subir a una tarima o sentarse delante de una tarima – que es lo mismo, porque da un toque de oficialidad e importancia y genera la ilusión de no estar delante de una jarra de cerveza, de la vida que desazona y la muerte que avanza entre uno y otro trago, sino en una pasarela de la Cultura y la Historia. A decir verdad, las sonrisas de algunos rostros que pasan al lado, la adecuada presión de la cerveza y los amigos en torno a la mesa tendrían que ser suficiente para amar el tiempo que pasa; dejar todo eso de lado para ir a pronunciar o a escuchar una conferencia puede constituir una culpa.

Se peca también por omisión, dice el catecismo, y seremos llamados a responder de todas las veces que hemos dejado pasar el amor y el sexo para participar en un congreso sobre el sexo, la cultura y la sociedad. Pero evidentemente vivir debe de ser algo difícil si se tiene tanta necesidad de posar, de dominar el ansia dándose importancia y convirtiéndose en los conferenciantes de los amores y los apuros de uno, por ejemplo yendo a pelearse en público – conforme a un programa concreto que establece la hora, la duración y la secuencia de las intervenciones – con los propios amantes o padres de uno, como si la tribuna pública o sobre todo la pantalla televisiva dieran más consistencia a la fragilidad de nuestros sueños o nuestras penas.

El viejo Garzolini, que también daba conferencias, sabía perfectamente que hay muchas que son inteligentes y honestas, capaces de establecer un contacto real y crear un verdadero encuentro, de tocar las conciencias y dar testimonio de valores, de constituir una experiencia y abrir nuevos horizontes. Pero el significado, la implicación intelectual y emotiva de una verdadera comunicación justifican todavía más y con más ferocidad la sátira de su abuso y de su degeneración autoparódica. Sin embargo ese ruido de fondo es también benévolo y misericordioso. En una intensa página de su Labirinto, Eugenio Scalfari compara el Yo oscuro, impersonal del cuerpo – sin conciencia de ser ni de la muerte, en feliz aunque torpe sintonía con el flujo de la naturaleza – y el Yo intelectual, aculturado, civilizado, que lo sacude de su ignorante abandono y lo obliga a entrar en el engranaje de la cultura y la sociedad, proporcionándole dignidad pero también, como la antigua serpiente, conciencia de la muerte. Una vez aprendida ésta, ya no se olvida jamás; volver con absoluta serenidad a los elementos y asumir conscientemente, en radical silencio, la propia disolución en la nada, como le sucede al personaje de Labirinto, es realmente arduo. A menudo, ese desnudo silencio, que nos pone cara a cara con el vacío, es insoportable, y no nos queda más que intentar aturdido, más que distraernos de su pensamiento. Hablar, hablar sin tregua, sirve también para eso, para distraernos de la nada. Y entonces las palabras que nos echamos encima los unos a los otros se convierten en un pasatiempo, en un juego como las bolas de nieve que nos tirábamos de niños. El Yo oscuro y profundo del cuerpo, despertado de su beato entumecimiento, necesita aturdirse en el mecanismo de la retórica – que, decía Michelstaedter, es el fragor que los hombres hacen para sentir menos la muerte.

Quien, como muchos de nosotros, perpetra a menudo y reiteradamente conferencias, aligera su conciencia pensando que raras veces se escuchan en serio. Quien se sienta en las filas de los auditorios deja a menudo vagar la mente en una agradable indeterminación, acunado por el sonido que le llega de la tarima, como cuando se miran las volutas de humo de un cigarrillo; el estornudo de un vecino hace perder el hilo del discurso y desvía hacia otros pensamientos.

Entre los distintos tipos de conferenciante, Giuseppe Garzoli – ni menciona al hipnótico, que induce al sueño. Puedo atestiguar su existencia. Hace muchos años pronuncié una conferencia en un círculo de damas, en su mayor parte entradas en años. Mientras hablaba, cerca de la mitad dormía, profunda y serenamente. Me halagaba el hecho de poder proporcionarles aquella paz y libertad interior; pensaba en el valor religioso del sueño, signo de un confiado abandono a la vida y a Dios, como dice el padre Brown en un relato de Chesterton, mientras que el insomnio supone una atormentada inseguridad y ansia culpable; pensaba en una página de Singer sobre el sueño después del amor y estaba virilmente orgulloso por haber satisfecho tan plenamente a las durmientes, que intentaba no despertar, hablando con tono dulce y aflautado, mientras miraba de refilón a las pocas que continuaban despiertas, por lo que se veía no igualmente satisfechas. Por desgracia el aplauso final de estas últimas arrancó brutalmente del sueño a las demás, entre las que estaba una de la primera fila, con la cabeza beatíficamente echada hacia atrás en la silla: "¿Puedo hacerle una pregunta?", me preguntó, tal vez para que cayera en el olvido su siestecita, "Por supuesto, señora", le respondí, con la nobleza del liberal abierto al diálogo. "Usted ha hablado de Kafka, ¿no es así?" "No, señora, de Goethe." "¡Oh!, usted perdone." "Faltaría más." Y así fue como también aquella conferencia concluyó, como es debido, con un pequeño debate.