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FELIZ NAVIDAD

Delante de un bar de la costa triestina de Barcola, frente al mar, hay, durante un par de semanas z caballo del año, dos grandes ángeles hechos con estrechas tiras azul celeste, plateadas y doradas, que susurran como alas en el aire; las trompetas tendidas hacia adelante tendrían que anunciar, según las Escrituras, gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, pero lo que se oye es vibrar a las cintas en el viento.

Tal vez exista esa gloria, pero desde luego no la paz y mucho menos para los hombres de buena voluntad, si acaso aún más atormentados por la mala voluntad de los otros. ¿Cómo se puede hablar de los oficios de Navidad, o del año que acaba y comienza sin sentir bochorno? Una definición muy del gusto de Strindberg, injuriosa pero apropiada, era: "falso como un orador oficial" y sirve para deplorar todo sermón, todo elaborado comentario y deseo, desde cualquiera que sea el pedestal, alto o bajo, desde el que se pronuncie; los pequeños autores de artículos de fondo no están más a resguardo de esas involuntarias y solemnes falsedades de lo que se hallan quienes hablan desde pulpitos y escaños augustos. ¿Es acaso posible hablar de la Navidad a esos niños sórdida y brutalmente esclavizados para fabricar, con unos costes de trabajo tan bajos que se les hace la boca agua a sus indecentes explotadores, juguetes navideños destinados obviamente a otros, como leímos en el Corriere el otro día? Tal vez la única forma decente de hablar de la Navidad sea, como en muchos otros casos, contar, porque el relato no tiene edificantes pretensiones de enseñar o tranquilizar, sino que sólo aspira a dar testimonio de la verdad de una experiencia o una epifanía del mundo, que no presume de excluir a otras, pero tampoco acepta ser negada o borrada por otras distintas y opuestas.

También la Navidad es en primer lugar una historia y de ella deriva su fuerza imborrable, que se transmite y continúa épicamente a lo largo del tiempo: la historia de María, de su orgullo y valentía al aceptar una maternidad escandalosa; de una cueva en la que se encuentra refugio a la intemperie de la vida; de un niño que nace para un destino grandioso hasta lo inconcebible y a la vez para una vida de juegos de infancia, vagabundeos por las callejas de Galilea y ratos alegres con los amigos; de un borriquillo y un buey, cuyo cálido aliento resulta necesario para el proyecto de la redención del mundo; de una noche de pastores y del trayecto de unos sabios orientados por una estrella que ha seguido siendo durante siglos el símbolo de la verdadera vida y que inducía a un poeta, no por cierto pío como Rimbaud, a llamar "Navidad en la tierra" a esos momentos en que la existencia parece liberada, iluminada por un significado en el que no es posible distinguir la verdad del gozo.

Tal vez pues lo único que podríamos hacer todos, incluso quienes ostentan las responsabilidades más altas en la vida religiosa y civil, sería hablar de lo que cada uno ha vivido, del misterio del abeto frondoso y oscuro y las estrellas de cristal o papel entre sus ramas, de las atrevidas figuras del pesebre; yo podría hablar de dos bolas de cristal de Nuremberg que a principios de siglo mis abuelos ponían en el árbol para sus hijos y que ahora yo pongo en el nuestro, o podría contar cómo intentaba e intento todavía poner en la cueva del pesebre bajo el árbol lo que se dice todo y a todos, pastores, ovejas y camellos, pero también osos y elefantes, mulos de cartón con ametralladoras y tanques, soldados de plomo y de cartón rotos y desportillados, faltos de una pierna o tal vez sin cabeza, incluso focas. No sólo tres Magos sino cinco o seis, a ser posible con mayoría morena, porque un pesebre, para serlo de veras, debe albergar al mundo, puesto que es el mundo entero lo que debe ser redimido y lo que se apretuja delante de él para no quedarse afuera pasando frío. Hace algunos años daba vueltas bajo las ramas, respetuoso y curioso, royendo aquí y allí las figuras, incluso Buffetto, mi conejillo de Indias.

Y podría hablar de un tío mío que trabajaba días y días para preparar un árbol con carámbanos de nieve y un pesebre semoviente, aplicándose a los hombros dos alas de cartón para que yo viera al otro lado de los translúcidos cristales de la puerta un vago perfil de ángel; en ese caso, tendría que contar también su trágica muerte, porque la Navidad no es una vacua fábula rosa, sino una historia que se dirige también a la noche, incluso cuando la ilumina.

De muchas de estas historias que cada uno tiene tal vez emergería el sentido de la Navidad, que no es una almibarada memoria de infancia, sino un momento fundador de la existencia, de su poesía y redención. Sólo así es posible difundir su luz de una forma no ofensiva para quien se hunde en las tinieblas del dolor o la injusticia; contar la gracia de un momento de paz que se ha recibido en don no es una ofensa para quien no la ha tenido nunca y probablemente no la tenga, mientras que decir en tono tranquilizador que, después de todo, la vida es hermosa y que la paz, con un poco de buena voluntad, vendrá para todos es una intolerable injuria para quien sufre penas sin cuento.

Cualquiera que hable de la Navidad no puede pasar por alto el progresivo debilitamiento de su presencia real en nuestra realidad y nuestra sociedad. Desde hace mucho, y quizás desde siempre, el núcleo religioso de la Navidad, que ilumina a todo el resto de la fiesta, se ha ido paulatinamente reduciendo y empequeñeciendo hasta no ser ya más que una llamita en medio de la populosa iluminación fluorescente de la secularización. Aquel fenómeno se ha dilatado y el niño de Belén es cada vez menos el verdadero centro de la Navidad.

Por primera vez en su historia – y el Papa parece tener una profunda y dramática conciencia de ello – el cristianismo corre verdaderamente el riesgo, todavía lejano pero objetivo, de desaparecer; acostumbrado a afrontar a los adversarios que lo odiaron, se siente más impedido para no ser lentamente absorbido y volatilizado por un mundo que considera que no tiene mayor necesidad de él y no le hace caso o no se da casi cuenta de su existencia. Más que de cristianismo, habría que hablar de civilización y religión judeocristiana, a pesar de las enormes diferencias y de la plaga del antisemitismo cristiano y a pesar de la resistencia más tenaz que parece oponer el judaísmo. Pocos, incluso entre los no creyentes, se alegran con esta hipótesis, porque el achatamiento posjudío o poscristiano no parece tener nada de la grandeza humana, filosófica y moral de la civilización antigua, de la clasicidad precristiana. Un gran laico como Tocqueville veía en las "pasiones religiosas" una defensa de las libertades en la moderna democracia de masas.

Se está consumando, a escala global, una crisis semejante a la que supuso la disolución del mundo antiguo y no es seguro que la civilización del Antiguo y del Nuevo Testamento sea capaz de ser el aglutinante, o uno de los aglutinantes fundamentales, del nuevo mundo que surja y que no somos capaces de imaginar aunque esté ya surgiendo, porque pocas cosas hay tan limitadas como la fantasía humana. No en vano hoy en día los religiosos que dan un testimonio más auténtico de su fe no son tanto los que la predican cuanto los que la encarnan en su vida, actuando en las distintas situaciones de desesperación sin moralizar ni querer convertir a nadie, sino procurando liberar a algún hermano del miedo, de la abyección, de las cadenas, tal vez sin decirle siquiera que quien le impulsa a actuar de ese modo es aquel niño de Belén. Nadie puede decir si eso es suficiente en los tiempos de cambio epocal que estamos viviendo, si esas simientes fructificarán o bien sólo se agostarán. Lo que es cierto es que la valentía y el amor de quien actúa de esa forma hace libres y permite atravesar con expresión fraterna y picaresca, indomables como nómadas, los insensatos laberintos del mundo.

Pasado mañana no seremos ciertamente más buenos e incluso en estos dos días, en los que parece como si se suspendiera el mundo, tendremos "la Navidad de los bobos y la de los listillos", de quien paga por todos y de quien hace pagar a los otros, como escribió hace años en el Corriere Alberto Cavallari. Pero la Navidad existe para renovar aquella promesa de paz sin embargo siempre desmentida, para recordar la exigencia de que el mundo se convierta en un pesebre. ¿Dónde se puede colocar hoy un pesebre en su sitio adecuado? No en la idílica calma pastoril de algunos tranquilos campos, en un escenario de armonía empalagosa como un carillón. Quizás sólo la jungla de asfalto de las grandes ciudades – la Babel donde se dan la mano la miseria, la violencia y la desesperación con la esperanza de masas desheredadas y desarraigadas, donde el futuro produce abatimiento y hace también que resplandezca la salvación – es el paisaje apropiado para aquella cueva y aquel niño. Lo sagrado, si existe, hay que ir a buscarlo mirándole a la cara a la Medusa de la época, que es terrible pero también salvífica; en el meollo de la secularización más violenta, de las fuerzas que transforman el mundo.