Angela haciendo de pacificadora. Qué cambio, pensó Kincaid, con respecto a la niña hosca que se sentaba en un rincón y no hablaba con nadie. Observó a los tres niños desde las escaleras. En la otra punta del jardín, estaban Emma MacKenzie y John Hunsinger sentados amigablemente en el banco de piedra. Desde luego parecían llevarse mejor que el grupo que acababa de dispersarse dentro.
Patrick Rennie había sacado a su mujer de la estancia, sonrojado de vergüenza.
– Vaya, pobre Patrick -comentó Marta Rennie por encima del hombro mientras su marido la conducía fuera. Lo último que oyeron fue el eco de su risita desdeñosa en el vestíbulo.
Cassie giró sobre sus talones y salió de la habitación sin decir una palabra. Graham, que llevaba todo el rato tan callado como Cassie, dijo:
– Quizás tenga razón -y desapareció hacia el bar.
Maureen miró a su alrededor, como sorprendida al no encontrar a su marido y sus hijos pegados a ella:
– ¡Qué olvido, pero si los niños no han merendado! -dijo, y salió apresuradamente.
– Ha sido una reunión agradable. Bueno, hasta que… -Janet volvió la cabeza, buscando a su marido con la mirada.
– Asombroso, completamente asombroso. Es increíble que un hombre sea candidato para un trabajo público con una esposa así. -Eddie salió de la estancia y Janet lo siguió, con una última mirada de disculpa a Kincaid.
Cassie se quitó el jersey por la cabeza, enfadada. La lana de angora le había irritado la piel y se sentía como si un cepillo de púas de alambre le hubiera pasado por encima. Pero el color aceituna le sentaba bien, y aquel día se había arreglado con especial cuidado. Aunque de nada había servido. Podía haberse puesto un saco de harina y hubiera sido igual.
Nada le había salido bien desde que entró en la sala de estar para el cóctel. En realidad, nada le había salido bien desde que tuvo aquella pelea tan encendida con Sebastian la tarde del domingo. Cassie dejó caer el jersey, dio una patada a los pantalones de lino en dirección al dormitorio y se puso una vieja bata de raso que había dejado sobre el sillón la noche antes. No había hecho grandes esfuerzos por imprimir su personalidad en aquel ambiente insulso de tejidos estampados y muebles de roble. Hasta prefería hacer el amor en la casa grande que en el chalet, si podía.
El brillo de placer en su rostro ante la idea desapareció al recordar la última vez que había hecho el amor allí. Siempre sabía qué hacer y qué decir, pero la situación se le había escapado de las manos, y todas sus intenciones habían tenido la fuerza de un chorrito de agua. Todos los hilos de su vida, cuidadosamente urdidos, parecían escapar ahora de sus manos, uno a uno.
La sacó de sus pensamientos una suave llamada en la puerta del chalet. Sintió una oleada de rabia y abrió la puerta de golpe:
– Te he dicho que no…
Era Duncan Kincaid, con su irritante sonrisa de gato que se ha zampado el canario.
– ¿Esperaba a otra persona? Entonces, me voy…
Cassie abrió la puerta del todo y se hizo a un lado, pero no dijo nada hasta haberla cerrado tras él.
– ¿Qué hace aquí? -Se ciñó más la bata.
Kincaid paseó la mirada por la habitación, con las manos en los bolsillos, y Cassie recordó de pronto las ropas esparcidas por el suelo. Se agachó y las recogió, las lanzó al dormitorio y cerró la puerta.
– Muy bonito. -Kincaid indicó el chalet-. ¿Tiene muchas visitas aquí?
Cassie se dominó, negándose a dejarse manipular. ¿Qué sabría ese individuo?
– Sólo usted. -Le sonrió recuperando su compostura-. ¿Quiere una copa?
Kincaid negó con la cabeza.
– No, gracias. Acaban de darnos una clase práctica sobre los efectos nocivos del alcohol, ¿no le parece? -Su sonrisa la invitaba a reírse con él de la desastrosa reunión, pero Cassie no se dejó llevar.
– Cassie -dijo, apoyándose en el brazo de una de las mullidas butacas tapizadas de chintz, y la miró con franqueza, como a una amiga, lo que a ella la alarmó todavía más que su sonrisa-. Si Graham Frazer y usted estaban juntos la noche que murió Sebastian, ¿por qué no lo dijo? Les habría facilitado las cosas.
Ella le dio la espalda y dio la vuelta al mostrador que separaba la sala de la cocina.
– ¿Y un café?
Preparó la cafetera; los movimientos rutinarios le daban tiempo para pensar. ¿Cuánto sabría? ¿Qué ganaría si lo negaba?
– Mire, Duncan, no me hable con ese tono paternalista, como si mi bienestar fuera una de sus prioridades. No soy imbécil. Además, ¿de dónde saca que yo estuviera con Graham esa noche? -mantuvo la voz firme, burlona.
– Tiene una relación con él desde hace tiempo. Resulta probable.
Kincaid se levantó del sillón y se sentó en un taburete, al otro lado del mostrador, frente a ella, dándole la sensación de estar atrapada en la cocina minúscula. La pava eléctrica sonó, y Cassie echó el agua hirviente en la cafetera. Los tazones estaban en un estante al lado de la cafetera. Puso dos sobre el mostrador y se quedó mirándolos, mordiéndose el labio. Motivos de pensamientos y rosas adornaban vistosamente su superficie. Eran propiedad del chalet, no suyos.
– ¿Y qué le lleva a pensar que tengo una relación con Graham?
Unas gotas del café que servía se salieron del tazón y mancharon el mostrador. Kincaid cogió el tazón que le ofrecía. Cassie retiró rápidamente la mano, esperando que no notara su ligero temblor.
– Lo que me sorprende -dijo él, sin hacer caso de su pregunta- es que se hayan preocupado tanto por mantenerlo en secreto. Son los dos libres y adultos, hechos y derechos. Y no creo que a Angela la afectara demasiado.
Cassie envolvió el tazón con sus largos dedos hasta que no soportó el calor, como si el dolor pudiera aguzar su ingenio. Decidió que debía ir de sincera.
– Es Graham. Por lo de la custodia. De momento sólo tiene el derecho de visita prolongada. Falta poco para el juicio y ha solicitado la custodia total. Teme que no lo considerarían un padre responsable. A mí me parece una estupidez, la verdad. Lo hace sólo por despecho hacia Marjorie. -Tomó un sorbo de café caliente e hizo una mueca como si se hubiera quemado la lengua-. Tendré que confesarme con su inspector jefe Nash, claro. No creí que fuera tan importante.
Kincaid no dijo nada, la miraba por encima del tazón mientras bebía, y Cassie se sintió tan estúpida como lo que decía.
– Claro que -continuó, hundiéndose más cada minuto que pasaba- preferiría que no fuera del dominio general lo de Graham y yo. A decir verdad, casi lo hemos dejado, y profesionalmente no me iría nada bien que se difundiera. Por eso…
– Por eso… -Kincaid acabó en su lugar cuando ella se interrumpió- pensó que era mejor no mencionarlo. No puedo decir que no tuviera razón. Era demasiada complicación para nada. ¿Qué importaba dónde estuviera cada uno cuando Sebastian decidió electrocutarse en la piscina? Pero hay un detalle. Creo que dentro de muy poco el inspector jefe Nash va a llegar a la conclusión de que alguien ayudó a Sebastian a matarse. Y entonces importa, y mucho, dónde estaba cada uno el domingo por la noche.
Kincaid le dirigió una breve sonrisa de aliento, como si hubiera dicho algo de lo más normal, y siguió con el mismo tono tranquilo y desenfadado. Un temblor de miedo sacudió a Cassie. Le llevó un momento lograr decir algo.
– Es que… Yo no estaba aquí… No estábamos aquí, Graham y yo.
Kincaid abrió mucho los ojos.
– No estarían con Angela…
– No, en la suite vacía. Siempre nos veíamos en las suites vacías, cuando podíamos. Pasamos juntos todo el rato. Volví aquí después de medianoche.
– ¿Y no pensó, no se extrañó que la moto de Sebastian siguiera aparcada fuera?
– No.