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– Ya lo sé.

A pesar de su pobre opinión sobre Nash, a Kincaid le costaba defender sus certezas incluso para sí. Sencillamente no podía aceptar la idea de que Hannah hubiera estado con él contándole confidencias ante un café y luego hubiera bajado y matado a Penny a sangre fría. ¿Era su orgullo lo que estaba en juego, su juicio, o sencillamente creía en la honestidad de ella? ¿Era fiable él para hacer este trabajo escrupulosamente, cuando había de por medio cuestiones personales? No le apetecía explicarle sus reservas al inspector jefe Nash.

– ¿Dónde está su superior, por cierto, Peter? Que la responsabilidad de una investigación por asesinato recaiga en el inspector jefe no es un procedimiento normal.

– En el hospital, recuperándose de una pneumonía viral. -Hizo una mueca.

– Pobre Raskin. Esto exige algún tipo de consuelo.

Kincaid entró en el bar y volvió con dos vasos y dos botellines de cerveza.

– Gracias. Creo que hemos hecho todo lo posible -Raskin miró el reloj-, y más vale que vaya para casa.

Pero se quedó observando cómo la espuma de su cerveza se deshacía.

– Acabo de darme cuenta de que no sé nada de usted, Peter. ¿Está casado? ¿Tiene hijos?

– Sí. Dos. Niño y niña. Y en este momento me estoy perdiendo el partido de fútbol de mi hijo. -Volvió a mirar su reloj-. Aunque está acostumbrado. -Raskin suspiró-. Seguro que es bueno para éclass="underline" la decepción fortalece el carácter, ¿verdad? -La sorna iluminó de nuevo su rostro-. Yo en cambio lo sé todo de usted. El inspector jefe Nash hizo una investigación completa, esperando encontrar algún hueso que roer. Pero lo que encontró le provocó una indigestión. Uno de los chicos prodigio de la escuela de policía, el mimado del gran jefe.

Se echaron a reír y bebieron en medio de una camaradería silenciosa. Se le ocurrió a Kincaid que le daba terror pasar la tarde solo, y cualquier relación con los de la casa estaría llena de dudas que no podría resolver.

– Peter, ¿no tendrá por casualidad la dirección de la doctora Percy?

Peter se atragantó un poco con la cerveza.

– Es que está casada…

– Me lo imaginaba -dijo Kincaid, pero sintió un cierto desánimo, y se apresuró a decirse que su interés era estrictamente profesional-. Pero quiero hacerle algunas preguntas ya que no me han invitado a ver la autopsia… -Intentó que su tono fuera neutro, digno.

– Vale, me lo tragaré. Y yo soy la reina de Inglaterra -dijo Raskin, y Kincaid sonrió a su pesar.

* * *

– Señor Kincaid. -La voz queda llegó del fondo del jardín-. ¿O tengo que decir comisario? -Kincaid reconoció al hablante: Edward Lyle salió de las sombras de una urna decorativa, señalando el coche de Kincaid-. Siento molestarle si ha quedado con alguien, pero me gustaría hablar un momento con usted.

Las maneras de Lyle eran más complacientes de lo normal, y Kincaid suspiró. En el fondo, lo esperaba.

– No, no. ¿En qué puedo ayudarle?

– Me doy cuenta de que este asunto es muy inquietante, comisario, pero creo que el inspector jefe Nash se está pasando la raya. Estas vacaciones tenían que ser un tratamiento especial para mi esposa, para que descansara de los nervios. Y todo esto ya le ha causado suficiente aflicción como para que ahora tenga que soportar las intimidaciones del inspector jefe. Todo el reposo que podía esperar se ha desvanecido. Yo no he venido aquí para que…

– Señor Lyle -dijo Kincaid con paciencia-, yo no tengo jurisdicción sobre el inspector jefe Nash, como le he explicado antes. Soy una víctima más. Estoy seguro de que no hace más que cumplir con su deber. -Kincaid se oyó pronunciar estos lugares comunes e hizo una mueca. Lyle se los inspiraba.

– Mi trabajo es muy exigente, comisario, y nadie lo está teniendo en cuenta…

– ¿A qué se dedica, señor Lyle? -Kincaid trató de contener la ola de quejas-. Creo que nunca me lo ha dicho.

– Soy ingeniero civil. La empresa va viento en popa -el señor Lyle resopló un poco-. Hay buenas oportunidades de invertir precisamente ahora, si usted…

Kincaid lo interrumpió:

– Gracias, pero los policías no solemos tener dinero de sobras. Y ahora, si no le importa, tengo que irme. Lo siento, no puedo ayudarlo con el inspector jefe Nash; una palabra mía no lo predispondría a su favor.

Especie de engreído petulante, pensó mientras entraba en el coche y se despedía de Lyle. Nash y él se merecían el uno al otro.

* * *

La carretera estrecha descendía serpenteando hasta la base de la colina. Kincaid había bajado la capota del Midget y había puesto la calefacción a tope, esperando que el frío aire de la noche despejara las telarañas de su cerebro. El cielo todavía conservaba algo de luz tras las recortadas siluetas opacas de los árboles.

De pronto vio las luces del bungalow a través de los árboles, a su izquierda, y entró en coche despacio por el sendero cubierto de hojas. La casa era baja, de ladrillo rosa, y salía luz de los ventanales que había a los lados del porche arqueado.

Llamó al timbre y la puerta se abrió con ímpetu, descubriendo a dos niñas de cabello oscuro y cara en forma de corazón. Lo miraron con gran seriedad, pero antes de darle tiempo a hablar rompieron en risitas y echaron a correr al interior, gritando: «¡Mami, mami!». Kincaid pensó que debía mirarse a un espejo cuanto antes, si sólo verlo ponía histéricas a las niñas.

La estancia tenía el ancho de la casa, con el comedor a la izquierda y el salón a la derecha. Entrevió una alfombra gastada ocupada por un hospital de urgencia de muñecas. Las mesas estaban atestadas de libros, un fuego ardía en el hogar, y la tentación de sentarse y ponerse a dormir era casi irresistible.

Anne Percy apareció, secándose las manos en un delantal de algodón blanco, y lo salvó de su apuro. Sonrió encantada al ver quién era y luego lo miró más crítica.

– Parece agotado, ¿qué le apetece tomar? -Las niñas miraban a hurtadillas detrás de ella a la manera de acróbatas chinas, acalladas sólo por la presencia de su madre-. Molly, Caroline, éste es el señor Kincaid.

– Hola -dijo él, serio. Ellas soltaron más risitas, y se escondieron tras la espalda de su madre al mismo tiempo.

– Pase a la cocina, si no le importa que guise mientras hablamos.

Lo hizo pasar por una puerta de dos batientes en el fondo del salón a una estancia grande y alegre que olía a pollo asado con ajo.

Anne echó a las niñas, recordándoles que faltaba media hora para que estuviera lista la cena, le tendió un alto taburete a Kincaid y volvió a los fogones a remover algo, todo con una graciosa economía de movimientos.

– ¿Quiere beber algo? Yo estoy tomando un vermouth, porque lo he echado al pollo, pero usted quizá prefiera un whisky. Está fuera de servicio, ¿no? ¿Es verdad que los policías no beben durante el servicio, o es un mito perpetuado por la tele?

– Gracias -Kincaid aceptó con gratitud el whisky que le había servido, y tras el primer sorbo notó el calor irradiar desde la boca del estómago-. Pues no, no es verdad. Conozco a muy pocos que lo hagan. El alcoholismo crónico es tan probable en las fuerzas policiales como en cualquier otro sitio, que yo sepa. Hasta puede que más, si tenemos en cuenta el grado de estrés. Pero yo no bebo, si ésa es la pregunta. No me gusta sentirme patoso.

– Conozco su apellido, pero no su nombre. No puedo seguir llamándole señor o comisario. No me parece apropiado en la cocina.

– Duncan. -Sonrió ante la expresión de sorpresa de ella-: Es que tengo antepasados escoceses. Y a mis padres les chiflaba Macbeth. Podría haber sido peor. Me podían haber llamado Prospero u Oberon.

– Qué suerte. Mi familia me sigue llamando Annie Rose. Me hace sentir como si tuviera tres años, no como una mujer adulta con hijas y una profesión respetable. Pero los pacientes me llaman doctora Anne, se sienten más cómodos.