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– Inspector jefe -interrumpió Kincaid antes de que Nash pudiera descargar su mal genio sobre su subordinado-, ¿qué hay del informe de la autopsia de anoche?

Nash revolvió los papeles de la mesa hasta encontrar la carpeta que buscaba y repasó el contenido.

– Según el patólogo, murió entre la hora en que la vieron por última vez y la hora en que se la encontró.

Kincaid vio un brillo de humor en los ojos de Nash, prueba, esperó, de un principio de deshielo.

– Esto promete -resopló Kincaid-. ¿Qué más?

– El cráneo de Penny MacKenzie tenía un espesor inferior al normal. No hizo falta mucha fuerza para descargar el golpe. El asaltante era de mediana estatura, hombre o mujer. Si fue una mujer, probablemente usó las dos manos. -Nash se apoyó en el respaldo y la silla crujió peligrosamente-. Se me ocurre, comisario -dijo, en tono desenfadado, con una gran sonrisa- que su amiguita, la señorita Hannah Alcock estaba situada muy convenientemente para encontrar el cadáver de la señorita MacKenzie.

La distensión de Nash había durado poco.

El teléfono sonó otra vez antes de que Kincaid pudiera responder. La prórroga lo alivió. Paseando abstraído por la habitación mientras Nash hablaba, Kincaid se detuvo en la puerta del dormitorio, donde Cassie y Graham decían que se habían visto la noche en que murió Sebastian. Recordó la ráfaga de luz que Hannah y él vieron por la ventana. De diez a doce, había dicho Cassie. Mucho tiempo para lo que Cassie había descrito como un apresurado encuentro sexual. ¿Qué más había ocurrido entre ellos? ¿Habrían discutido?

Los nombres cruzaban por su cabeza: Cassie y Graham, Hannah y Patrick, Cassie y Patrick… La idea que se le ocurrió parecía plausible. ¿Era posible que Hannah, como Penny, hubiera descubierto algo que proyectara sospechas sobre alguien? ¿Estaría Hannah, como Penny, guardándoselo para sí por cierto sentido del honor o de juego limpio?

Nash terminó con su llamada y Raskin aprovechó la ocasión para hablar:

– Me llevo esto al laboratorio, señor -y recogió la bolsa de plástico de la mesa. Kincaid cruzó con él una mirada burlona y pensó que podían hacerse favores mutuamente.

– Gracias -dijo Kincaid, y se volvió hacia Nash-. Me marcho, si no hay nada más, inspector jefe. Estaré por los alrededores, por si necesita algún consejo.

Levantó una mano y salió de la habitación antes de que la idea de pedirle un consejo provocara una apoplejía a Nash.

Cuando cruzó el vestíbulo reparó en el paragüero junto a la entrada, un cubo de latón forrado con un papel pintado en rojo y verde que representaba una escena de caza. Unos elegantes jinetes vestidos de rojo saltando vallas con sus estilizados caballos. Delante de ellos corrían los perros, que luego se apiñaban en torno a su presa. El zorro yacía agonizando.

* * *

Hannah acudió a la puerta enseguida, con la expresión de alguien que espera malas noticias. Se había esmerado más en mejorar su aspecto que el día antes, pero el hábil maquillaje no ocultaba su palidez excesiva ni las ojeras.

– Duncan -dijo en un susurro. Kincaid percibió el mismo brillo de decepción en sus ojos que le pareció ver la primera noche, cuando él se acercó a su mesa para presentarse.

– Qué… Hay…

– No -dijo él bajito, respondiendo a su pregunta muda-. No hay noticias. Sólo vengo a ver cómo está.

Pero lo que veía no le gustó.

– Pase, pase. Le preparo un café. Yo estaba tomando uno. -Hannah se volvió bruscamente y fue a la cocina, golpeándose el codo al rodear el mostrador.

La suite de Hannah, tal como había descubierto Kincaid el día antes, no era la réplica exacta de la suya. El tamaño y la situación de las habitaciones difería ligeramente, así como las tonalidades: rosas apagados en lugar de verdes apagados. No había adquirido, como la suya, el aspecto de un lugar habitado por alguien durante una semana; no había libros ni alguna prenda de ropa por el salón, ni platos en el escurridor.

Kincaid se quedó de pie torpemente delante de la cocinita, observando los movimientos bruscos de Hannah, tan diferentes a sus habituales gestos contenidos. Si algo la había preocupado, dedujo Kincaid, lo había resuelto con alguna acción, y estaba tratando de asumirlo.

– ¿La ayudo? -le preguntó, mientras Hannah dejaba caer café molido por la encimera.

– No, ya me arreglo. Gracias. -Recogió el café esparcido y preparó la cafetera-. Bueno. Estará enseguida.

La mirada de Hannah esquivó los ojos de Kincaid. El café no había terminado de salir, pero ella sacó el filtro y echó el café en una taza.

– Vamos a sentarnos.

Kincaid le puso una mano en el hombro y la guió al salón, sin dejar de preguntarse cómo empezar lo que quería decirle. Sentarse no pareció calmar a Hannah; se acurrucó en el borde del sofá, y cuando levantó la taza le temblaban las manos.

– ¿Frío? -preguntó Kincaid.

– ¿Yo o el café?

– Qué malo. Su humor, no el café.

Kincaid sonrió y ella se relajó un poco.

– Hannah -dijo, despacio-, ¿le ha hablado Patrick Rennie alguna vez de Cassie Whitlake?

– No -respondió ella, sorprendida, mirándolo directamente a los ojos por primera vez-. ¿Por qué debería? -su reacción se hizo más enérgica-, ¿por qué debería hablarme de Cassie, y de qué iba a tener que hablar? No creerá que Cassie… tiene que ver con…

– Creo que Patrick debe saber bastante sobre si Cassie tiene o no que ver; debe saber más sobre Cassie Whitlake de lo que quiere dejar ver a nadie, sobre todo a su mujer.

– ¿Patrick… y Cassie? -El colorete de Hannah pareció escarlata sobre la repentina palidez marmórea de su piel.

– Bueno, eso creo -dijo Kincaid en tono desenfadado, sorbiendo su café-. Resulta que Cassie ha tenido una relación con Graham Frazer durante cierto tiempo, pero creo que últimamente ha habido algún cambio. Un nuevo amante, alguien con buenas perspectivas de futuro, una promesa. Y Cassie está nerviosísima porque teme que alguien descubra que todavía se ve con Graham.

Hizo una pausa, calibrando la reacción de Hannah. Estaba muy rígida, con la taza abandonada entre sus dedos.

– En realidad no me extrañaría que hubiera intentado cortar con Graham y él se hubiese puesto terco, me da la impresión de que es un tipo testarudo. Ahora demos un giro a la situación y analicémosla: Cassie no quiere que Patrick se entere de lo de Graham, ¿entendidos? Si acaba el romance, se acaban las perspectivas, reales o imaginarias. Pero, ¿y Patrick? ¿Qué significaría para Patrick que alguien, sobre todo su mujer, se enterara de lo de Cassie? ¿Una guerra? ¿Un sonoro divorcio? ¿Un escándalo en la prensa del corazón?

Inclinó la cabeza inquisitivamente, como si Hannah hubiera expresado escepticismo.

– ¿Cree que es anticuado? ¿No es lo bastante escandaloso para arruinar una prometedora carrera política? Tal vez. Pero piense que los padres de Marta Rennie son políticamente muy activos en la circunscripción electoral donde se presenta Patrick. De hecho, son su mayor apoyo económico. Creo que no es el mejor momento para que se enteren de que ha estado engañando a su querida hija, ¿no cree?

– Sí. -El monosílabo fue apenas un susurro. Pero Hannah reaccionó y dijo-. No. No me lo creo. No lo creeré. Patrick nunca… -Levantó la voz, acercándose a la histeria-. ¿Cómo puede decir eso? ¿Por qué me hace esto?

– Hannah, escúcheme -Kincaid se acercó a ella, que se apartó como si la hubieran pegado-. Hannah, si sabe algo de Patrick Rennie, algo que haya visto u oído, algo que le haya dicho él, no tiene que guardárselo. Puede ser peligroso. No quiero verla acabar como…

– ¡No! Es absurdo. No quiero ni oírlo. -Se levantó, con la respiración entrecortada-. Salga de aquí.

Kincaid se puso en pie y quedaron uno frente a otro. A ella le temblaba todo el cuerpo, Kincaid notaba su aliento en la cara.