– No, Patrick, eso no es verdad, nunca lo he pensado -dijo Hannah, levantando la voz con agitación-. Estaba asustada, me daba miedo que las cosas se le pusieran difíciles. No quería que…
– ¿Que estropeara la imagen de hijo perfecto que ha dormido todos estos años como si fuera el príncipe durmiente, para despertarse con el beso de su madre?
Ahora las lágrimas rodaron, incontenibles.
– No, Patrick, por favor, eso es injusto.
– Supongo que sí -dijo él al cabo de un momento-, pero también sus expectativas. Debería haber dejado las cosas como estaban.
Sonreía con frialdad. La observó, pareció tomar una decisión.
– Lo siento, Hannah.
Hannah lo vio poner la mano en el reborde ruinoso, saltar por encima y alejarse de ella por el campo de hierba.
Estaba sentada en la tapa del retrete, con un pañuelo mojado en la cara. Había dejado de llorar y se sentía exhausta, con esa curiosa ligereza que se instala a veces en la cabeza después del llanto. Llevaba años sin llorar así, los sollozos habían salido de algún lugar en su interior que no sabía siquiera que existiera. Ahora se sentía extrañamente sosegada, como purgada.
Patrick tenía razón, por supuesto. ¿Qué había esperado? ¿Aceptación? ¿Cariño, incluso? Había sido una fantasía, alimentada por la necesidad. Había creado una imagen del hijo perfecto para llenar un hueco indefinido en su interior.
Hannah suspiró e introdujo el pañuelo en la palangana de agua fría. Bueno, ahora todo había terminado. Había hecho lo que se había impuesto. No tenía sentido exponerse a la humillación. Si es que la policía la dejaba irse, claro. Volvió a mojarse la cara y se la secó con la toalla a golpecitos, sin atreverse a mirarse al espejo. Pasarían horas antes de que se le deshinchara, pero debía encontrar enseguida al inspector Nash, o podía perder toda su determinación.
Hannah se dirigió primero a la suite de Kincaid en busca de soporte moral, pero cuando rozó la puerta con los nudillos se dio cuenta de que no podía hacerle frente y se alejó. Era mejor que viera a Nash ella sola.
El vestíbulo estaba vacío, la casa en silencio, y Hannah se dio cuenta de que no tenía ni idea de la hora que era. ¿Era la hora del almuerzo? ¿Eran las primeras horas de la tarde? ¿La hora del té? Las referencias de tiempo no tenían sentido para ella. Se quedó un momento en lo alto de las escaleras, ensayando lo que le diría a Nash. ¿La enfermedad de su director? ¿Prisa por volver a Oxford para algún proyecto de trabajo urgente?
Sintió una oleada de culpabilidad. ¿Cómo había podido olvidar la enfermedad de Miles durante los últimos días? No había llamado ni una sola vez a la clínica para hablar con él, a pesar de todo lo que había hecho por ella. Era hora de que volviera en sí.
No se oía nada. Sólo una corriente de aire le indicó que la puerta se había abierto a sus espaldas. Antes de que pudiera volverse o hablar, notó que le daban un empujón por la espalda.
Mientras las escaleras se precipitaban a su encuentro, se grabó en su mente un detalle nimio, inconsecuente: en su espalda, la mano era cálida.
15
De Suffolk a Sussex, a Wiltshire, a Oxfordshire, dando vueltas como un tiovivo. Sólo de pensar en los últimos dos días, Gemma sentía un mareo. Y cansancio.
Parecía que hubiera dormido con la ropa puesta, y era sólo la segunda parada de la mañana: la calle Lavender Lane, en la urbanización Wildmeadow Estates. Buf. Qué nombre tan poco adecuado para aquel barrio nuevo en los alrededores de St. Albans. Casitas clónicas, como cajas, se alineaban en filas perfectas por el terreno, pelado de todo lo que pudiera recordar una flor silvestre. Y sin embargo no parecían baratas. Al señor Lyle no debía de irle mal del todo.
La casa que pertenecía a los Lyle no se distinguía de las otras. Gemma detuvo el coche y apuntó con precisión el kilometraje en la libreta. Kincaid nunca se acordaba de anotar el suyo, y eso la exasperaba. Quizás con un sueldo de comisario podía permitirse ser descuidado; qué suerte, pensó con sorna. Suspiró y se preguntó por qué se sentía tan desanimada. No le gustaba trabajar sola, en parte era eso. Se había acostumbrado a la presencia de Kincaid, que le daba mucha seguridad; era extraño, porque recordaba lo nerviosa que se puso cuando la asignaron a él.
Y con este caso -¿se podía llamar caso?- se sentía completamente en alta mar. ¿Cómo podía excavar sin saber qué buscaba? La acción tenía lugar en Yorkshire, y no tenía ni idea de si los pedacitos de información desconectada que estaba recogiendo podían servir de algo.
Lavender Lane parecía desierto, como si todos sus habitantes hubieran hecho el equipaje de pronto y se hubieran marchado a la luna. Ni un cochecito de bebé, ni bicis de niño o motocicletas abandonadas en los jardines. Gemma intentó encontrar a los vecinos de ambos lados sin éxito. Indudablemente la hipoteca allí costaba dos salarios y todas las madres debían estar trabajando después de haber dejado a los niños en la guardería. Decepcionada, había dado media vuelta para dirigirse hacia el coche, cuando captó un movimiento en la cortina de la casa de enfrente.
La mujer que acudió a abrir a Gemma vestía tejanos y camiseta, y llevaba a un niño de cara pegajosa sentado en la cadera.
– Si busca a los Lyle -le dijo antes de que tuviera tiempo de hablar, con los ojos llenos de curiosidad-, se han marchado de vacaciones.
– Ya lo sé. Estamos haciendo unas preguntas rutinarias por algo que ha pasado en el lugar donde están de vacaciones. ¿Los conoce? Tal vez pueda ayudarme.
– Janet está bien, ¿no? -El niño captó la nota de alarma en la voz de su madre y empezó a inquietarse.
– Estoy segura de que la señora Lyle está muy bien, pero ha habido dos muertes inexplicadas.
– ¿Inexplicadas? ¿Accidentales, quiere decir? -Los brazos de la mujer se tensaron en torno al niño y él empezó a llorar de verdad.
– Bueno, no lo sabemos. -Gemma hizo un esfuerzo para que se la oyera a pesar del jaleo que estaba montando el niño-. Por eso estamos investigando. Podría hacerle unas…
– Mejor que entre. -La mujer balanceó al niño y le dijo-: chit, Malcolm, chit.- Luego tendió la mano libre a Gemma-: Soy Helen North. Venga a la cocina. Janet y yo somos muy amigas cuando él no está. -Indicó la cocina y dijo, por encima del hombro-. No me gustaría que le pasara nada, ya ha sufrido bastante, la pobre.
Gemma la siguió, pensando que el nombre de Helen sonaba demasiado antiguo y elegante para aquella madre desaliñada. Helen North hizo sentar a Gemma junto a una mesita en su luminosa cocina y dejó al niño en el suelo, en medio de un montón de cubos de plástico.
– Perdón, estoy perdiendo la educación: ¿quiere una taza de té?
– Sí, gracias.
Por su trabajo, Gemma consumía más tazas de té que un vicario, pero por suerte las propiedades diuréticas del té la afectaban poco. Y esta vez el té le apetecía de verdad. En su primera parada en Finchley ni siquiera se lo habían propuesto.
– Muy bien, pongo el hervidor al fuego.
Su voz se había vuelto más cantarina con las últimas palabras.
– Es usted irlandesa -dijo Gemma sin dudar.
– Del condado de Cork -puntualizó Helen, sonriente-. Intento no parecer recién llegada, pero cuando me despisto se me nota. ¿Puede creer -acarició los rizos rojizos de su hijo- que ha sacado el cabello de su padre, siendo yo irlandesa?
– También mi hijo tiene el pelo claro y liso como un escandinavo -respondió Gemma. Se rieron, porque habían encontrado un terreno común.
– Quizás por eso no le caigo bien a Eddie Lyle -dijo Helen, dejando la taza delante de Gemma y sentándose enfrente-. Pensará que ser irlandés es mala cosa. Él era militar, aunque no se diría al verlo. Sirvió en Irlanda del Norte y pone a todos los irlandeses en el mismo saco. O quizás sea porque mi marido trabaja para el constructor. -Hizo un gesto circular, indicando la urbanización-. No sé por qué se siente tan superior, sus padres tenían un negocio de vinos en el pueblo. Muy respetable, pero Janet dice que a él no le gusta que se diga. Para mí que a ese hombre le falta un tornillo.