– Mire, me doy cuenta de que no soy bienvenido. Pero si puedo hacer algo, ¿me lo dirá? -Desde la puerta volvió a dirigirse sólo a ella, haciendo caso omiso de Kincaid-. Lo siento, Hannah.
A Kincaid le dio la sensación de que no se estaba refiriendo a la caída. Salió de la cocina con dos tazas de té y una bandeja de galletas digestivas.
– La hora del té.
Hannah cogió una galleta, vacilante.
– Me da la impresión de que no he almorzado. Por eso me siento tan débil.
Kincaid empujó la butaca y se sentó lo bastante cerca para pasarle el té y las galletas. Observó su rostro mientras cogía la taza de té. Esperó a que bebiera y comiera antes de hablarle.
– Hannah, cuénteme qué ha pasado entre Patrick y usted. Creo que es necesario -añadió, suavizando un poco el tono perentorio de la petición.
Ella bebió y la taza tintineó sobre el platito cuando la dejó.
– Yo no quería que fuera así. No quería… -Apartó la cabeza, con los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto reciente, nuevamente llenos de lágrimas-. Primero lo acusé de todas esas cosas horribles, todas esas cosas que usted me dijo. Me salió así. No pude evitarlo. Luego le dije…
– ¿Que era su madre? -atajó Kincaid.
Hannah se rió espasmódicamente.
– Menuda ganga. Desconfiada, áspera. No me extraña que no le haya hecho mucha ilusión la perspectiva.
Hannah cruzó los brazos sobre el pecho y se echó a temblar.
– Está conmocionada. -Kincaid se inclinó sobre ella, lleno de remordimientos-, no debería darle la lata…
– No, no, he de decírselo. Quiero decírselo. -Levantó la voz y Kincaid se dio cuenta de que se esforzaba por dominarse-. Me he equivocado en todo, ya ve -prosiguió, expresándose con calma-. Desde el principio. Éxito. Independencia. Ésas eran las cosas que yo veía en mí. Bajo la jurisdicción de nadie. Pensaba en el matrimonio y la familia como una pérdida de autonomía. -Hannah retorció la punta de la manta-. Qué falsedad. La verdad es que yo no tenía nada que dar, nada que compartir. -Levantó la vista y lo miró-. Y Patrick… Creo que lo que más le ha dolido ha sido el tiempo que he esperado… Si conocerlo era tan importante para mí, ¿por qué no lo busqué hace años? Y podría haberlo hecho, en eso tiene razón. Con todas mis ilusiones de valor e independencia, nunca hice frente a mi padre. Mi padre…
Kincaid aguardó mientras ella buscaba una postura más cómoda. Los músculos faciales mostraban agotamiento, se le caían los párpados.
– Hannah…
– No, quiero contárselo, antes de que todo se me vaya…
Kincaid guardó silencio, impotente ante su necesidad de hablar. Lo había visto con cierta frecuencia en víctimas de accidentes o en estado de shock, pero Hannah era más coherente que la mayoría.
– Patrick… ¿Cómo puedo explicar lo que me ha pasado este último año? El reloj biológico es estúpido, ya lo sé -sus labios se torcieron en una débil sonrisa-, pero cuando he sabido que no podría tener otro hijo… algo ha cambiado en mí. De pronto todo parecía vacío. Todo lo que había hecho, tan absurdo…
Kincaid, perplejo, empezó a protestar.
– No irá a decir ahora que las mujeres sólo pueden realizarse con el matrimonio y los hijos… No me lo creo de usted.
Ella empezó a sacudir la cabeza, luego se llevó los dedos con delicadeza a la nuca.
– No… -Se quedó callada tanto rato que Kincaid creyó que se había perdido. Luego dijo, tranquila-. No creo que el sexo tenga mucho que ver. Son las pequeñas mentiras, la acumulación de decepciones. Nos hacemos un caparazón, ocultándonos, como una criatura marina de cuerpo blando. Con miedo de…
– ¿Con miedo de qué, Hannah? -Kincaid no se fiaba de su propia delicadeza.
De nuevo sacudió imperceptiblemente la cabeza.
– De perder…
Apartó los ojos. Cogió la taza olvidada y se bebió el té frío, sedienta, retrocediendo para alejarse del presunto precipicio al que se había acercado.
Parpadeó y cerró los ojos, bordeados de pestañas oscuras. La taza vacía tintineó entre sus manos. Kincaid la iba a coger cuando ella empezó a hablar con los ojos cerrados.
– De pronto me di cuenta de que si no me despertaba una mañana, nadie me echaría de menos. Aparte de Miles. Miles y yo fuimos amantes, al principio. -Hannah sonrió levemente al recordar-. Él se cansó cuando empezó a fallarle la salud. O tal vez yo no tuviera mucho que dar tampoco entonces. Pero sigo siendo lo único que tiene, aparte de un despreciable sobrino que no le importa mucho, y yo lo he descuidado muchísimo desde que me… obsesioné tanto con Patrick.
Abrió los ojos y miró a Kincaid. La luz vespertina hacía fluctuar sus iris del color avellana al verde, casi tan claros como los de Patrick Rennie.
– Obsesión… un interés egoísta -dijo, soñadora, y siguió con más vehemencia-. ¿Qué derecho tenía yo de buscar a Patrick y espiarlo, juzgando sus capacidades como hijo? Podía haber ido a su despacho a contarle la verdad directamente, darle una oportunidad de empezar de forma ecuánime. Y en cambio… -Un pequeño encogimiento de hombros de desolación resumió el resultado.
– Me parece -dijo Kincaid con suavidad- que ya te has castigado bastante por errores que cualquiera podía haber cometido. Ninguno de nosotros tiene las respuestas por adelantado. ¿Por qué es demasiado tarde para Patrick y para usted? ¿Es que no puede contarle lo que me ha contado a mí? ¿Tiene algo que perder?
– Bueno… Él no quiere…
– ¿Cómo sabe lo que Patrick quiere o no quiere? No me ha dado la impresión de un hombre determinado a cortar toda relación.
A no ser, pensó Kincaid, que Patrick Rennie hubiera visto alguna ventaja en adoptar un nuevo papel, el del hijo afligido que ha encontrado a su madre.
– Qué raro -dijo Hannah, interrumpiendo su poco agradable especulación-. Después de todo lo que ha pasado, hoy me siento muy distanciada. Como si viera las cosas a través de un telescopio. Claras y lejanas. No creo que me dure. Pero veo claramente que no puedo perseguir a Patrick y esperar que llene los vacíos de mi vida.
La voz de Hannah se iba cargando de sueño. Kincaid recogió el servicio de té y volvió a su lado, pensando que no debía dejarla descansar todavía. Una pregunta pendía sobre él como un peso.
– Hannah, ¿pudo ser Patrick quien la empujó escaleras abajo?
Ella no se molestó, como hubiera hecho anteriormente ante una sugerencia de la culpabilidad de Patrick, sino que respondió pensativa y somnolienta.
– Ya lo he pensado. Sería idiota, si no. Pero no lo creo. -Hizo una pausa, buscando las palabras-. Había tanta… maldad en ese golpe. Lo noté. -Arrugó la frente, concentrada-. Hoy he visto un poco al verdadero Patrick, no mi versión idealizada de él. Hay un poco de rabia en la superficie, de amargura, pero también la habilidad de reírse de sí mismo, de poner los sentimientos en perspectiva. No me lo imagino albergando tanto odio. -Se puso de nuevo a temblar-. ¿Por qué me puede odiar alguien tanto?
– Qué le…
Una llamada a la puerta interrumpió su pregunta, pero Hannah levantó una mano para detenerlo mientras se levantaba.
– No le diré lo que me dijo de Cassie y Penny. Tendrá que preguntárselo usted.
Kincaid dudó y acabó por asentir. No tenía sentido intimidarla, había empezado a calibrar su testarudez. Además, lo comprendía.
Anne Percy aguardaba pacientemente junto a la puerta, con su maletín de médico. A Kincaid le dio un vuelco el corazón y se sintió imbécil.
Kincaid se encontró con el inspector jefe Nash en las escaleras.
– Vengo a tomar la declaración de su querida Hannah Alcock.
Se lo dijo sin preámbulos, con ese tono burlón que hacía que Kincaid se tragara una infantil respuesta insultante.
– Está la doctora Percy con ella. No parece tener nada grave.
– ¿En serio? -preguntó Nash, sarcástico-. Bueno, bueno. ¿No es extraño?