¿Cómo diablos encajaba todo aquello? Unos rápidos pasos por las escaleras lo llevaron al vestíbulo. Anne Percy se topó con su mirada inquisitiva mientras bajaba los últimos peldaños.
– Está bastante mejor. Un poco abatida, claro. Una torcedura de muñeca, probablemente, y un chichón de buen tamaño en la cabeza. Ya le he dicho que tiene buenos huesos. -Una sonrisa divertida cruzó sus labios-. Ni rastro de osteoporosis. -Suspiró y se estiró, luego se puso más seria-. Le echará un ojo, ¿verdad, Duncan? Estoy pensando… -Frunció las cejas e hizo una pausa- que quien la empujó no se quedó a acabar el trabajo.
– Es posible que me oyera salir de la suite. Además, no es muy diferente de lo que les pasó a Sebastian o a Penny. Ha aprovechado la ocasión, con poco que perder. Agacharse sobre Hannah en medio de las escaleras habría sido más arriesgado.
– Qué horror -dijo Anne, con un escalofrío.
– Lo sé. Le he dicho que se encierre y no salga sin decírmelo. Dice que no quiere un canguro -añadió exasperado-. Ha sido dócil y obediente hasta que ha empezado a recuperarse.
– La he dejado con el inspector jefe Nash. No me parece precisamente una experiencia relajante.
– No, pero más vale que acabe cuanto antes para que la deje en paz. -Kincaid observó a Anne con un placer manifiesto. Bajo un impermeable amarillo brillante, llevaba unas mallas de color fucsia y una camiseta de rayas a juego, y no podía parecerse menos a la figura tradicional de un médico.
– ¿Dónde está la gracia? -preguntó Anne, sonriendo abiertamente.
– Estaba pensando en el malhumorado médico de cabecera de mi pueblo que nos visitaba cuando yo era pequeño.
Ella bajó la vista para mirarse y luego le sonrió.
– Bueno, los tiempos cambian, ¿no? Afortunadamente. -Desvió la vista al reloj-. Pero hay cosas que no. Llego tarde a dar la cena a las niñas. Tengo que irme corriendo.
Él se sintió avergonzado, como culpable por hacerle olvidar sus obligaciones, pero dijo con toda la serenidad que pudo.
– Sí, la acompaño.
El impermeable crujía mientras caminaba, y una vez sus brazos se rozaron. Cuando llegaron al coche, ella abrió la portezuela y metió el maletín, luego se volvió hacia él. Kincaid estaba lo bastante cerca para notar su olor a lavanda -una fragancia limpia, reconfortante- y buscó algo que decir que la detuviera un instante más.
– Gracias. Me imagino que le ha resultado todo muy brutal.
Anne sonrió.
– Estoy familiarizada con la muerte. Lo que difiere son las circunstancias. En fin, el médico forense de la policía vuelve de las vacaciones mañana, así que no me van a llamar más.
– Lo siento -dijo Kincaid tras el silencio que se hizo entre ellos.
– Yo también lo siento -respondió Anne Percy entrando en el coche, y mientras veía alejarse el coche Kincaid no estaba muy seguro de lo que habían querido decir.
La tarde avanzaba mientras Gemma conducía hacia el norte por la carretera de Banbury. Casas grande, confortables, a los dos lados de la calle con interiores cálidos y acogedores como sólo lo son las habitaciones iluminadas al atardecer. Los jardines estaban llenos de árboles, y la luz fugitiva lamía los colores otoñales de sus hojas.
Era la primera vez que iba a Oxford, nunca había tenido un caso allí, y no era un lugar que su familia hubiera escogido para ir de vacaciones. Sus padres habían ido toda su vida al mismo pueblo de Cornualles durante dos semanas al año. Un lugar agradable, seguro, sin ninguna posibilidad de aventura.
Para su sorpresa, Gemma quedó encantada con la ciudad. Tras establecer una cita con Miles Sterrett a través de su ama de llaves, le quedaron varias horas libres y las había pasado explorando el centro. Desde Cornmarket, por toda la High Street hasta Magdalen College y el río, la fascinaron los verdes céspedes de los colegios.
Caminó despacio, con el cuello del jersey azul marino levantado para protegerse del viento, y cuando llegó al puente sobre el Cherwell se acodó en el parapeto y se puso a mirar a los remeros que rozaban las aguas como libélulas.
Los estudios universitarios habían estado tan lejos de su alcance que nunca había llegado a envidiar a otros el privilegio, pero ahora sintió un fugaz anhelo de una oportunidad perdida. Kincaid le dijo una vez, mientras tomaban una cerveza al salir del trabajo, que le habían ofrecido la posibilidad de ganar una beca de la policía para la universidad, pero que no la aprovechó.
Una cierta rebeldía, supongo, había dicho, arqueando una ceja, burlonamente. Justo lo que esperaban mis padres. Ahora parece una tontería haberlo dejado escapar.
Gemma pensó, mientras reducía la velocidad para girar por la bocacalle que se había saltado esa tarde, que Oxford le habría convenido a Kincaid.
La Clínica Julia Sterrett era claramente lo que aparentaba: una gran casa particular, situada en retroceso en una calle secundaria cerca de Banbury Road. La única señal de su verdadera función era una placa discreta colocada entre los ladrillos al lado de la puerta. Gemma llamó al timbre y aguardó, y al cabo de un momento oyó unos pasos y el ruido de los cerrojos al descorrerse.
– Qué puntual -dijo el ama de llaves al abrir la puerta. A Gemma aquella mujer corpulenta y bajita le pareció mucho mejor que la secretaria que la había recibido en la mesa de recepción de la clínica aquella tarde.
– Hola, señora Milton. ¿Me está esperando?
– La acompaño enseguida.
La señora Milton la guió por unas escaleras en curva, resoplando y sonrojada por el esfuerzo, mientras Gemma la seguía, sintiéndose un poco culpable. Al mirar atrás, Gemma vio la recepción a la derecha de la puerta de entrada. Por la tarde se había enterado de que la clínica propiamente dicha ocupaba la planta baja y el primer piso, mientras Miles Sterrett tenía el último piso para su uso personal.
La señora Milton llamó a una puerta del pasillo, hizo un gesto a Gemma de que entrara y cerró la puerta tras ella. Gemma se quedó sola en el umbral, un poco como Daniel arrojado a los leones. Por la ferocidad con que lo protegía la recepcionista, había esperado encontrarse con un hombre mayor, tal vez encamado, tal vez en silla de ruedas, con una manta sobre las rodillas, confinado en una habitación de tipo hospitalario.
Pero se encontró en un estudio masculino con paredes llenas de libros, sillas de cuero, una vistosa alfombra oriental bajo sus pies y un fuego encendido en el hogar. Miles Sterrett estaba sentado ante un suntuoso escritorio, inclinado sobre unos papeles. Levantó la cabeza y sonrió, luego se levantó y cruzó la habitación para recibirla.
– Sargento James…
– Señor Sterrett, gracias por recibirme.
Gemma tuvo que levantar la vista al darle la mano, pues Miles Sterrett era alto y esbelto, de rostro delgado y cabello fino que parecía más rubio que gris a la luz de la chimenea. Llevaba un jersey amarillo pálido e inmaculados pantalones oscuros con raya. Sólo las ojeras oscuras y una cierta vacilación en sus movimientos dejaban adivinar una enfermedad.
– Pase, siéntese, la señora Milton nos ha traído café.
Le indicó una de las dos sillas junto al fuego y ocupó la otra. En una mesita baja entre ellos había una bandeja con tazas y un termo. Cuando fue a coger una taza para ella, Gemma percibió el leve temblor de su mano.
– ¿Lo sirvo yo?
Miles se apoyó en el respaldo, poniendo las manos delatoras sobre las rodillas.
– Gracias -dijo aceptando la taza, y cuando Gemma se sirvió la suya, tomó la palabra-. Ahora dígame, sargento, qué es lo que ocurre. La señora Milton me ha asegurado que Hannah está bien…
Su afirmación acababa con un ligero tono de pregunta, y Gemma advirtió que las buenas maneras de Miles Sterrett ocultaban una auténtica preocupación.
– La señorita Alcock está perfectamente, señor Sterrett. Pero ha habido dos muertes sospechosas en Followdale House esta semana, y por supuesto estamos muy preocupados por la seguridad de todos.