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– No querrá decir que Hannah…

– No, no, en concreto no, pero cuanto antes resolvamos nuestra investigación, más tranquilos estaremos. -Gemma dio un sorbo al café; era fuerte y aromático, tenía poco que ver con el café instantáneo o con las submarcas del supermercado-. ¿Sabe usted si la señorita Alcock tenía alguna relación con Sebastian Wade o con Penny MacKenzie?

Él movió la cabeza.

– No recuerdo que mencionara a ninguno.

– ¿Había tenido alguna relación previa con la multipropiedad? ¿Le dio alguna explicación de por qué había escogido ese lugar en particular?

Miles cogió la taza, y Gemma observó que sólo la aguantaba entre las manos el tiempo suficiente para beber, luego la devolvía a la mesa.

– En realidad no me dijo nada de ello. Me pareció muy raro, porque Hannah y yo somos amigos desde hace tantos años que no quiero contarlos. -Sonrió, borrando la severidad de su rostro delgado-. Hannah vino aquí hace casi quince años, recomendadísima, por supuesto, de un departamento universitario de investigación. Yo no soy científico, y el éxito de nuestro trabajo -hizo un gesto circular con la mano- se debe enteramente a la perseverancia y brillantez de Hannah. Sargento… -se interrumpió y miró a Gemma con la frente arrugada-. Usted es demasiado encantadora para que la llame «sargento». ¿Puedo llamarla «señorita»? ¿o «señora»?

Gemma, que por la calle recibía los silbidos de los gamberros sin parpadear, se sintió enrojecer ante aquel piropo tan cortés. Era un algo machista, reconoció, pero no consiguió ofenderse.

– Bueno, puede llamarme «señora» si lo desea.

– De acuerdo, señora James. Si cree usted que necesita alguna referencia sobre la personalidad de Hannah, no conozco nada en absoluto que sea cuestionable en su pasado o su presente. La considero una amiga y también como mi familia, y respondería por su comportamiento en cualquier caso. Desde luego, Hannah no es capaz de matar a nadie.

Las manos, cogidas, se movían convulsivamente al hablar, y Gemma advirtió que el temblor había aumentado.

– Señor Sterrett, no creo que los oficiales que investigan tomen realmente en cuenta semejante posibilidad, pero tenemos que hacer indagaciones. ¿Lo comprende? -Gemma cambió de tema para aliviar su evidente congoja-. ¿La clínica tiene el nombre de alguien de su familia?

– De mi esposa. Murió por la enfermedad de Creutzfeld-Jakob hace casi treinta años. En esa época se sabía muy poco de ella, y como yo había heredado dinero, pensé en darle un buen uso. -Volvió a sonreírle-. No se ponga tan triste, señora James. Ya no lloro a mi esposa. Pasó hace mucho tiempo. No tuvimos hijos… lo que pudo ser una ventaja, teniendo en cuenta los genes. Su única hermana era emocionalmente inestable y mi sobrino es una persona insignificante.-Añadió, reflexivo-. Pero no me gustaría que le ocurriera nada a Hannah. No sólo por mí. Esta clínica depende de ella, y lo que hacemos aquí tiene mucho valor.

Miles miró fijamente el fuego y terminó el café, luego dijo, haciendo un esfuerzo:

– Me extraña que Hannah no me haya llamado. Supongo que habrá pensado que me preocuparía. No se le habrá ocurrido que vendría a verme la policía, bajo los rasgos de una persona tan atractiva.

La sonrisa y el piropo le parecieron forzados esta vez, y Gemma pensó que ya llevaba demasiado rato allí abusando de la hospitalidad.

Apuró el café, mirando el termo con deseo, y se levantó.

– Me parece que le he cansado. Su recepcionista me comerá viva.

Miles soltó una carcajada.

– Es su forma de ponerse a la altura de la señora Milton. Rivalizan desde hace años. -Se levantó, insistiendo en acompañarla. Al llegar a las escaleras le volvió a tender la mano-. ¿No le importa que no baje? La señora Milton le abrirá la puerta.

– Gracias, señor Sterrett. Lamento mucho las molestias.

Era un formalismo, pero Gemma lo sentía de verdad.

Había reservado una habitación en un hotelito a las afueras de la ciudad, y después de registrarse y deshacer el equipaje, pasó la velada marcando el número de la suite vacía de Kincaid.

* * *

Hannah dormía ovillada en el sofá, donde Anne Percy la había dejado, con la cabeza medio enterrada bajo el cojín y con la manta que iba deslizándose desordenadamente al suelo.

En sueños recorría las calles suburbanas de su niñez, bajo cerezos en flor. Unas voces familiares que no supo reconocer la llamaban de los jardines, y aceleró el paso. Le parecía que su casa estaría al doblar cada esquina, estaba segura de que la encontraría si el insistente repiqueteo cesaba.

El sonido atravesó el borde del sueño, y la llevó a un estado de indolente duermevela. Su primer movimiento instintivo le costó un gruñido: tenía dolor de cabeza y los músculos anquilosados. Los paneles de la puerta acristalada le devolvieron su imagen. Había anochecido del todo, y no sabía si había dormido horas o minutos. La llamada persistía mientras avanzaba lentamente hacia la puerta, y antes de abrir oyó una voz implorante:

– Hannah, soy Patrick. Por favor, abre, necesito hablar contigo.

La sobrecogió un instante de vacilación, pero se sonrojó de vergüenza. No dudaría de él, no permitiría que el miedo decidiera su vida. La humillación la había llevado a rechazarlo en las escaleras, pero luego había pensado mucho sobre los prejuicios. Retiró el cerrojo con dedos inseguros.

Patrick la miró con atención antes de hablar.

– ¿Cómo te encuentras?

– Supongo que bien, dentro de lo que cabe. -Sin darse cuenta, Hannah se tocó la muñeca vendada-. La doctora Percy ha dicho que mañana me sentiré como si tuviera cien años, y ya he empezado.

Él entró tras ella en el salón y la tapó con la manta, solícito. Tras acercar una silla para sentarse enfrente, dijo con una franqueza desarmante.

– Duncan Kincaid cree que yo he podido empujarte por las escaleras, aunque ha sido muy correcto y no lo ha dicho así. -Patrick sonrió-. Y me parece que el motivo no era su buena educación. Hannah -su sonrisa se desvaneció-, ¿crees que te he empujado yo?

Ella negó con la cabeza, y dijo con voz cansada:

– No, sinceramente. Se lo habría dicho a Duncan.

Lo miró a los ojos por primera vez desde que entró. Parecía como si Patrick hubiera envejecido diez años durante el curso del día. Unas arruguitas que no había advertido antes le rodeaban los ojos. Era como si le hubieran quitado una capa de barniz, pensó Hannah, y estuviera allí con el rostro desprovisto de su habitual lustre.

– Menos mal -dijo él, con un suspiro-. Pero es que estoy preocupado por ti. Cuando no se entiende el motivo de algo es muy difícil dejar de pensar en ello.

Hannah no respondió. Se sentía agotada para reiterar su ignorancia una vez más. Al cabo de un momento, Patrick prosiguió:

– Esta mañana me he portado como un bruto contigo. No sé por qué. Un montón de fantasías infantiles que se desmoronaban, supongo. -Ante la expresión de sorpresa de ella, trató de explicarse-. Bueno, lo de siempre, ya sabes… Primero era mi madre -se llevó la mano a la frente y sonrió-, muerta de parto, bendiciéndome con su último aliento. Luego la imaginaba cálida, dulce, reconfortante… que me iba a encontrar y me iba a acoger en el seno de otra familia. Fantasías de hijo único. Nunca -se inclinó hacia delante, sonriendo de nuevo- la imaginé como una mujer de éxito, inteligente, estimulante y atractiva. Ha sido un buen susto, te lo aseguro.

Hannah se pasó los dedos por el cabello, consciente de pronto de su aspecto.

– Lo siento -dijo, sin saber muy bien si se refería a haber desvelado su identidad o a no corresponder a la imagen materna que él se había forjado.

– ¿Lo sientes? Tenía que haber superado ese bagaje emocional hace mucho tiempo. Y ni siquiera te he preguntado por mi padre.