– ¡Lyle!
Eddie Lyle se volvió y aguardó a que Kincaid lo alcanzara. Sus gafas lanzaban destellos bajo la luz del porche.
– ¿Alguien ha tomado su declaración esta tarde? -le preguntó Kincaid con desenfado, mientras entraban uno detrás del otro.
– Sí, claro -respondió Lyle, con tono irritado de víctima-. Acababa de volver de dar un paseo y he oído toda la conmoción a propósito de la pobre señorita Alcock, que se ha caído por las escaleras.
Sacudió la cabeza, y Kincaid no supo si deploraba el accidente de Hannah o las molestias que todo ello le causaba.
– ¿Había ido a dar un paseo? -Kincaid frotó la punta de la zapatilla contra la grava.
– Sí. Hacía un día precioso en la montaña -Lyle indicó Sutton Bank-. Janet estaba durmiendo la siesta, y quería dejarla un poco tranquila. No se encuentra muy bien últimamente -y añadió, confidencialmente-, desde que murió mi madre, pasa estos momentos de agotamiento. Y ahora, con todos estos acontecimientos tan terribles, está exhausta.
– Claro. -Kincaid asintió, comprensivo, seguro de que el sólo hecho de vivir con Edward debía ser agotador para cualquiera.
– Pero le he dicho a Janet que nos quedaremos hasta agotar nuestra semana, el sábado. -Lyle agitó el dedo en el aire, enfático-. No creo que al inspector jefe Nash le importara que nos fuéramos, pero no quiero tirar el dinero. Y a propósito de irse -echó un vistazo al reloj-, mi mujer tendrá la cena lista y no quiero que se me enfríe.
Hizo un gesto de despedida y subió trotando las escaleras.
Al oír la palabra «cena», el estómago de Kincaid rugió como si se hubieran activado alarmas internas. No recordaba cuándo había comido de verdad por última vez, y como no tenía ninguna esposa que le preparara la comida, pensó que tendría que ocuparse él. Sonrió, a oscuras. Eddie Lyle no sabía la suerte que tenía.
18
No podía haberse marchado.
Kincaid intentó abrir la puerta de la suite de Hannah, pero el pomo le resbaló de la palma de la mano repentinamente sudada. Estaba cerrada. Retrocedió y se asomó a la ventana del descansillo para ver el aparcamiento. La pintura roja como de cabina telefónica de su Midget relucía alegremente, pero el espacio de al lado, donde estuviera el Citroën verde de Hannah, estaba vacío.
Sintió un nudo en la garganta, pero se dijo que no podía ser tan estúpido y dejarse llevar por el pánico: probablemente habría bajado al pueblo a comprar café o un periódico. Pero ninguna explicación racional deshizo el miedo que le presionaba el pecho.
Había pasado la mañana paseando en torno al salón, esperando noticias de Gemma, dando por sentado que Hannah estaba a salvo, encerrada en su suite.
Qué estúpido había sido. Hannah Alcock llevaba demasiado tiempo viviendo según sus propias reglas para obedecer a nadie. Kincaid se quedó mirando el aparcamiento fijamente, preguntándose qué la habría llevado a salir aquella mañana.
La puerta del ala de enfrente se abrió. Kincaid se volvió y vio a Angela Frazer salir y detenerse al verlo. Cassie tenía razón. Todos los vestigios de una quinceañera normal habían desaparecido, camuflados de vampiro punk. Llevaba los labios y la cara pintados hábilmente de un blanco calcáreo, los ojos pintados de negro todo alrededor, estilo Cleopatra, y el cabello peinado en cresta.
Como mecanismo de defensa debía de funcionar, pensó Kincaid; desde luego, parecía inabordable. ¿Qué habría llevado a Angela Frazer a ocultarse así? Dejó de lado por un momento su preocupación por Hannah y se concentró en Angela. La mirada de la chica le hizo sentirse como una mosca bajo el microscopio. Apoyando la cadera en el alféizar de la ventana, cruzó los brazos y buscó el hilo de su anterior encuentro.
– ¿Dónde te habías metido?
No obtuvo respuesta. No se sorprendió. Esta manera de abordarla falsamente desenfadada había sonado demasiado paternal. Probó una táctica más combativa.
– ¿Qué he hecho yo para merecer este silencio?
Angela bajó la cabeza y apartó sus ojos, evasivos, mientras avanzaba pegada a la pared hacia él, pasando el dedo por lo alto de la moldura, como si comprobara la limpieza. Se detuvo a cierta distancia de él y volvió a mirarlo.
– Nada.
– ¿Nada? Vamos, Angela, ¿qué es lo que te atormenta? No se te ve el pelo durante dos días y apareces como la novia de Frankenstein. ¿Qué ha pasado?
Angela bajó la vista hacia su chaqueta negra claveteada y la minifalda de cuero. Por debajo del borde de la falda, asomaban unas rodillas blanquísimas y gorditas, las rodillas de una niña, con sus hoyuelos.
Abrazarla o ponerla sobre sus rodillas y darle unos azotes, cualquiera de las dos posibilidades funcionaría, pero no podía permitirse ninguna. Kincaid aguardó.
– Antes me llamaba Angie.
– Claro. ¿No éramos amigos?
Al oírlo, levantó la cabeza con ímpetu y dijo con rabia.
– No ha hecho nada. Me lo prometió. Ahora a nadie le importa lo que le ha pasado a Sebastian. No quiero decir -añadió, repentinamente recuperando su educación de clase media- que no me importen la señora MacKenzie y la señorita Alcock. Pero Sebastian era…
– Ya lo sé. Es normal que lo sientas así. -Sebastian, por muchos defectos que tuviera, se había ganado la lealtad de Angela. Kincaid aprovechó el momento de debilidad y le tocó el hombro-. Lo he estado intentando, Angie. Lo estoy intentando.
La cara de Angela se descompuso y de repente se echó a llorar sobre su pecho, abrazándolo fuertemente por la cintura. Kincaid trató de tranquilizarla con la voz y le acarició la nuca, donde el cabello natural, sin potingues, era tan suave como una pluma de pato. Sintió ganas de absorberle el dolor como si fuera una esponja.
Por fin los sollozos se convirtieron en hipo y se apartó de él, secándose los ojos con las manos. Como no tenía en su poder el pañuelo blanco e inmaculado que exigía la situación, Kincaid se sacó del bolsillo un kleenex arrugado.
– Toma, creo que está relativamente limpio.
Angela le dio la espalda y se sonó la nariz. Luego dijo despacio, vengativa.
– Ella se lo hizo hacer a él.
Kincaid tuvo la sensación de haberse perdido algo.
– ¿Quién hizo hacer qué a alguien?
– No sea obtuso -resopló-. Ya lo sabe.
– Pues la verdad es que no. Cuéntamelo.
Se le aceleró el pulso, pero su voz reflejaba solamente un interés de amigo bienintencionado. Cualquier gesto o palabra equivocada podía hacer que Angela retrocediera y se ocultara de nuevo en su caparazón.
Ahora ella vaciló, jugueteando con la cremallera de la chaqueta.
– La noche que Sebastian…, dijo que no había salido, pero sí salió. Yo lo oí.
– ¿Tu padre?
Ella asintió.
– Y la mañana que murió la señorita MacKenzie, cuando me levanté, él no estaba. Y dijo que había estado allí todo el tiempo.
Kincaid tanteó un poco.
– Angie, ¿qué crees que ha hecho tu padre?
– No lo sé. -Levantó la voz, en un quejido-. Pero si ha hecho algo, ha sido culpa de ésa.
– ¿De Cassie? -preguntó Kincaid, seguro de la respuesta. Angela asintió.
– ¿Por qué lo crees?
– Siempre están juntos, con secretitos. Se creen que no lo sé. -Kincaid notó la satisfacción debajo de la censura-. Cuando me acerco, se callan y se apartan. De aquella manera… ya sabe.
– Pero no has oído nada concreto…
Angela sacudió la cabeza y retrocedió unos pasos, tal vez con el instinto de defender a su padre venciendo el deseo de acusarlo.
– Podría ser inocente, ¿no crees? Quizás estás exagerando las cosas -dijo Kincaid con ligereza, un poco burlón, como pinchándola.
– Él le dijo que mi madre se las iba a cargar -soltó Angela, picada-. Que se iba a arrepentir, como todo el mundo que intentara perjudicarlo. Y si… -Angela se interrumpió, con la mirada asustada. Había ido más lejos de lo que quería-. Tengo que marcharme.