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– Angie…

– Adiós.

Se marchó por la puerta del fondo y al cabo de un instante oyó sus pasos por las escaleras.

Kincaid la miró mientras la puerta se cerraba con suavidad. Graham había soltado una fanfarronería velada. Pero y si no fuera así… Ojalá pudieran atrapar al sujeto de una vez, en lugar de recoger rumores y acusaciones de segunda mano. Graham Frazer era tan inaferrable y tan frío como un cubito de hielo.

* * *

Kincaid se encontró con Maureen Hunsinger en lo alto de las escaleras, con su cara redonda como una manzana abrillantada y el cabello rizado y húmedo como si saliera del baño.

– Lo estaba buscando -dijo, con una amplia sonrisa, y luego se puso seria-. Quería despedirme.

– ¿Se van ustedes? -preguntó Kincaid.

– El inspector jefe Nash nos ha dado permiso -asintió. Parecía casi disculparse-. Ha sido muy difícil para los niños, no tiene sentido prolongar la estancia. Además -apartó la mirada, y a Kincaid le pareció captar cierto apuro-, después de lo que le pasó ayer a Hannah, podría… bueno, nos podría pasar a todos, ¿no? No podemos perder de vista a los niños. Es muy preocupante.

Maureen suspiró y se apartó un mechón de la cara. Kincaid se dijo que no le gustaba ver ni una abolladura en su sólido optimismo.

– Tiene usted toda la razón -la consoló-, yo haría lo mismo.

– ¿Sí? Quizás vendamos nuestra semana aquí o la cambiemos por otro lugar. No creo que pueda volver a sentirme bien en este sitio. ¿Ha podido…?

– No, nada definitivo. -Kincaid respondió a la pregunta que no había formulado, y formuló la que le preocupaba a él-. ¿Ha visto a Hannah esta mañana, Maureen?

– Sí, pero no hemos hablado.

– Y…

– Estábamos empezando a cargar el coche. Hace más o menos una hora. Cuando se viaja en familia es inimaginable lo que hay que hacer para meter todas las cosas en el coche y…

– Maureen -Kincaid trató de devolverla al hilo de lo que hablaban antes.

– En fin, yo salía de la casa y ella se marchaba. Me ha hecho un gesto de despedida y yo he intentado devolvérselo, pero tenía los brazos llenos de legos… -sonrió-. Emma me ha ayudado a recogerlos.

– Emma…

– Estaba entrando cuando yo salía. Tal vez ella haya hablado con Hannah.

– Gracias, amiga mía. Voy a buscarla -Kincaid le sonrió con cariño-. Que tenga buena suerte, Maureen.

Había dado un paso hacia las escaleras cuando Maureen lo detuvo con una mano en el hombro.

– Cuídese -le dijo bajito, se puso de puntillas y le dio un beso, presionando con sus labios cálidos la mandíbula de él, rozándolo con sus grandes pechos.

Kincaid se sintió extrañamente reconfortado.

* * *

Emma lo encontró a él antes de que él la encontrara a ella. Todo el mundo parecía estar buscándolo esa mañana, menos la persona que más quería encontrar.

Se vieron en el vestíbulo, ella sacudió la cabeza con energía como si él hubiera aparecido a una orden suya. El gesto, en cualquier caso, era un vestigio de su antigua aspereza. Se la veía agotada y como -Kincaid buscó el adjetivo adecuado- aflojada. Su espalda aparecía encorvada como él no la recordaba, y hasta el cabello gris metalizado le caía lacio.

– ¿Salimos un momento? -Kincaid notó con alivio que no había perdido la resonancia de su voz. Emma lo llevó al porche y levantó un momento la cara hacia el sol-. Yorkshire ha decidido regalarnos otro radiante día de otoño antes de que nos vayamos. Para mañana han previsto lluvias. ¿Sabe que mañana es el funeral de Sebastian? -se volvió hacia él-. Yo, ahora que lo han dejado salir, he mandado que lleven el cuerpo de Penny a casa. -Sacudió los hombros-. Y me marcho después del oficio de mañana, con el fin de disponer las cosas para Penny.

Kincaid pensó que a Emma le pesaba algo más que el dolor. Se sumaba su necesidad de hacer lo que consideraba adecuado para despedir a Penny.

– No sabía nada del entierro de Sebastian. Iré.

Y procuraría llevar consigo a Angela Frazer.

– Emma, Maureen me ha dicho que le parecía que usted había hablado con Hannah esta mañana, cuando se marchaba.

– Sí.

– ¿Qué le ha dicho? Es decir -añadió, impaciente-, ¿ha dicho a dónde iba o por qué?

– El porqué era evidente -contestó Emma, con amargura-. Si alguien me hubiera empujado por las escaleras, yo me iría todavía más lejos.

– ¿Más lejos de dónde?

– Ha dicho que iba a ver las cascadas, mientras el buen tiempo se mantuviera. Que está de vacaciones, al fin y al cabo, y que todos se fueran a paseo. Eso ha dicho, más o menos -concluyó Emma con cierta satisfacción.

– ¿Qué cascadas? -Kincaid mantuvo la voz firme.

– Las de Aysgarth, supongo, en Wensleydale. Son las únicas que hay por los alrededores. -Emma alcanzó la puerta y se volvió para añadir-: Se movía muy bien esta mañana, considerando el golpe que recibió. No aparentaba más de setenta años. -Le dirigió una sonrisa no tan feroz como las de antes y entró en la casa.

Kincaid iba hacia el coche a buscar un mapa cuando Janet Lyle salió corriendo por un lateral de la casa, cabizbaja, con las manos metidas en los bolsillos del ligero anorak. Con expresión ceñuda, era la primera vez que Kincaid observaba en ella un gesto de mal genio. Al verlo, su expresión se suavizó y apretó el paso, cambiando de rumbo para interceptarlo.

– ¿No va por casualidad a Thirsk?

– Pues no… ¿Necesita que la lleven?

– Es que Eddie se fue en coche esta mañana. -Sus gestos revelaban exasperación, y por primera vez Kincaid se la imaginó como enfermera, responsable y segura-. Ha dicho que tenía que mandar un fax a la oficina. Lo que pasa es que encargué unas botas para Chloe, hay un zapatero buenísimo, y estaban listas para esta mañana, pero la tienda cierra a mediodía los viernes. Qué rabia.

Se la veía molesta, pero sin su habitual actitud sumisa, resultaba animada.

– Su marido ha dicho que no se encontraba bien.

– Ah, bueno -Janet se encogió de hombros-, eso es lo que dice él. Cuando murió su madre se empeñó en que yo estaba desanimada y que necesitaba unas vacaciones. Una transferencia, ¿no se dice así? -Le sonrió, mostrando sus dientes blancos y regulares que contrastaban con su tez olivácea-. Si hubiera querido unas vacaciones, yo hubiera preferido ir a Mallorca.

* * *

Gemma condujo el coche con cuidado a través de la cancela de Followdale House y ralentizo la marcha para mirar a su alrededor. Supo que era el lugar que buscaba porque con lo primero que se toparon sus ojos fue el Midget de Kincaid, aparcado en una esquina del patio de grava.

Lo segundo que vio fue a su jefe en persona, al lado, con un mapa extendido sobre el capó. Pantalones de pana y un jersey verde mar, una chaqueta de tweed con coderas, y su cabello castaño claro revuelto por la brisa. Gemma pensó que era un cuadro muy bonito. Se acercó y bajó del coche, con el bolso colgado del hombro.

– Vaya, qué aspecto de propietario rural. ¿Planea la próxima cacería o posa para Country Life?

Él se giró de golpe.

– ¡Gemma! -El relámpago de placer en su cara duró tan poco que ella creyó haberlo imaginado-. ¿Se puede saber dónde se había metido?

– Bueno, yo también me alegro de verle. ¿Con lo que me ha costado venir hasta aquí y sólo se le ocurre decir eso? -Gemma le contestó de buen humor, pero notó un escalofrío de alarma por el espinazo. Aunque a Kincaid no le gustaban las bromas, tampoco era propio de él saltarle al cuello.

– Perdone, Gemma. -Esbozó su sonrisa de siempre, pero con menos voltaje.

Gemma le puso un dedo en el pecho.

– ¿Ha estado cambiando una rueda?

Kincaid bajó la vista a las manchas negras que tenía en el jersey.