– ¿Miles también? -exclamó Hannah, desmayadamente. Patrick le rodeó la espalda con el brazo.
– ¿Por qué no? -Kincaid se encogió de hombros. Cerró el paraguas y lo sacudió. La lluvia ya no era más que un chispeo-. Nuestro Eddie tenía buena mano tanto con los sedantes como con los instrumentos contundentes. Me imagino que ayudó un poco a su madre a tener el accidente…
– No se puede demostrar -dijo Patrick.
– No, ni tampoco que sedó a Janet la noche que mató a Sebastian.
– Pero, ¿Sebastian y Penny?
– Víctimas tanto de las circunstancias como de sus propios caracteres. Eddie dijo que Sebastian lo vio entrar en su habitación, Hannah, esa noche. Oportunista como era, debió de buscar un modo de matarla que pareciera accidental. Seguro que Sebastian no se contuvo de pincharlo por lo que había visto, y Eddie no podía arriesgarse a que nadie lo relacionara con usted después de asesinarla.
– ¿Y Penny?
Kincaid vaciló, pues todavía se sentía en parte culpable.
– Nunca tendremos la certeza. Creo que Penny vio tanto a Patrick como a Eddie entrar en el despacho de Cassie. -Patrick asintió-. Quería ser justa, dar la ocasión a los dos de presentarse antes de que ella hablara. Por desgracia, se lo preguntó antes al hombre equivocado. Eddie Lyle no jugó limpio.
– Todavía no entiendo cómo sabía que yo estaría aquí esta semana…
– ¿Recuerda el robo? Usted me dijo que se había sentido violada.
– De eso hace tanto tiempo -Hannah tenía la vista fija al frente, en el patio de la iglesia-. Sí, fue justo después de firmar el acuerdo de la multipropiedad. Recuerdo que habían tocado los papeles, pero que no faltaba nada.
– Y algún tiempo después Eddie pidió prestado dinero para venir la misma semana -dijo Kincaid.
– Sin embargo, fue todo circunstancial -dijo Patrick, con su inmaculado instinto de abogado.
– Pero las huellas del pañuelo. Usted dijo…
Kincaid respondió a Hannah con tacto.
– El informe todavía no ha llegado del laboratorio, pero es muy improbable que encontraran nada. Es una técnica arriesgada.
Hannah cerró los ojos, pálida:
– ¿Era mentira? ¿Era una mentira?
Kincaid asintió:
– Me pareció oportuno.
Patrick cerró el paraguas de Hannah de un tirón y le tendió la mano a Kincaid.
– No me gustaría jugar al póquer con usted -Sonrió, reafirmando su encanto-. Te espero, Hannah.
Se volvió y se alejó por el camino. Hannah miró a Kincaid un rato.
– No sé qué decir. Tengo que darle las gracias. Si no hubiera…
– Prefiero que no lo haga. La gratitud no es el mejor ingrediente para una amistad. ¿No podríamos…? -Kincaid arrastró la palabra, sin estar muy seguro de lo que quería insinuar. ¿Almorzar cuando ella fuera a la ciudad? ¿Un cordial intercambio de felicitaciones de Navidad? Hannah había sido siempre una persona muy cerrada, y no se imaginó que pudiera estar cómoda con él después de su forzada intimidad.
Hannah vaciló, en su expresión no se leía la seguridad que le era tan natural.
– No sé. De momento, creo que no. Las cosas van a ser muy difíciles por un tiempo.
– Sí -dijo Kincaid, mirando hacia Patrick, que aguardaba deambulando por el camino.
Hannah siguió su mirada.
– Estos meses, mientras buscaba a Patrick, he pensado mucho en lo que yo quería, lo que necesitaba. Y de alguna forma -sonrió con cierta tristeza- he dejado las necesidades de Patrick fuera de la ecuación, y al principio será delicado encontrar el equilibrio. No sé cómo acabarán las cosas.
– Le irá bien.
Él le sonrió y se inclinó para besarla en la mejilla.
– Adiós, Duncan.
Hannah se alejó de él y atrapó a Patrick. Se alejaron por el camino, la cabeza rubia inclinada sobre la oscura.
Kincaid se dirigió despacio al aparcamiento, evitando los charcos de la calzada, ausente. Se sintió vacío y en cierto modo insatisfecho, como si tras atar los cabos sueltos hubiera quedado desplazado.
Dobló la esquina y levantó la vista cuando alguien chocó con su hombro. Una mujer vestida con un impermeable amarillo iba a toda prisa delante de él. El cabello castaño y rizado, revuelto y mojado en torno a la cabeza, el bolso balanceándose al ritmo de sus pasos.
Kincaid aceleró para llegar a su lado con el corazón latiendo con fuerza. Le tocó el hombro.
– ¿Anne?
La mujer se volvió, sobresaltada. Tenía un rostro desconocido.
Gemma se asomó a la puerta del despacho de Kincaid.
– ¿Ha acabado?
– Ahora mismo.
Barrió de un gesto su escritorio y lo metió todo en un cajón.
– Buen sistema de archivado -dijo Gemma, mirando la limpia superficie con aire dubitativo.
– Al menos no hay obstáculos.
Kincaid se levantó y se desperezó. Habían vuelto a Londres en coches separados y habían convenido enfrentarse a la avalancha de papeles acumulados mientras estaban de servicio.
Gemma avanzó unos pasos por el despacho y arrugó la nariz disgustada por el fuerte olor de tabaco.
– Se han reunido aquí mientras no estaba, ¿eh?
Kincaid sonrió.
– Las pruebas son irrefutables. ¿Una copa?
Gemma lo pensó.
– Una, rápida.
Evitaron el bar de jefatura, con sus inevitables conversaciones de trabajo, y se dirigieron al pub de Wilfred Street. Kincaid se abrió paso con los codos hasta la barra y volvió a su rincón habitual con las copas, vino para él y cerveza con lima para Gemma.
– Uf -dijo, con una mueca-, no sé cómo puede beber esto.
Kincaid siempre la criticaba y Gemma siempre pedía lo mismo, probablemente por puro espíritu de contradicción, pensaba él.
– Cuestión de práctica.
Gemma dio un buen trago a su bebida y sonrió. Estuvieron callados unos minutos, con el bullicio del sábado noche en torno a ellos, hasta que Gemma corrió la silla y suspiró.
– Debería irme a casa. Toby echará de menos a su mamá.
– Sí. -Kincaid se imaginó la bienvenida que esperaba a Gemma, y sintió una punzada de envidia. Se la sacudió de encima y sonrió-. Ojalá…
¿Ojalá qué? ¿Ojalá no hubiera ido a Followdale? Pero en ese caso Hannah podía haber muerto.
Gemma dejó la copa en la mesa y él levantó la mirada, encontrando una inesperada comprensión en la de ella.
– Lamentarse no conduce a nada, como decía mi abuela…
– Es verdad.
Se sonrieron, con amistad.
– La próxima vez habrá más suerte -insinuó Gemma.
Kincaid levantó la copa.
– Salud.
Deborah Crombie