Un grupo familiar de personajes grotescos se hallaba de pie junto al trono: el anciano Dilifon, el ajado y tembloroso secretario personal; la intérprete pontificia de sueños, la bruja Narrameer, y Sepulthrove, el médico, de nariz aguileña, con una tez del color del barro seco. De todos éstos, incluso de Narrameer, que se conservaba joven e increíblemente hermosa gracias a sus sortilegios, irradiaba un aura de vejez, declive, muerte… Hornkast, que había visto a todos los presentes a diario durante cuarenta años, jamás había percibido con tanta viveza cuán pavorosos eran. Y también él, de eso no le cabía duda alguna, debía ser igualmente pavoroso. Quizás ha llegado el momento, pensó, de que todos desaparezcamos.
—He venido el cuanto me avisaron los mensajeros —dijo. Miró al Pontífice—. ¿Y bien? Está muriéndose, ¿es eso? A mí me parece el mismo de siempre.
—Está muy lejos de la muerte —repuso Sepulthrove.
—En ese caso, ¿qué ocurre?
—Escuche —dijo el médico—. Está empezando otra vez.
La criatura introducida en la esfera se agitó y movió de un lado a otro con minúsculas fluctuaciones. Un tenue gimoteo brotó del Pontífice, seguido por algo así como un ronquido sibilante y un grave ruido de burbujeo que se prolongó interminablemente.
Hornkast había oído todos estos sonidos anteriormente, muchas veces. Constituían el lenguaje particular inventado por el Pontífice a causa de su terrible senilidad, un lenguaje que tan sólo el primer consejero había llegado a dominar. Algunos sonidos eran casi palabras, fantasmas de palabras, y el significado original aparecía pese a todo más allá del aspecto superficial. Otros sonidos, con el paso de los años, habían evolucionado, pasando de palabras a simples ruidos, pero Hornkast, al haber observado tales evoluciones en sus distintas etapas, sabía cuál era el significado. Había también simples gemidos, suspiros y lloriqueos sin contenido verbal. Y otros sonidos parecían no tener ninguna relación con el lenguaje humano, aunque sin embargo su forma compleja podía representar conceptos percibidos por Tyeveras en sus muchos años de aislamiento, insomnio y locura y, en consecuencia, tan sólo el Pontífice los conocía.
—Oigo lo normal —dijo Hornkast.
—Espere.
El primer consejero prestó atención. Oyó la concatenación de sílabas que significaban «lord Malibor» (el Pontífice había olvidado a los dos sucesores de éste y pensaba que Malibor seguía siendo la Corona) y a continuación una maraña de nombres reales: Prestimion, Confalume, Dekkeret… Y de nuevo Malibor. El término que significa sueño. El nombre de Ossier, Pontífice antes de Tyeveras. El nombre de Kinniken, predecesor de Ossier.
—Está divagando en el pasado remoto, como hace a menudo. ¿Para esto me ha hecho bajar con tanta…?
—Aguarde.
Cada vez más irritado, Hornkast volvió a concentrarse en el rudimentario monólogo del Pontífice y quedó asombrado al escuchar, por primera vez en muchos años, una palabra perfectamente pronunciada y totalmente reconocible:
—Vida.
—¿Ha oído? —inquirió Sepulthrove. Hornkast asintió.
—¿Cuándo empezó todo esto?
—Hace dos horas, dos horas y media.
—Majestad.
—Hemos registrado todas sus palabras —dijo Dilifon.
—¿Qué otra cosa inteligible ha dicho?
—Siete u ocho palabras —replicó Sepulthrove—. Y tal vez otras que usted podría reconocer. Hornkast miró a Narrameer.
—¿Está soñando o está despierto?
—Creo que es erróneo usar esos términos hablando del Pontífice —dijo la oráculo—. Él vive en ambos estados al mismo tiempo.
—Vamos. Levántate. Anda.
—Ha dicho lo mismo anteriormente, varias veces —murmuró Dilifon.
Hubo silencio. El Pontífice parecía haber sido dominado por el sueño, aunque sus ojos seguían abiertos. Hornkast lo miró fijamente, con el semblante sombrío. Cuando Tyeveras había caído enfermo, en los primeros años del reinado de lord Valentine, a todos les pareció muy lógico alargar de aquel modo la vida del Pontífice, y el mismo Hornkast fue uno de los que apoyó con más entusiasmo la idea propuesta por Sepulthrove. Hasta entonces ningún Pontífice había sobrevivido a dos coronas, de modo que la tercera del reinado accedió al poder cuando el Pontífice era ya un hombre sumamente anciano. Ese detalle había trastornado la dinámica del sistema imperial. El mismo Hornkast observó por entonces que lord Valentine, joven e inexperto, sin apenas conocer las obligaciones de la Corona, no podía ir tan pronto al Laberinto. Todos estuvieron de acuerdo en que era esencial que el Pontífice permaneciera en su trono algunos años más, siempre que fuera posible mantenerlo vivo. Sepulthrove halló el método para hacerlo, aunque pronto quedó claro que Tyeveras se había hundido en la senilidad y era un muerto viviente, un lunático sin esperanza alguna de cambio.
Pero después se produjo el episodio de la usurpación y más tarde llegaron los años difíciles de la restauración, cuando todas las energías de la Corona eran precisas para reparar el caos del cataclismo. Tyeveras tuvo que permanecer en su jaula año tras año. Pese a que la vida del Pontífice significaba la continuación en el poder para Hornkast, y el poder que éste había amasado por la incapacidad del Pontífice era ya extraordinario, era muy desagradable tener que contemplar la cruel suspensión de una vida que desde hacía tiempo merecía llegar a su término. No obstante, lord Valentine siguió implorando más tiempo, y más tiempo, y más tiempo a fin de concluir su tarea como Corona. Ocho años ya: ¿no era tiempo más que suficiente? Sorprendido, Hornkast se dio cuenta de que casi estaba dispuesto a rezar para que Tyeveras quedara libre de su cautividad. ¡Si fuera posible dejarlo dormir!…
—Va… Va…
—¿Qué dice? —preguntó Sepulthrove.
—¡Algo nuevo! —musitó Dilifon.
Hornkast les indicó por gestos que guardaran silencio.
—Va… Valentine…
—¡Una novedad, ciertamente! —dijo Narrameer.
—Valentine, Pontífice… Valentine, Pontífice de Majipur…
A esto siguió silencio. Las palabras, claramente pronunciadas, libres de cualquier ambigüedad, quedaron suspendidas en el aire como soles que explotan.
—Creía que él había olvidado el nombre de Valentine —dijo Hornkast—. Piensa que lord Malibor es la Corona.
—Es evidente que no piensa eso —repuso Dilifon.
—Algunas veces, cerca del final —dijo en voz baja Sepulthrove—, la mente se recompone. Creo que está recobrando la cordura.
—¡Está tan loco como siempre! —exclamó Dilifon—. ¡Que el Divino impida que Tyeveras recobre el juicio y averigüe lo que le hemos hecho!
—Opino —dijo Hornkast— que él siempre ha sabido lo que le hemos hecho, y opino que Tyeveras no está recobrando el juicio, sino la capacidad de comunicarse verbalmente con nosotros. Ustedes lo han oído: Valentine, Pontífice. Está saludando a su sucesor y sabe quién debe ser su sucesor. Sepulthrove,¿está agonizando?
—Los instrumentos no indican cambio físico en él. Creo que puede continuar así durante largo tiempo.