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Él viviría, como mínimo. De eso estaba seguro.

Poco a poco, tanteando con la estaca para comprobar la estabilidad de las piedras, Hissune fue bajando por el tobogán de granito. A medio descenso se produjo el primer percance: una losa triangular, inmensa y aparentemente segura se mantenía de hecho en equilibrio muy precario y cedió en cuanto el joven la tocó suavemente con el pie izquierdo. Durante unos instantes Hissune se bamboleó de un modo frenético, hizo esfuerzos desesperados para mantener la estabilidad y finalmente cayó. La estaca salió despedida de sus manos y, en plena caída, mientras provocaba una pequeña avalancha de rocas, la pierna derecha de Hissune se hundió hasta la cadera entre dos grandes losas tan afiladas como la hoja de un cuchillo.

Se agarró donde pudo y quedó inmóvil. Pero las rocas que tenía debajo no se deslizaron. Empezó a experimentar sensaciones brutales en toda la largura de su pierna. ¿Una fractura? ¿Ligamentos rotos, músculos distendidos? Intentó soltarse poco a poco. Tenía roto el calzón desde el muslo a la pantorrilla y la sangre brotaba en abundancia de una herida profunda. Pero eso parecía ser lo peor, eso y las palpitaciones de sus ingles que seguramente iban a producirle una fastidiosa cojera antes de veinticuatro horas. Tras recoger la estaca, el joven prosiguió la marcha con grandes precauciones.

Al poco cambió la naturaleza de la pendiente: las grandes losas resquebrajadas fueron sustituidas por una grava muy fina, más traicionera todavía para el caminante. Hissune adoptó un paso muy lento, como si patinara, con los pies ladeados y empujando la superficie de la grava al ir descendiendo. El esfuerzo fue doloroso para su pierna lastimada pero le permitió tener cierto control de la situación. La parte final de la pendiente ya era visible.

Resbaló dos veces en los ripios. La primera vez el resbalón fue de menos de un metro, la segunda más de diez. Hissune logró no caer rodando simplemente hundiendo los pies en la grava varios centímetros mientras se agarraba frenéticamente con las manos.

Cuando consiguió levantarse, no pudo localizar la daga. Buscó en el suelo durante algunos minutos, sin éxito, y por fin hizo un gesto de resignación y siguió su camino. La daga no tendría utilidad alguna contra un weyhant o un min-mollitor, pensó el joven. Pero la echaría de menos en otros menesteres menos importantes como buscar alimento, cavar para encontrar raíces comestibles, pelar las frutas…

Al final de la pendiente el valle se ensanchaba formando una amplia meseta rocosa, seca, impresionante, salpicada de ghazanos de aspecto muy viejo, prácticamente sin hojas y con su típica forma retorcida, grotesca, tortuosa. Pero Hissune vio árboles de otra especie no muy lejos de allí, hacia el este, ejemplares delgados, altos y frondosos muy apiñados. Constituían un excelente indicio de agua, y el joven se dirigió hacia ellos.

Pero el manojo de verdor estaba bastante más lejos de lo que él había creído. Una hora de pesado caminar en dirección a la arboleda no pareció haberle acercado demasiado. La pierna herida de Hissune estaba cada vez más rígida. Su cantimplora estaba prácticamente vacía. Y al cruzar la cresta de un montículo vio al malorn aguardándole al otro lado.

Era una criatura sorprendentemente espantosa: un cuerpo abolsado, un óvalo dispuesto entre diez larguísimas patas que formaban una curva en V y mantenían el tórax a un metro del suelo. Ocho patas terminaban en una especie de almohadillas anchas y lisas. Las dos frontales estaban dotadas de pinzas y garras. Una hilera de relucientes ojos rojos ocupaba por completo el borde del cuerpo. En la cola, larga y curvada, abundaban las púas.

—¡Podría matarte con un espejo! —le gritó Hissune—. ¡Verías tu reflejo y te morirías del susto!

El malorn emitió un silbido tenue y avanzó lentamente hacia el joven, sin dejar de mover las mandíbulas y retorcer las pinzas. Hissune levantó la estaca y aguardó. No había nada que temer, pensó, si lograba mantener la calma: la esencia de la prueba no era matar a los aprendices sino tan sólo endurecerlos, y quizá observar su conducta en condiciones de tensión.

Dejó que el malorn se acercara a diez metros. Después cogió una roca y la arrojó a la cabeza del animal. El malorn la desvió con facilidad y siguió avanzando. Hissune, con extrema cautela, se movió un poco hacia la izquierda, hacia una depresión del cerro, con la idea de no abandonar su posición elevada y manteniendo el garrote cogido con ambas manos. El malorn no parecía ágil ni rápido, pero si intentaba acometer al joven tendría que hacerlo cuesta arriba.

—¿Hissune?

La voz había sonado detrás.

—¿Quién es? —gritó Hissune, sin volverse.

—Alsimir. —Era un caballero iniciado de Peritole, un año o dos mayor que Hissune.

—¿Estás bien? —preguntó el joven.

—Estoy herido. El malorn me ha mordido.

—¿Es grave la herida?

—Tengo un brazo hinchado. Veneno.

—Ahora mismo iré. Pero antes…

—Cuidado. Esa bestia salta.

Y de hecho el malorn parecía estar flexionando las patas para brincar. Hissune aguardó, sumamente atento y bamboleándose ligeramente. Nada ocurrió durante unos segundos infinitamente largos. Hasta el mismo tiempo pareció detenerse. E Hissune siguió mirando fija, pacientemente al malorn. Se hallaba totalmente sereno. En su mente no había lugar para el miedo, la incertidumbre, las especulaciones sobre lo que podía acontecer.

Pero por fin la extraña situación de estasis se interrumpió y de pronto el animal se elevó, se lanzó al aire con el impresionante empuje de todas sus patas y, en el mismo momento, Hissune corrió hacia adelante, se desplazó por el borde del montículo en dirección al malorn, con la intención de que el animal, tras su potente salto, quedara encima de él.

Mientras la bestia se desplazaba por el aire sobre la cabeza de Hissune, éste se echó al suelo para evitar los terribles latigazos de la cola y, aferrando con ambas manos la estaca, la levantó violentamente y la hundió con todas sus fuerzas en la panza del malorn. Hubo un ruido sibilante de aire expulsado y las piernas de la bestia se agitaron angustiosamente en todas direcciones. Sus garras estuvieron a punto de rozar a Hissune en el instante de la caída.

El malorn cayó patas arriba a poca distancia. Hissune se acercó y dio un salto entre las frenéticas patas para herir otras dos veces la panza del animal. Después retrocedió. La bestia continuó moviéndose débilmente. El joven buscó la piedra más grande que podría levantar, la sostuvo en alto junto al malorn y la dejó caer. Las patas dejaron de moverse. Hissune se alejó del monstruo, tembloroso y sudoroso, y se apoyó en la estaca. Tenía el estómago revuelto y en llamas. Al cabo de unos instantes recobró la calma.

Alsimir se hallaba a veinte metros del montículo, con la mano derecha aferrada al hombro del lado contrario, que se veía hinchado, doblemente voluminoso que el de un hombre sano. Tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos.

Hissune se arrodilló junto a él.

—Dame tu daga. He perdido la mía.

—Está por ahí.

Hissune se apresuró a cortar la manga y vio una herida en forma de estrella a la altura de los bíceps. Con la punta del arma hizo una cruz sobre la herida, apretó, sacó sangre, la succionó, escupió, volvió a succionar. Alsimir empezó a temblar, gimió, gritó varias veces. Al cabo de unos momentos Hissune limpió la herida y buscó en su mochila algo que sirviera de venda.

—Esto puede servir —dijo—. Con suerte estarás en Gran Ertsud mañana a esta hora y podrás recibir tratamiento adecuado.

Alsimir contempló horrorizado al malorn caído.

—Intenté rodear al animal, igual que tú… Pero de pronto se me echó encima y me mordió. Creo que aguardaba mi muerte para devorarme… Y has aparecido tú…