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El Príncipe Venidero abraza a los cuatro prisioneros. Luego los conducen a los altares de las Mesas de los Dioses. La Hembra Roja y el Desollado llevan al rey más joven y a la madre de éste a la mesa oriental, en la que el rey acuático Niznorn había perecido la noche de la blasfemia hacía largo tiempo. El Gigante Ciego y el Ultimo Rey acompañan a la mesa occidental al rey más viejo y al que llega por la noche en sueños, lugar donde el rey acuático Domsitor fue muerto por los Profanadores.

El Príncipe Venidero está de pie, solo, en lo alto del Séptimo Templo. Su aura tiene ahora un color escarlata. Faraataa desciende hacia él y se convierte en el Príncipe: los dos son una misma persona.

—En el principio fue la Profanación, una locura que se apoderó de nosotros y pecamos contra nuestros hermanos del mar —exclama—. Y cuando despertamos y contemplamos nuestra obra, ese pecado nos llevó a destruir nuestra espléndida ciudad y a diseminarnos por el mundo. Pero ni siquiera ese castigo bastaba, y enemigos venidos de muy lejos cayeron sobre nosotros, nos despojaron de todo cuanto teníamos y nos arrojaron a la selva, que era nuestra penitencia, porque habíamos pecado contra nuestros hermanos del mar. Y perdimos nuestras costumbres y nuestro sufrimiento fue enorme y el rostro del Altísimo dejó de mirarnos, hasta que llegó el fin de la penitencia y tuvimos fuerza para liberarnos de nuestros opresores y recuperar lo que habíamos perdido por culpa de nuestro antiguo pecado. Y así estaba profetizado: un príncipe vendrá a vosotros y os librará del exilio cuando acabe la penitencia.

—¡La penitencia ha acabado! —replica el pueblo—. ¡Es la época del Príncipe Venidero!

—¡El Príncipe Venidero ha llegado!

—¡Y tú eres el Príncipe Venidero!

—¡Yo soy el Príncipe Venidero! —grita él—. Ahora todo está perdonado. Ahora todas las deudas están pagadas. Hemos cumplido la penitencia y estamos limpios. Los instrumentos de la penitencia han sido expulsados de nuestra tierra. Los reyes acuáticos han tenido su recompensa. Velalisier está reconstruida. Nuestra vida renace.

—¡Nuestra vida renace! ¡Es la época del Príncipe Venidero!

Faraataa alza su bastón, que centellea igual que fuego iluminado por la luz matutina, y hace la señal a los que aguardan junto a las Mesas de los Dioses. Empujan a los cuatro prisioneros. Fulguran los largos cuchillos. Los reyes caen muertos y sus coronas ruedan por el polvo. Las mesas se limpian con la sangre de los invasores. Ha tenido lugar el último acto. Faraataa levanta sus manos.

—¡Venid ahora mismo y reconstruid conmigo el Séptimo Templo!

El gentío piurivar reacciona de inmediato. Recogen los bloques caídos del templo y, dirigidos por Faraataa, los colocan en los lugares que antaño ocuparon.

Cuando la tarea está completada, Faraataa se sitúa en el punto más alto del templo y su vista recorre cientos de kilómetros en dirección al mar, donde se han congregado los reyes acuáticos. Los ve batir la superficie del agua con sus grandes aletas. Los ve alzar sus inmensas cabezas, los ve resoplar.

—¡Hermanos! ¡Hermanos! —les grita Faraataa.

—Te oímos, hermano terrestre.

—El enemigo está aniquilado. La ciudad vuelve a estar consagrada. El Séptimo Templo se yergue otra vez. ¿Hemos cumplido nuestra penitencia, oh hermanos?

—Sí —replican ellos—. El mundo está limpio y una nueva era comienza.

—¿Estamos perdonados?

—Estáis perdonados. Oh hermanos terrestres.

—¡Estamos perdonados! —exclama el Príncipe Venidero.

Y la muchedumbre extiende sus manos hacia él, y todos cambian de forma y se convierten en la Estrella, la Niebla, la Oscuridad, el Resplandor, la Caverna.

Y sólo queda una cosa, perdonar a los que cometieron el pecado original y que desde entonces han sido cautivos de las ruinas. El Príncipe Venidero extiende sus manos hacia ellos, les dice que la maldición que recaía sobre ellos ya no existe y que están libres.

Y las piedras de la ciudad caída liberan a sus muertos, y emergen los espíritus, pálidos y transparentes. Y todos recobran vida y color y danzan y cambian de aspecto y gritan de alegría.

Y esto es lo gritan:

—¡Aclamad todos al Príncipe Venidero, que es el Rey de Hoy!

Ése fue el sueño del piurivar Faraataa tendido en un lecho de hojas de burbujal bajo un gran duiko en la provincia de Piurifayne mientras caía una lluvia fina.

3

—Que venga Y-Uulisaan —dijo la Corona.

Mapas y planos de las zonas afectadas de Zimroel, con numerosas señales y anotaciones, se hallaban extendidos en el escritorio del camarote de lord Valentine a bordo de la nave insignia, la Lady Thiin. Era el tercer día del viaje. Habían salido de Alaisor con una flota de cinco navíos al mando del gran almirante Asenhart, con rumbo al puerto de Numinor en la costa noreste de la Isla del Sueño. La travesía iba a durar muchas semanas, incluso con vientos muy favorables, y en ese preciso instante el viento soplaba en contra.

Mientras aguardaba la llegada del experto en agricultura, Valentine examinó una vez más los documentos que le había preparado Y-Uulisaan y los que él había hecho recoger en los archivos históricos. Tal vez era la quincuagésima vez que los miraba desde la partida de Alaisor y la imagen que reflejaban no perdía melancolía pese a la repetición.

Plagas y pestilencias, como Valentine sabía perfectamente, eran tan antiguas como la agricultura misma. Ningún motivo existía para que Majipur, pese a ser un planeta afortunado, estuviera totalmente a salvo de esas enfermedades, y de hecho los archivos contenían amplios precedentes de los problemas actuales. Trastornos graves en los cultivos, a causa de enfermedades, sequías o plagas de insectos, se habían producido en más de una decena de reinados, y trastornos gravísimos en otros cinco como mínimo: durante los de Setiphon y lord Stanidor, Thraym y lord Vildivar, Struin y lord Guadeloom, Kanaba y lord Sirruth y también en los tiempos de Signor y lord Melikan, sumidos en los nebulosos recovecos del pasado.

Pero las desgracias actuales parecían mucho más amenazadoras que cualquiera de las anteriores, pensó Valentine, y no simplemente porque se trataba de una crisis en el presente y no un hecho bien enterrado en los archivos. La población de Majipur era inmensamente más numerosa que durante las plagas anteriores: veinte mil millones cuando en tiempos de, por ejemplo, Struin apenas llegaba a la sexta parte, y tan sólo un puñado de habitantes en la época de Signor. Una población tan inmensa podía verse abocada al hambre con facilidad si su base agrícola se veía trastornada. Incluso la misma estructura social de Majipur podía derrumbarse. Valentine sabía muy bien que la estabilidad de la vida del planeta durante tantísimos milenios, una experiencia totalmente contraria a la de casi todas las civilizaciones, se basaba en la naturaleza extraordinariamente benigna de la existencia en el gigantesco planeta. Puesto que nadie estaba realmente necesitado, nunca, existía conformidad casi universal con el estado de las cosas e incluso con las desigualdades del orden social. Pero si se eliminaba la certidumbre de tener el estómago lleno, todo lo demás podía derrumbarse de la noche a la mañana.

Y los sueños oscuros de Valentine, las visiones caóticas y los extraños augurios, las arañas eólicas que sobrevolaban Alhanroel y otros hechos similares, le infundían una sensación de peligro siniestro, de riesgo extraordinario.

—Mi señor, aquí está Y-Uulisaan —dijo Sleet.

Entró el experto agrícola, con aspecto vacilante y muy nervioso. Con enorme torpeza se dispuso a hacer el gesto del estallido estelar que el protocolo exigía. Valentine sacudió la cabeza con aire de impaciencia e indicó a Y-Uulisaan que tomara asiento. Señaló la zona marcada en rojo a lo largo de la Fractura de Dulorn.