—Jamás he oído tal cosa, mi señor —repuso el yort con aspecto sombrío—. Durante treinta años he navegado entre Numinor y Alaisor y jamás he visto un dragón. ¡Ni una sola vez! Y ahora es una manada entera…
—Gracias a la Dama que se alejan de nosotros —dijo Sleet.
—¿Pero qué están haciendo aquí? —preguntó Valentine.
Nadie tenía respuestas que ofrecer. Era ilógico que el desplazamiento de los dragones marinos por las partes habitadas de Majipur sufriera de pronto un cambio tan drástico, teniendo en cuenta que durante milenios las manadas marinas habían seguido rutas muy conocidas con extraordinaria fidelidad. Todas las manadas seguían plácidamente la misma ruta en sus largas migraciones alrededor del mundo, para desgracia de los dragones, ya que los cazadores de Piliplok, que sabían dónde encontrarlos, los atacaban todos los años en la estación conveniente y hacían con ellos una verdadera carnicería, a fin de vender carne, grasa, leche, huesos y otros productos extraídos del dragón marino en los mercados del planeta entero y obtener pingües beneficios. A pesar de todo los animales seguían recorriendo las mismas zonas. Los caprichos del viento, las corrientes y la temperatura les impulsaban a veces a desviarse varios cientos de kilómetros al norte o al sur de sus rutas acostumbradas, seguramente por el movimiento de las criaturas marinas que les servían de alimento. Pero jamás se había visto un desplazamiento como el presente: una manada entera de dragones estaba bordeando la parte oriental de la Isla del Sueño y, al parecer, se dirigía hacia las regiones polares, en lugar de pasar por el sur de la Isla y la costa de Alhanroel para entrar en aguas del Gran Océano.
Tampoco fue ésta la única manada avistada. Cinco días más tarde vieron otra: un grupo no tan numeroso, treinta ejemplares a lo sumo, sin dragones gigantes, que pasó a dos kilómetros de la flota. Inquietantemente cerca, opinó el almirante Asenhart, puesto que las naves que conducían a la Corona y su séquito a la Isla no llevaban armamento de importancia y los dragones eran criaturas de carácter incierto y fuerza formidable, muy dadas a destrozar los navíos desventurados que aparecieran en su camino en el momento más inoportuno.
Quedaban seis semanas de viaje. En mares llenos de dragones, seis semanas representaban muchísimo tiempo.
—Tal vez deberíamos regresar y hacer esta travesía en otra estación —sugirió Tunigorn, que era la primera vez que navegaba y que además, incluso antes de la aparición de los dragones, no consideraba la experiencia muy de su agrado.
También Sleet reflejaba enorme intranquilidad por el viaje. Asenhart estaba preocupado y Carabella pasaba largos ratos escudriñando el mar con aire taciturno, como si esperara que un dragón tratase de salir a la superficie justo por debajo del casco de la Lady Thiin. Pero Valentine, que conocía por experiencia personal la furia de los dragones marinos, y que de hecho no solamente había sido arrojado al mar por uno de ellos sino que además se había visto arrastrado a las entrañas del animal en la aventura más extravagante de sus años de exilio, hizo caso omiso de todo ello. Era esencial proseguir, insistió. Debía conversar con la Dama, debía inspeccionar el continente de Zimroel, azotado por las plagas. Regresar a Alhanroel, en su opinión, era renunciar a todas sus responsabilidades. ¿Y qué razón existía, en cualquier caso, para creer que aquellos dragones descarriados pretendían causar algún mal a la flota? Parecían concentrados en su ruta misteriosa, se movían con rapidez y determinación y no prestaban atención a los barcos cercanos.
Pero apareció un tercer grupo de dragones, una semana más tarde que el segundo. Eran cincuenta aproximadamente, tres gigantes incluidos.
—Se diría que todas las migraciones del año son hacia el norte —comentó Pandelume.
La timonel explicó que existía una decena de colonias de dragones, y todas recorrían el mundo a intervalos muy separados. Nadie sabía con exactitud cuánto tiempo tardaba una manada en completar la circunnavegación, pero ésta podía precisar décadas. Las colonias se dividían en manadas más pequeñas durante el recorrido, si bien todas se desplazaban en la dirección general. Y era evidente que aquellos dragones se habían desviado por la nueva ruta septentrional.
Tras llevarse aparte a Deliamber, Valentine preguntó al vroon si sus percepciones le ayudaban a comprender los movimientos de los dragones marinos. Los numerosos tentáculos del minúsculo ser se enroscaron formando una maraña, un gesto que Valentine interpretaba desde hacía tiempo como síntoma de inquietud.
—Capto su fuerza —fue todo lo que dijo el vroon—, y es ciertamente grande. Ya sabéis que no se trata de animales estúpidos.
—Tengo entendido que un cuerpo de ese tamaño podría contener un cerebro de dimensiones proporcionales.
—Tal es el caso. Me proyecto y percibo su presencia, y capto gran determinación, mucha disciplina. En cuanto a qué curso siguen, mi señor, no os lo sé decir hoy mismo.
Valentine trató de no tomar en serio el peligro.
—Cántame la balada de lord Malibor —dijo a Carabella una noche cuando ambos estaban sentados a la mesa. Ella le miró de un modo extraño, pero Valentine insistió y, finalmente, Carabella sacó su arpa portátil y empezó a tocar la vieja tonada:
Y Valentine recordó los versos y acompañó a Carabella
Tunigorn cambió nerviosamente de postura y estuvo a punto de derramar el vino de su vaso.
—Esta canción, mi señor, creo que es poco afortunada —murmuró.
—No tengas miedo —dijo Valentine—. ¡Ven, siéntate con nosotros!
La timonel, Pandelume, entró en el comedor en ese momento y se acercó a la mesa de la Corona. Se detuvo con algún desconcierto en su velludo semblante al oír la canción. Valentine le indicó que cantara también, pero la expresión de la skandar se hizo más sombría y Pandelume permaneció aparte, con aire de preocupación.
—¿Qué ocurre, Pandelume? —preguntó Valentine, en cuanto se apagó el sonido de los estridentes versos.