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—Se aproximan dragones por el sur, mi señor.

—¿Muchos?

—Muchísimos, mi señor.

—¿Lo veis? —estalló Tunigorn—. ¡Los hemos llamado con esta canción estúpida!

—En ese caso les alegraremos el camino —dijo Valentine— cantando otra vez la canción. Y empezó de nuevo:

Lord Malibor era gallardo y osado, y amaba el encrespado mar…

La nueva manada constaba de cientos de dragones, formaba un conjunto inmenso, era un enjambre inimaginable con nueve grandes reyes en el centro. Valentine, que conservaba su aspecto calmado, experimentó una fuerte sensación de amenaza y peligro, una impresión tan viva que casi era tangible y emanaba de los animales. Pero los dragones marinos siguieron su camino, ninguno se acercó a menos de tres millas de la flota, y la manada no tardó en desaparecer por el norte: todos sus miembros nadaban con una resolución extrañísima.

En plena noche, cuando Valentine yacía dormido con la mente abierta como siempre a la llegada del consejo que sólo los sueños pueden proporcionar, una visión rara se adueñó de su alma. En el centro de una amplia pradera tachonada de rocas angulosas y extrañas plantas sin hojas, de ramas rígidas y llenas de marcas, un gentío inmenso avanza con paso ligero, como flotando, hacia un mar distante. Valentine está entre la muchedumbre, vestido como todos con una túnica suelta de tejido blanco y diáfano que, pese a no soplar brisa alguna, se agita igual que si tuviera vida. Ningún rostro de los que le rodean es familiar y sin embargo Valentine no piensa hallarse entre desconocidos: sabe que está muy unido a esa gente, que han sido sus compañeros de peregrinación durante cierto viaje que ha durado muchos meses, tal vez años. Y la caminata ha llegado a su fin.

Allí está el mar, multicolor, chispeante, con la superficie variable como si la enturbiaran los movimientos de unas criaturas titánicas de su fondo, o quizá como respuesta al tirón de la luna ambarina e hinchada que reposa pesadamente en el cielo. En la costa, olas potentes se alzan igual que brillantes garras cristalinas y caen con tremendo silencio, fustigan las brillantes playas pero no tienen peso, más que olas parecen espíritus de olas. Y más lejos, detrás de la turbulencia, una silueta pesada y oscura asoma en el agua.

Es un dragón marino, el animal llamado dragón de lord Kinniken, que según se dice es el mayor de su raza, es el rey de los dragones jamás tocado por los arpones de los dragoneros. De su inmenso lomo, encorvado y con salientes óseos, brota un brillo irresistible, un misterioso fulgor de amatista que inunda el cielo y tiñe de violeta oscuro las aguas. Y se oye tañido de campanas, fuertes y profundo, un repiqueteo constante y solemne, un retumbo oscuro que amenaza con partir en dos el núcleo del planeta.

El dragón nada inexorablemente hacia la costa y su boca descomunal se abre como la entrada de una caverna.

—Mi hora ha llegado por fin —dice el rey de los dragones—, y vosotros me pertenecéis.

Los peregrinos, atrapados, atraídos, hipnotizados por la espléndida luz vibrante que fluye del dragón, caminan como si flotaran hacia el borde del mar, hacia la boca abierta.

—Sí. Sí. Venid a mí ¡Yo soy el rey acuático Maazmoorn y vosotros me pertenecéis!

El dragón rey ha llegado a la orilla y las olas se separan para dejarle paso, y él avanza cómodamente hacia la playa. El estrépito de las campanas aumenta más todavía: ese sonido terrible se adueña de la atmósfera y la comprime, de tal modo que los tañidos van enrareciendo el aire cada vez más, lo inmovilizan, lo calientan. El dragón rey ha desplegado el par de aletas colosales, similares a alas, que brotan de gruesas bases carnosas detrás de su cabeza, y las alas le impulsan hacia la húmeda arena. Mientras comprime su pesada forma para tocar tierra, los primeros peregrinos llegan al lugar y, sin vacilación, entran flotando en las titánicas fauces y desaparecen. Y tras éstos llegan otros, un interminable desfile de sacrificios voluntarios, personas que corren al encuentro del dragón rey mientras éste corre tierra adentro para engullirlos.

Y los peregrinos entran en la inmensa boca, quedan rodeados por ella, y Valentine está allí, y baja hacia la entrada del estómago del dragón. Penetra en una sala abovedada de tamaño infinito y descubre que el lugar está ocupado por la legión de los devorados, millones, miles de millones de criaturas: humanos, skandars, vroones, yorts, liis, susúheris y gayrogs, todas las razas de Majipur están atrapadas sin distinción en las entrañas del dragón rey.

Y a pesar de ello Maazmoorn sigue avanzando, se adentra en tierra firme y continúa alimentándose. Devora al mundo, engulle, engulle y prosigue engullendo con más voracidad, traga ciudades y montañas, continentes y mares, se lleva la totalidad de Majipur, hasta que al final no queda nada y se enrosca en el planeta igual que una serpiente que acaba de ingerir una criatura globular de enorme tamaño.

Las campanas tocan un himno triunfaclass="underline"

—¡Por fin ha empezado mi reinado!

Después del sueño Valentine no despertó por completo, permaneció flotando en la semiconsciencia, el lugar de la receptividad sensible y así continuó, tranquilo, mudo, mientras revivía el sueño, entraba por segunda vez en la boca que lo devoraba todo, analizaba y trataba de interpretar.

Más tarde le iluminó la primera luz del día y Valentine despertó. Carabella se hallaba en la cama junto a él, despierta, observándole. Él le puso una mano en el hombro y dejó que su mano se deslizara cariñosa, juguetonamente, hacia el pecho de su compañera.

—¿Un envío? —preguntó Carabella.

—No, no he percibido la presencia de la Dama, ni la del Rey. —Sonrió—. Siempre sabes cuándo estoy soñando, ¿no es cierto?

—Noté que te llegaba el sueño. Tus ojos se movían bajo los párpados, te temblaba el labio, tu nariz se agitaba como la de un animal que va de caza.

—¿Te he parecido preocupado?

—No, en absoluto. Creo que arrugaste la frente al principio, pero después sonreíste mientras soñabas y quedaste enormemente tranquilo, como si fueras hacia un destino predeterminado y lo aceptaras plenamente. Valentine se echó a reír.

—¡Ah, en ese caso un dragón marino volverá a devorarme!

—¿Eso has soñado

—Más o menos. Pero no sucedía así, en realidad. El dragón de Kinniken se acerca a la costa y yo entro en su garganta. Como todos los habitantes del planeta, creo. Y luego el dragón engulle también el planeta.

—¿Puedes interpretar tu sueño? —preguntó Carabella.

—Sólo algunas partes, fragmentos —dijo él—. La totalidad está fuera de mi alcance.

Era demasiado sencillo, no había duda, decir que el sueño era tan sólo la rememoración de un hecho de su pasado, como si tras poner en funcionamiento un cubo mágico hubiera visto la repetición de aquel extraño suceso de sus años de exilio, cuando un dragón marino le engulló después de zozobrar cerca del archipiélago Rodamaunt y Lisamon Hultin, atrapada también por la misma gorgotada, abrió una brecha en las paredes de grasa del monstruo y ambos quedaron libres. Incluso un niño tenía inteligencia suficiente para considerar un sueño en su sentido más literal, más autobiográfico.

Pero tampoco aparecía nada en los niveles más profundos, aparte de una interpretación que, siendo tan obvia, era triviaclass="underline" los movimientos de dragones observados últimamente eran otro aviso de que el mundo estaba en peligro, que una fuerza muy potente amenazaba la estabilidad de la sociedad. Pero, ¿por qué dragones marinos? ¿Qué metáfora bullía en su mente? ¿Qué había transformado a los descomunales animales marinos en la amenaza de devorar el planeta?

—Tal vez estés pensando demasiado —dijo Carabella—. Olvídalo, y el significado surgirá cuando tu cerebro esté concentrado en otras cosas. ¿Qué me dices? ¿Vamos a cubierta?