—¿Simoost?
—Ah, señor. Buenos días, señor.
—Xhama me ha dicho que estabas aquí. ¿Te encuentras bien, Simoost?
—Sí, señor. Estoy perfectamente, señor.
—¿Estás seguro?
—Perfectamente, señor. Me encuentro francamente bien. —Pero el tono del mayoral carecía de convicción.
—Si haces el favor de bajar… Tengo que enseñarte algo.
El gayrog pareció considerar atentamente la petición. Después descendió muy despacio hasta llegar a la altura donde aguardaba Etowan Elacca. Los rizos serpentinos de su cabello, que nunca estaban quietos por completo, se encogían nerviosamente, a sacudidas, y de su fuerte cuerpo escamoso brotaba un olor cuyo significado era evidente para Etowan, familiarizado desde hacía tiempo con los diversos olores de los gayrogs: enorme inquietud y recelo. Simoost trabajaba para él desde hacía veinte años y Etowan jamás había detectado ese olor en su mayoral.
—¿Señor? —inquirió Simoost.
—¿Qué te preocupa, Simoost?
—Nada, señor. Estoy perfectamente, señor. ¿Deseaba enseñarme algo?
—Esto —dijo Etowan tras sacar de su bolsillo el diente largo y ahusado descubierto en el cuadro de pinninas. Lo mantuvo en alto y agregó—: Me he topado con esto mientras hacía el recorrido del jardín hace media hora. Me pregunto si tienes la menor idea de qué es.
Los ojos verdes y sin párpados del gayrog se agitaron en un gesto de nerviosismo.
—El diente de una cría de dragón marino, señor. Eso creo.
—¿Un diente de dragón?
—Estoy totalmente seguro, señor. ¿Había otros?
—Bastantes. Otros ocho, creo.
Simoost trazó en el aire la figura de un diamante.
—¿Dispuestos en esta forma?
—Sí —replicó Etowan, intrigado—. ¿Cómo lo sabes?
—Es la figura usual. ¡Ah, hay peligro, señor, mucho peligro!
—Quieres ser misterioso, ¿no es cierto? —dijo Etowan, exasperado—. ¿De qué figura usual me hablas? ¿Qué peligro? ¡Por la Dama, Simoost, cuéntame con palabras sencillas todo lo que sepas al respecto!
El olor del gayrog cobró más acritud: indicaba enorme consternación, miedo, perplejidad. Simoost pareció esforzarse en encontrar palabras adecuadas.
—Señor —dijo por fin—, ¿sabe adónde han ido todos los que anteriormente trabajaban para usted?
—A Falkynkip, supongo, a buscar trabajo en los ranchos. ¿Pero qué tiene que ver eso con…?
—No, no han ido a Falkynkip, señor. Más al oeste. Han ido a Pidruid. A esperar la llegada de los dragones.
—¿Qué?
—Es lo que explica la revelación, señor.
—¡Simoost!
—¿No sabe nada de la revelación?
Etowan Elacca experimentó una oleada de cólera que raramente había sentido en su vida tranquila y satisfactoria.
—No sé nada de la revelación, nada —replicó con furia apenas controlada.
—Yo se lo explicaré, señor. Se lo explicaré todo.
El gayrog guardó silencio un momento, como si ordenara precisamente sus pensamientos. Finalmente llenó de aire sus pulmones.
—Existe una vieja creencia, señor, según la cual en determinado momento habrá grandes problemas en el mundo y Majipur entero quedará sumido en la confusión. Y se dice que entonces los dragones marinos saldrán del mar, vendrán a tierra firme y proclamarán un nuevo reino, y obrarán una transformación inmensa en nuestro mundo. Y ese momento será conocido como la época de la revelación.
—¿Quién ha inventado esta fantasía?
—Sí, fantasía es una buena palabra, señor. O fábula o, si le gusta más, cuento de hadas. No es científico. Damos por sentado que los dragones marinos son incapaces de salir del agua. Pero la creencia está muy difundida entre ciertas personas que obtienen gran consuelo con ella.
—¿Qué personas son ésas?
—Los pobres, sobre todo. Principalmente los liis, pero otras razas también están de acuerdo, señor. He oído decir que esta creencia prevalece entre algunos yorts y ciertos skandars. En general no es conocida por los humanos, en especial por la gente bien nacida como usted, señor. Pero le aseguro que en la actualidad mucha gente afirma que ha llegado la época de la revelación, que las plagas de los campos y la escasez de alimentos constituyen la primera señal, que pronto quedarán eliminados el Pontífice y la Corona y empezará el reinado de los reyes acuáticos. Y los que creen en esto, señor, están dirigiéndose ahora a las ciudades costeras, Pidruid, Narabal y Til-omon, para contemplar la llegada a la playa de los reyes acuáticos y ser los primeros en adorarlos. Sé que ello es cierto, señor. Está sucediendo en toda la provincia y tengo entendido que en todos los lugares del mundo. Millones de personas han iniciado la marcha hacia el mar.
—Sorprendente —dijo Etowan—. ¡Qué ignorante soy, estoy en mi insignificante mundo dentro del mundo! —Pasó un dedo de arriba abajo del diente de dragón hasta llegar a la afilada punta y la apretó con fuerza, tanto que notó dolor—. ¿Y estos dientes? ¿Qué significan?
—Tengo entendido, señor, que los colocan en diversos lugares, como señales de la revelación y como indicadores que establecen la ruta hacia la costa. Varios exploradores van por delante de la gran multitud de peregrinos que se dirige al este y colocan los dientes, y poco después los demás van siguiendo el mismo camino.
—¿Cómo saben dónde están puestos los dientes?
—Lo saben, señor. No sé cómo lo saben. Es posible que el conocimiento les llegue en sueños. Tal vez los reyes acuáticos hacen envíos, como los de la Dama y el Rey de los Sueños.
—De modo que pronto nos invadirá una horda de vagabundos…
—Eso creo, señor.
Etowan Elacca dio unas palmaditas al diente que tenía en la otra mano.
—Simoost, ¿por qué has pasado la noche entre los nikos?
—Intenté darme valor para explicarle estas cosas, señor.
—¿Por qué te hacía falta valor?
—Porque pienso que debemos huir, señor, y sé que usted no querrá hacerlo y yo no deseo abandonarle, pero tampoco deseo morir. Y creo que moriremos si nos quedamos aquí.
—¿Ya habías visto los dientes del jardín?
—Vi como los colocaban, señor. Hablé con los exploradores.
—Ah. ¿Cuándo?
—A medianoche, señor. Eran tres, dos liis y un yort. Dijeron que cuatrocientas mil personas del territorio de la Fractura oriental vienen hacia aquí.
—¿Cuatrocientas mil personas recorrerán mis tierras?
—Eso creo, señor.
—No quedará nada después de su paso, ¿me equivoco? Pasarán como una plaga de langosta. Se llevarán todos los alimentos que tengamos e imagino que saquearán la casa y matarán a cualquiera que se ponga en su camino, eso me parece. No por malicia, sino simplemente a causa de la histeria general. ¿Lo ves así también, Simoost?
—Sí, señor.
—¿Y cuándo llegarán aquí?
—Dentro de dos días, tal vez tres, eso me dijeron.
—En ese caso tú y Xhama deberías iros esta mañana, ¿no crees? Todo el personal debe irse inmediatamente. Falkynkip, diría yo. Debéis llegar a Falkynkip antes de que la muchedumbre se presente, allí estaréis a salvo.
—¿No se marchará usted, señor?
—No.
—Señor, se lo ruego…
—No, Simoost.
—¡Seguramente morirá!
—Ya he muerto, Simoost. ¿Por qué huir a Falkynkip? ¿Qué haré allí? Ya he muerto, Simoost, ¿no lo ves? Soy un fantasma.
—Señor… señor…
—No perdamos más tiempo —dijo Etowan—. Tú y tu mujer debisteis iros a medianoche, en cuanto viste cómo ponían los dientes. Vete, vete. Ahora mismo.
Dio media vuelta y bajó por la pendiente, y al volver a pasar por el jardín dejó el diente de dragón donde lo había encontrado, en el cuadro de pinninas.