A media mañana el gayrog y su esposa fueron y le imploraron que les acompañara. Estuvieron tan cerca de prorrumpir en lágrimas como puede estarlo un gayrog, ya que los ojos de los miembros de esta raza no tienen conductos lacrimales. Pero Etowan se mantuvo firme y, finalmente, los dos se marcharon sin él. Luego llamó a los demás que le habían permanecido fieles y los despidió, no sin antes entregarles todo el dinero que tenía a mano y gran parte de las reservas de la despensa.
Esa noche hizo él mismo la cena por primera vez en su vida. Juzgó notable su habilidad, teniendo en cuenta que era un novato. Descorchó la última botella de vino de palmera flamígera y bebió más de lo que habría bebido normalmente. Lo que estaba ocurriendo en el mundo le parecía muy extraño, y era muy difícil aceptarlo, pero el vino hizo más fácil las cosas. ¡Cuántos milenios de paz habían tenido! ¡Qué mundo tan placentero, cuán sencilla la vida! Pontífice y Corona, Pontífice y Corona, una sucesión serena del Monte del Castillo al Laberinto que gobernaba siempre con el consentimiento de la mayoría y en provecho de todos. Naturalmente algunos obtenían más provecho que otros, pero nadie pasaba hambre, nadie vivía en la miseria. Y todo había terminado. Cae del cielo una lluvia venenosa, los huertos se agostan, los cultivos quedan destrozados, empieza el hambre, surgen nuevas religiones, multitudes enloquecidas y voraces corren en tropel hacia el mar. ¿Lo sabe la Corona? ¿Y la Dama de la Isla? ¿Y el Rey de los Sueños? ¿Qué se está haciendo para reparar el mal? ¿Qué puede hacerse? ¿Servirán los apacibles sueños de la Dama para llenar estómagos vacíos? ¿Contendrán al gentío los amenazadores sueños del Rey? ¿Saldrá del Laberinto el Pontífice, si en realidad existe uno, para hacer soberbias proclamas? ¿Viajará la Corona de provincia en provincia, instando a la paciencia? No. No. No. No. Todo ha terminado, pensó Etowan Elacca. Qué pena que el desastre no hubiera esperado otros veinte años, quizá treinta, de forma que él hubiera muerto tranquilamente en su jardín, con éste todavía floreciente.
Estuvo en vela la noche entera, y todo permaneció en silencio.
Por la mañana creyó escuchar el primer fragor de la horda que se aproximaba por el este. Recorrió la casa y abrió todas las puertas que estaban cerradas para que los peregrinos causaran el menor daño posible al edificio cuando lo saquearan en busca de comida y vino. Era una casa maravillosa y él la adoraba y esperaba que no sufriera mal alguno.
Luego salió al jardín, anduvo entre las plantas arrugadas y ennegrecidas. Muchas, por lo que vio, habían sobrevivido a la lluvia mortífera, bastantes más de las que él creía, ya que durante aquellos meses sólo había tenido ojos para la destrucción. Pero ciertamente las plantas boca seguían floreciendo, igual que las flores nocturnas y parte de las androdragmas, los duikos, los sihornishs e incluso los frágiles árboles globo. Caminó entre las plantas durante varias horas. Pensó en entregarse a una de las plantas carnívoras, pero su muerte habría sido desagradable, meditó, una muerte lenta, sangrienta y poco elegante, y Etowan Elacca deseaba que dijeran de él, aunque no hubiera nadie para decirlo, que había sido una persona elegante hasta el fin. En consecuencia se acercó a las vides sihornish, adornadas con frutos inmaduros, todavía de color amarillo. El sihornish maduro era uno de los bocados más exquisitos, pero el fruto de color amarillo rebosaba de alcaloides mortíferos. Durante largo rato Etowan permaneció junto a las vides, sin temor alguno, simplemente porque no estaba preparado aún. Más tarde se oyeron voces, en esta ocasión voces reales, voces broncas de gente de la ciudad, muchas voces, llevadas por el fragante viento del este. Etowan estaba preparado. Sabía que era más caballeroso aguardar la llegada de los peregrinos, darles la bienvenida a sus tierras y ofrecerles los mejores vinos y la mejor comida posible. Pero falto de personal no podía ofrecer excesiva hospitalidad, al fin y al cabo. Y además, la gente de la ciudad jamás le había gustado, en particular si se trataba de huéspedes inesperados. Miró por última vez los duikos, los árboles globo y el solitario alabandino enfermo que curiosamente había sobrevivido, encomendó su alma a la Dama y notó que estaba al borde del llanto. No le pareció correcto echarse a llorar. Y por ello Etowan Elacca se llevó el sihornish amarillo a los labios y mordió con fuerza la pulpa sólida e inmadura.
8
Aunque su intención tan sólo había sido cerrar los ojos un momento para descansar antes de preparar la cena, un sueño profundo e intenso se adueñó con rapidez de Elsinome y la arrastró a un nebuloso territorio de sombras amarillentas y colinas rosadas que parecían de goma. Y aunque difícilmente podía esperar la llegada de un envío durante una siestecilla ocasional, la mujer notó una suave presión en las puertas de su alma mientras se sumía en el sueño, y comprendió que se trataba de la presencia de la Dama.
En los últimos tiempos Elsinome siempre estaba cansada. Nunca había trabajado tanto como desde que llegaron al Laberinto las noticias de la crisis en Zimroel occidental. La cafetería estaba llena todos los días, repleta de tensos funcionarios del Pontificado que intercambiaban informaciones recientes mientras tomaban un buen vaso de vino de Muldemar o una copa de la variedad dorada dulornesa: cuando estaban preocupados querían simplemente lo mejor. Y en consecuencia Elsinome tenía que ir constantemente de un lado a otro, hacer milagros con sus existencias, pedir nuevos suministros a los mercaderes… Al principio la situación fue excitante, en cierto sentido: la mujer pensó estar participando en ese momento crítico de la historia. Pero después acabó pensando que la situación era simplemente agotadora.
Su último pensamiento antes de caer dormida fue para Hissune: el príncipe Hissune, y considerar así a su hijo seguía siendo difícil. Nada había sabido de él durante meses, nada desde la llegada de aquella carta sorprendente, igual que un sueño, notificándole que el muchacho iba a entrar en los círculos más ilustres del Castillo. Después de eso Hissune le fue pareciendo cada vez más irreal, distinto por completo del muchachito listo de ojos penetrantes que en tiempos la había alegrado, consolado y sustentado. Hissune era un extraño ataviado con prendas elegantes que pasaba los días en los debates de los grandes, pronunciando increíbles disertaciones sobre el destino del mundo. Vio una imagen de su hijo ante una mesa inmensa pulida igual que un espejo, sentado entre hombres de más edad cuyos rasgos aparecían mal delineados pero que irradiaban enorme presencia y autoridad, y todos miraban a Hissune, que estaba hablando. Después la escena desapareció y Elsinome vio nubes amarillas y colinas rosadas, y la Dama entró en su mente.
Fue un envío brevísimo. Elsinome se hallaba en la Isla (lo supo por los riscos blancos y las terrazas que ascendían de modo escarpado, aunque ella jamás había estado allí, de hecho nunca había salido del Laberinto) y flotando ensoñadoramente cruzaba un jardín al principio inmaculado y airoso que de forma imperceptible se convertía en un lugar oscuro lleno de cizaña. La Dama se encontraba junto a ella, una mujer morena vestida de blanco y con aspecto triste y fatigado, muy distinta a la persona fuerte, cordial y cariñosa que Elsinome había conocido en envíos anteriores: la Dama iba encorvada, tenía los ojos bajados, casi tapados, y sus movimientos eran inseguros.
—Dame tu fuerza —murmuró la Dama.
Esto es absurdo, pensó Elsinome. La Dama nos visita para ofrecernos fuerza, no para recibirla. Pero la Elsinome del sueño no vaciló. Era vigorosa y alta, una aureola de luz fluctuaba en su cabeza y sobre los hombros. Atrajo a la Dama hacia ella, le puso la cabeza en su pecho y la abrazó con fuerza, y la Dama suspiró y parte del dolor pareció abandonarla. Después las dos mujeres se separaron y la Dama, fulgurante como la propia Elsinome, se llevó los dedos a los labios, le echó un beso y se esfumó.