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Era una hembra de edad, con el rostro áspero y curtido por la intemperie. Le faltaban dos de sus fuertes incisivos y tenía la piel de color grisáceo.

—Me llamo Guidrag —dijo.

Valentine la recordó casi al instante: la capitana de dragonero más vieja y admirada, y una más de las que se negó a aceptar como pasajeros a los malabaristas hacía años. Pero lo hizo de un modo amable y envió al grupo de Gorzval, el capitán de la Brangalyn. Valentine se preguntó si ella le recordaría: no, seguramente. Había descubierto hacía mucho tiempo que un hombre que lleva la vestimenta de la Corona tiene tendencia a ser invisible.

Guidrag pronunció un discurso de bienvenida tan tosco como elocuente en nombre de sus compañeros de barco y de todos los dragoneros y regaló a la Corona un collar hecho con tallas entrelazadas de huesos de dragón. Acto seguido Valentine agradeció el gran despliegue naval y le preguntó por qué la flota dragonera permanecía ociosa en Piliplok y no estaba de pesca en alta mar. A lo que la skandar replicó que la migración de ese año había llevado a los dragones cerca de la costa en número tan asombroso que todos los barcos habían cubierto sus cuotas legales en las primeras semanas de cacería. La temporada había terminado con la misma rapidez que empezó.

—Un año muy extraño —dijo Guidrag—. Y temo que nos aguardan más extrañezas, mi señor.

La escolta de dragoneros permaneció muy cerca durante todo el recorrido hasta el puerto. La comitiva real desembarcó en el muelle de Malibor, situado en el centro del puerto, donde aguardaba la comisión de bienvenida: el duque de la provincia con acompañamiento muy numeroso, el alcalde de la ciudad y un enjambre de funcionarios y una delegación de capitanes de los barcos dragoneros que habían acompañado hasta el puerto a la Corona. Valentine pasó por las ceremonias y saludos de ritual como alguien que sueña estar despierto: respondió con seriedad y cortesía en los momentos adecuados, se comportó con serenidad y gallardía y a pesar de todo pensó estar moviéndose entre un tropel de fantasmas.

La calle que iba del puerto al ayuntamiento, lugar de alojamiento de la Corona, se hallaba flanqueada por gruesos cordones rojos para contener a la muchedumbre y había guardias en todas partes. Valentine, a bordo de un vehículo flotante descubierto con Carabella junto a él, creyó no haber oído jamás aquel clamor, rugidos constantes e incomprensibles, una bienvenida tan jubilosa, tan atronadora que por unos instantes apartó sus pensamientos de la crisis. Pero el respiro duró muy poco, ya que la Corona, una vez acomodado en sus aposentos, pidió que le trajeran los últimos despachos y éstos contenían novedades invariablemente desconsoladoras.

Valentine supo que la plaga de lusavándula se había extendido sin que nadie supiera cómo a las provincias en situación de cuarentena no afectadas hasta entonces. La denominada plaga del ciempiés, supuestamente erradicada hacía largo tiempo, había surgido en regiones cultivadoras de zuyol, una planta forrajera importante: el hecho hacía peligrar los suministros cárnicos. Un hongo que atacaba la vid había hecho caer abundante fruta sin madurar en las tierras vinícolas de Khyntor y Ni-moya. Zimroel entero se encontraba afectado por un problema agrícola u otro, con la única excepción del remoto suroeste, los alrededores de la ciudad tropical de Narabal. Valentine mostró los informes a Y-Uulisaan.

—Ahora es imposible poner freno a esto —dijo el experto, muy serio—. Se trata de hechos ecológicamente relacionados: el aprovisionamiento de Zimroel quedará totalmente afectado, mi señor.

—¡Hay ocho mil millones de personas en Zimroel!

—Cierto. Y cuando las plagas se extiendan a Alhanroel… Valentine sintió un escalofrío.

—¿Piensa que pasará eso?

—¡Ah, mi señor, estoy convencido de ello! ¿Cuántos barcos van de un continente a otro semanalmente? ¿Cuántas aves, incluso insectos, hacen ese recorrido? El mar Interior no es demasiado amplio y la Isla y los archipiélagos constituyen excelentes posadas en mitad del camino. —Con una sonrisa extrañamente serena, el experto agrícola añadió—: Os lo aseguro, mi señor, esto no tiene remedio, es imposible hacerle frente. Habrá inanición. Habrá epidemias. Majipur va a ser devorada.

—No. No es cierto.

—Si pudiera ofreceros palabras de consuelo, lo haría. No tengo consuelo para vos, lord Valentine.

La Corona miró fijamente los extraños ojos de Y-Uulisaan.

—El Divino nos ha mandado esta catástrofe —dijo—. El Divino nos librará de ella.

—Es posible. Pero no antes de que haya daños enormes. Mi señor, solicito autorización para retirarme. ¿Podría examinar estos documentos durante una hora más o menos?

Cuando se marchó Y-Uulisaan, Valentine permaneció sentado un rato a fin de pensar una vez más en lo que se proponía hacer, algo que cada vez parecía más urgente dado el carácter calamitoso de los últimos partes. Más tarde hizo llamar a Sleet, Tunigorn y Deliamber.

—Es mi intención cambiar la ruta del gran desfile —dijo sin más preámbulo.

Los tres intercambiaron miradas de complicidad, como si llevaran semanas esperando una sorpresa desagradable de ese tipo.

—Ahora no iremos a Ni-moya. Anulad todos los preparativos a partir de Ni-moya. —Vio que los tres le miraban de modo tenso y sombrío y comprendió que no iba a conseguir apoyo sin luchar—. En la Isla del Sueño —prosiguió— tuve la certeza de que las plagas que asolan Zimroel, y que dentro de poco podrían afectar también a Alhanroel, son demostración directa del descontento del Divino. Tú, Deliamber, me planteaste ese tema hace tiempo, cuando estábamos en las ruinas de Velalisier y sugeriste que los problemas del reino, surgidos por causa de mi destronamiento, podían ser el principio del castigo por haber aplastado a los metamorfos. En Majipur hemos recorrido un largo trecho, dijiste, sin purgar el pecado original de los conquistadores, y ahora nos domina el caos porque el pasado nos pide cuentas finalmente, intereses incluidos.

—Lo recuerdo. Eso dije, prácticamente así mismo.

—Y yo contesté —continuó Valentine— que dedicaría mi reinado a reparar las injusticias que impusimos a los metamorfos. Pero no lo he hecho. Me he preocupado por otros problemas y tan sólo he hecho el gesto más superficial posible para llegar a un acuerdo con los cambiaspectos. Y mientras yo perdía el tiempo, el castigo se ha intensificado. Puesto que estoy en Zimroel, es mi intención ir a Piurifayne.

—¿A Piurifayne, mi señor? —dijeron Sleet y Tunigorn casi en el mismo instante.

—A Piurifayne, a la capital metamorfa, a Ilirivoyne. Me reuniré con la Danipiur. Escucharé sus demandas, tomaré conocimiento…

—Ningún monarca ha ido jamás a territorio metamorfo —le interrumpió Tunigorn.

—Hubo uno —repuso Valentine—. En mis años de malabarista estuve allí y actué, de hecho, ante un público formado por metamorfos y ante la misma Danipiur.

—Eso es distinto —dijo Sleet—. Podíais hacer cuanto queríais, cuando erais malabarista. Cuando estuvimos con los metamorfos, vos apenas creíais que erais la Corona. Pero ahora que lo sois sin duda alguna…

—Iré. Será una peregrinación de humildad, el principio de un acto de expiación.

—¡Mi señor! —farfulló Sleet. Valentine sonrió.

—Adelante. Ofréceme todos los argumentos en contra. Desde hace semanas espero tener un debate terrible y largo con vosotros tres y creo que ahora ha llegado el momento. Pero antes dejadme deciros una cosa: cuando termine la discusión, iré a Piurifayne.

—¿Y nada os hará dudar? —inquirió Tunigorn—. Si hablamos de los riesgos, la contravención del protocolo, las consecuencias políticas posiblemente adversas, el…