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—Vámonos —dijo—. Se está haciendo tarde, príncipe Hissune.

Era tarde, ciertamente, pero a Hissune le resultó prácticamente imposible conciliar el sueño. He visto al Pontífice, pensó una y otra vez. He visto al Pontífice. Permaneció en vela y muy agitado durante toda la noche, mientras la imagen del anciano Tyeveras ardía en su mente. Y esa imagen no se obscureció tampoco cuando llegó el sueño, sino que se hizo más brillante: el Pontífice ocupando el trono en el interior de la esfera de vidrio. ¿Acaso lloraba el Pontífice?, se preguntó el príncipe. Y si tal era el caso, ¿por quién lloraba?

Al mediodía de la jornada siguiente, Hissune, acompañado por una escolta oficial, hizo el trayecto hasta el anillo externo del Laberinto y se desplazó al Atrio de Guadeloom, al piso pequeño y destartalado en el que había vivido tantos años.

Elsinome había insistido en que esa visita era incorrecta, que para un príncipe del Castillo la visita a un lugar tan ruin como Atrio de Guadeloom significaba faltar gravemente al protocolo, aunque fuera con el objetivo de ver a su madre. Pero Hissune no había hecho caso de las objeciones.

—Iré a verte —dijo—. No debes ser tú la que venga a verme, madre.

La mujer no parecía haber cambiado demasiado con los años transcurridos desde la última vez que se vieron. En todo caso su aspecto era más fuerte, más vigoroso. Pero tenía un rasgo de cansancio poco normal en ella, pensó Hissune. Extendió los brazos hacia ella y su madre reflejó vacilación, nerviosismo, casi como si no reconociera a su hijo.

—¿Madre? —dijo el príncipe—. Me reconoces, ¿verdad, madre?

—Quiero creer que sí.

—No he cambiado, madre.

—Tu forma de comportarte… tu mirada… la ropa que vistes…

—Sigo siendo Hissune.

—El príncipe regente Hissune. ¿Y dices que no has cambiado?

—Todo ha cambiado ahora, madre. Pero algunas cosas siguen igual.

Elsinome pareció tranquilizarse un poco al oír esas palabras, su tensión disminuyó como si aceptara al joven. Hissune se acercó y la abrazó. Después la mujer dio un paso atrás.

—¿Qué va a ser del mundo, Hissune? ¡Oímos muchas cosas terribles! Dicen que la gente se muere de hambre en provincias enteras. Que se han proclamado nuevos monarcas. Y lord Valentine… ¿Dónde está lord Valentine? Aquí abajo apenas sabemos qué pasa fuera. ¿Qué será del mundo, Hissune?

El joven meneó la cabeza.

—Todo está en manos del Divino, madre. Pero te aseguro una cosa: si existe un medio para salvar al mundo de este desastre, lo salvaremos.

—Noto que tiemblo, cuando te oigo decir lo salvaremos. A veces, en sueños, te veo en el Monte del Castillo rodeado de grandes señores y príncipes… Y veo que ellos te miran, los veo pidiéndote consejo. ¿Puede ser cierto? He podido comprender algunas cosas, porque la Dama me visita a menudo mientras duermo, ¿lo sabías?… Pero aun así, queda mucho por comprender, muchas cosas que asimilar…

—¿Dices que la Dama te visita a menudo?

—Hasta dos o tres veces por semana. Me siento muy privilegiada por eso. Aunque también me preocupa: verla tan cansada, notar el peso que oprime su alma… Ella se presenta para ayudarme, ¿sabes?, pero a veces pienso que debería ayudarla yo, que debería prestarle mi fuerza, dejarle que se apoye en mí…

—Así será, madre.

—¿Te he entendido bien, Hissune?

Hissune tardó un largo instante en contestar. Examinó la destartalada habitación, contempló los viejos recuerdos de su infancia, las cortinas raídas, los muebles deshechos y pensó en la elegante sala donde había pasado la noche y los aposentos del Monte del Castillo que le pertenecían.

—No seguirás aquí mucho tiempo, madre —dijo.

—¿Adónde voy a ir? Hissune titubeó de nuevo.

—Creo que me nombrarán Corona, madre —contestó en voz baja—. Y cuando lo hagan, irás a la Isla e iniciarás una tarea nueva y difícil. ¿Comprendes mis palabras?

—Cómo no.

—¿Y estás preparada madre?

—Haré lo que deba hacer —le aseguró su madre.

Elsinome sonrió y sacudió la cabeza con aire incrédulo. Pero con el mismo movimiento alejó la incredulidad. Extendió las manos y abrazó a Hissune.

9

—Y ahora que corra la voz —dijo Faraataa.

Era la Hora de la Llama, el mediodía, y el sol se alzaba sobre Piurifayne. Ese día no habría lluvia: la lluvia era intolerable pues ese día era el día en que iba a correr la voz, un hecho que debía acontecer bajo un cielo sin lluvia.

Faraataa se hallaba en lo alto de una impresionante plataforma de mimbre desde la que divisaba el enorme claro abierto en la jungla por sus simpatizantes. Miles de árboles talados, un tajo inmenso en el seno de la tierra. Y en ese vasto espacio abierto se encontraban los seguidores del piurivar, codo a codo, en toda la extensión que él podía observar. A ambos lados se erguían las pronunciadas formas piramidales de los nuevos troncos, casi tan elevados como la plataforma. Estaban construidos con troncos cruzados, entrelazados de acuerdo con el estilo antiguo, y de sus cúspides brotaban las dos banderas de la redención, la roja y la amarilla. Eso era Nueva Velalisier, en plena jungla. El año próximo, en las mismas fechas, decidió Faraataa, los ritos se celebrarían en la genuina Velalisier allende el mar, en cuanto estuviera consagrada de nuevo.

Faraataa efectuó los Cinco Cambios, con naturalidad, deslizándose serenamente de una forma a otra: la Mujer Roja, el Gigante Ciego, el Desollado, el Último Rey. Todos los cambios fueron saludados con sibilantes exclamaciones de los presentes, y cuando Faraataa realizó el último y adoptó la apariencia del Príncipe Venidero, el estruendo fue ensordecedor. Todos pronunciaron el nombre del caudillo en un crescendo incontenible:

—¡Faraataa! ¡Faraataa! ¡FARAATAA!

—¡Yo soy el Príncipe Venidero y el Rey Real! —exclamó él, como tantas veces había gritado en sueños.

—¡Viva el Príncipe Venidero que es el Rey Real! —replicó el público.

—Unid vuestras manos, y vuestros espíritus, y llamemos a los reyes acuáticos —dijo Faraataa.

Todos unieron sus manos y espíritus y Faraataa notó que la fuerza del conjunto le inundaba, e hizo la llamada.

—¡Hermanos del mar!

Oyó la música de los reyes. Captó los enormes cuerpos que se agitaban en las profundidades. Todos los reyes respondieron: Maazmoorn, Girouz, Sheitoon, Diis, Narain y muchos más. Y participaron, y prestaron su fuerza, y se convirtieron en un megáfono para las palabras del líder.

Y las palabras de Faraataa corrieron por todos los territorios y llegaron a todos los seres capacitados para oírlas.

—¡Vosotros, nuestros enemigos, prestad atención! ¡Sabed que os hemos declarado la guerra y que ya estáis derrotados! ¡Ha llegado el momento de ajustar cuentas! ¡No podéis vencemos! ¡No podéis vencernos! ¡Habéis empezado a perecer y nada podrá salvaros!

—¡Faraataa! ¡Faraataa! ¡Faraataa!

Las aclamaciones cobraron más fuerza. La piel del caudillo empezó a brillar. Sus ojos emitían resplandores. Se había convertido en el Príncipe Venidero, en el Rey Real.

—Durante catorce mil años este mundo ha sido vuestro. Ahora lo hemos recuperado. ¡Abandonadlo todos vosotros, extranjeros! ¡Meteos en vuestras naves y marchaos a las estrellas de las que salisteis, porque ahora este planeta nos pertenece! ¡Fuera!

—¡Faraataa! ¡Faraataa!

—¡Marchaos, o sufriréis toda nuestra ira! ¡Marchaos o que el mar os trague! ¡Marchaos o no tendremos piedad de nadie!

—¡Faraataa!

Extendió los brazos. Abrió su ser al torrente de energía de las almas unidas ante él y de los reyes acuáticos que eran su solaz y sustento. La época de exilio y sufrimiento estaba acabando, no había duda. Estaban a punto de ganar la guerra santa. Iban a aplastar a los que habían hurtado y ocupado el planeta igual que un enjambre de insectos depredadores.