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Los metamorfos, en su primera tentativa de insurrección poco después de que lord Valentine accediera al trono, comprendían a la perfección el poder del Rey de los Sueños. Y cuando el jefe del clan, el anciano Simonan, cayó enfermo substituyeron astutamente al moribundo por un cambiaspecto. Dicha maniobra desembocó en la usurpación del trono de lord Valentine por Dominin, el hijo menor de Simonan, aunque el efímero monarca jamás llegó a sospechar que la persona que le había incitado a tal aventura no era su padre sino un impostor piurivar.

Y de hecho, pensó Valentine, Sleet estaba en lo cierto: qué extraño que la Corona recurriera casi como un pordiosero a los Barjazid al comprobar que su trono se hallaba de nuevo en peligro.

La llegada a Suvrael era prácticamente una casualidad. En la retirada de Piurifayne, Valentine y su comitiva habían seguido una ruta directa hacia el mar, hacia el sureste, ya que era obviamente temerario ir en dirección norte hasta la rebelde Piliplok. Y la región central de la costa gihornesa carecía de ciudades y puertos de mar. Finalmente llegaron cerca de la punta sur de Zimroel oriental, a la aislada provincia de Bellatule , un territorio húmedo y tropical repleto de hierba alta y mellada, marismas de lodo picante y serpientes con plumas.

Los habitantes de Bellatule eran yorts principalmente: gente seria y melancólica con ojos saltones y bocas enormes llenas de hileras de cartílago gomoso, elástico. Casi todos ganaban el sustento gracias al comercio: recibían productos manufacturados de Majipur entero y los reenviaban a Suvrael a cambio de ganado. Dado que la crisis mundial había producido un fuerte descenso de la producción y la casi total interrupción del tráfico entre provincias, los comerciantes de Bellatule sufrían una baja notable en sus negocios. Pero al menos no padecían hambre, ya que la provincia era autosuficiente en general por lo que a productos alimenticios se refería; dependían en gran medida de la pesca, muy abundante, y su escasa producción agrícola no estaba afectada por las plagas que azotaban otras regiones. Bellatule parecía estar en calma y mantenía su lealtad al gobierno central.

Valentine esperaba embarcar allí con rumbo a la Isla, para discutir cuestiones estratégicas con su madre. Pero los patrones del puerto de Bellatule le aconsejaron insistentemente que no viajara a la Isla en aquellos momentos. «De aquí no sale un barco hacia el norte desde hace meses», le explicaron. «Por culpa de los dragones: se han vuelto locos, aplastan cualquier embarcación que navega costa arriba o se dirige al archipiélago. Viajar hacia el norte o hacia el este en estas condiciones sería simplemente un suicidio.» Opinaban que aún debían pasar otros seis u ocho meses para que los últimos grupos de dragones que bordeaban la punta sureste de Zimroel completaran su trayecto hacia aguas septentrionales y dejaran libres de nuevo las rutas marítimas.

La perspectiva de quedar atrapado en Bellatule, un lugar remoto y oscuro, consternó a Valentine. Volver a Piurifayne era absurdo. Y cualquier recorrido que bordeara la provincia metamorfa para entrar en el vasto centro del continente sería muy lento y arriesgado. Pero había otra opción. «Podemos llevaros a Suvrael, mi señor», dijeron los capitanes. «Los dragones no han entrado en aguas meridionales y la ruta continúa abierta.» ¿Suvrael? Al principio la idea le pareció grotesca. Pero finalmente Valentine pensó, ¿por qué no? La ayuda de los Barjazid podía ser valiosa y ciertamente no había que desdeñarla. Quizá hubiera alguna ruta marítima que llevara desde el continente meridional hasta la Isla, o hasta Alhanroel, una ruta que los alejara de la zona infestada de dragones revoltosos. Sí. Sí.

Y se decidió: Suvrael. El viaje fue rápido. Y la flotilla de mercaderes de Bellatule, tras deslizarse hacia el sur siempre con el viento abrasador en contra, hizo finalmente su entrada en el puerto de Tolaghai.

La ciudad se calcinaba con el calor del atardecer. Era un lugar deprimente, una masa confusa de edificios del color del barro con una o dos plantas que se extendían por toda la costa y retrocedía interminablemente hacia la franja de colinas que delimitaban la llanura costera y el brutal desierto del interior. Mientras la comitiva era escoltada hacia el puerto, Carabella miró a Valentine con aire de consternación. Él le contestó con una sonrisa de ánimo, aunque sin excesiva convicción. El Monte del Castillo parecía hallarse no a veinte mil sino a diez millones de kilómetros.

Pero en el patio de la aduana aguardaban cinco vehículos magníficos adornados con gallardetes dorados, purpúreos y amarillos, los colores del Rey de los Sueños. Guardias ataviados con uniformes de gala de idénticos colores se hallaban junto a los flotacoches. Y cuando Valentine y Carabella se acercaron, un hombre alto y vigoroso de espesa barba negra con motas grises salió de uno de los vehículos y se acercó lentamente hacia los monarcas, cojeando un poco.

Valentine recordaba perfectamente aquella cojera, ya que en tiempos le había pertenecido. Igual que el cuerpo del barbudo, ya que se trataba de Dominin Barjazid, el usurpador: las órdenes de éste habían introducido a lord Valentine en el cuerpo de un hombre rubio desconocido a fin de que el Barjazid, tras apoderarse del de la Corona, pudiera gobernar en el Monte del Castillo. Y la cojera se la había producido el mismo Valentine siendo joven, hacía mucho tiempo, al romperse la pierna en un accidente absurdo mientras cabalgaba con Elidath en el bosque pigmeo de Amblemorn.

—Mi señor, bienvenido —dijo Dominin Barjazid con gran cordialidad—. Nos hacéis un gran honor con esta visita, que tantos años hemos aguardado.

De forma sumamente obsequiosa hizo ante Valentine el gesto del estallido estelar, con manos temblorosas, como pudo ver la Corona. Valentine no se impresionó en absoluto. Era una experiencia extraña y desconcertante, ver de nuevo su primer cuerpo, poseído por otra persona. No se había molestado en correr el riesgo de recobrarlo, tras la derrota de Dominin, pero a pesar de todo el hecho de que el alma de otro contemplara el mundo a través de sus ojos le producía enorme confusión. Como también se la producía el ver al usurpador tan arrepentido y limpio de culpa y tan sincero en su hospitalidad.

En tiempos algunas personas expresaron su deseo de condenar a muerte a Dominin por su crimen. Pero Valentine jamás cedió a sus deseos. Quizá un rey bárbaro del mundo prehistórico hubiera hecho ejecutar a sus enemigos, pero ningún crimen, ni siquiera el intento de matar a un monarca, había merecido esa condena en Majipur. Además, el derrotado Dominin había caído en la locura: su cerebro quedó totalmente trastornado al saber que su padre, el supuesto Rey de los Sueños, era en realidad un impostor metamorfo.

Habría sido absurdo imponer castigo a un ser tan arruinado. Valentine, nada más recuperar el trono, perdonó a Dominin y lo entregó a los emisarios familiares a fin de que pudiera regresar a Suvrael. El usurpador fue mejorando con el paso del tiempo y varios años más tarde solicitó autorización para personarse en el Castillo a fin de implorar el perdón de la Corona. «Ya tenéis mi perdón», le replicó Valentine. Pero Dominin se presentó a pesar de todo, se arrodilló con suma humildad y sinceridad ante la Corona en el transcurso de una jornada de audiencia en el salón del trono de Confalume y libró su espíritu del peso de la traición.