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Carabella guardó silencio unos instantes, mientras contemplaba a Valentine.

—¿De verdad eres capaz de leer los pensamientos del dragón?

—No, no. Noto la mente del dragón. Noto su presencia. No puedo leer nada. El dragón es un misterio para mí, Carabella. Cuanto más me esfuerzo en llegar hasta él, con tanta más facilidad me rechaza.

—Está dando la vuelta. Se aleja de nosotros.

—Sí. Noto que me cierra su mente… me hace retroceder, no me deja pasar…

—¿Qué pretendía el dragón, Valentine? ¿Qué ha averiguado?

—Ojalá lo supiera —contestó Valentine.

Se agarró con fuerza a la barandilla, agotado, tembloroso. Carabella le cogió la mano un momento, se la apretó y acto seguido la apartó y ambos quedaron de nuevo en silencio.

Valentine no lo comprendía. Sabía tan poco… Y era esencial que comprendiera. Era la persona por cuya mediación podía resolverse el caos mundial y restablecerse la unidad: de eso no tenía la menor duda. Él, sólo él, podía poner en armonía a las fuerzas contendientes. ¿Pero cómo? ¿Cómo?

Hacía años, cuando la muerte de su hermano le convirtió en rey de forma inesperada, Valentine aceptó la responsabilidad sin un murmullo, entregándose por completo a la tarea aunque a menudo su dignidad real le parecía un carro que le arrastraba despiadadamente. Pero como mínimo gozaba de la instrucción que debía tener un rey. Y ahora empezaba a creer que Majipur le exigía convertirse en un dios y a ese respecto no tenía instrucción alguna.

Captó al dragón en las cercanías, no muy lejos. Pero no logró establecer un contacto real y al cabo de unos minutos desistió. Permaneció en cubierta hasta el crepúsculo con la mirada fija en el norte como si esperara ver la Isla de la Dama reluciendo como un faro en la oscuridad.

Pero la Isla se hallaba aún a varias jornadas de distancia. Los barcos estaban cruzando las latitudes de la gran península denominada Stoienzar. La ruta marítima entre Tolaghai y la Isla atravesaba el Mar Interior hasta llegar casi a Alhanroel, prácticamente hasta la punta de Stoienzar y luego viraba hacia el lado oriental del archipiélago Rodamaunt para concluir en el puerto de Numinor. Esta ruta aprovechaba en gran medida el viento dominante del sur y la fuerte corriente de las Rodamaunt: era mucho más rápido ir de Suvrael a la Isla que de ésta a Suvrael.

Esa noche hubo muchos comentarios sobre el dragón. En invierno aquellas aguas rebosaban de esos animales, ya que los supervivientes de la temporada otoñal de caza solían pasar por la costa de Stoienzar en el trayecto hacia el este de regreso al Gran Océano. Pero no era invierno y, como ya habían tenido oportunidad de observar Valentine y sus acompañantes, los dragones habían seguido una ruta extraña ese año, hacia el norte por la costa occidental de la Isla en dirección a un misterioso punto de reunión situado en latitudes polares. En esa época, no obstante, había dragones en cualquier punto del mar, o así lo parecía, y ¿quién sabía el por qué? Yo no, pensó Valentine. Ciertamente no.

Estuvo sentado tranquilamente junto a sus amigos, sin apenas pronunciar palabra, mientras recobraba fuerzas y se sosegaba.

Por la noche, despierto y con Carabella junto a él, oyó las voces de Majipur. Escuchó gritos de hambre en Khyntor y gemidos de miedo en Pidruid, exclamaciones coléricas de las fuerzas de vigilancia que recorrían las adoquinadas calles de Velathys y los aullidos de los oradores callejeros en Alaisor. Oyó su nombre, cincuenta millones de veces. Oyó a los metamorfos, que en su húmeda jungla saboreaban el triunfo que por fuerza debía llegar y oyó a los dragones comunicándose con tonos solemnes en el lecho del mar.

También notó en su frente el toque frío de la mano de su madre. Y la Dama le dijo: «Pronto estarás conmigo, Valentine, y yo te consolaré.» Después apareció el Rey de los Sueños para aseverar: «Esta noche atravesaré el mundo en busca de vuestros enemigos, Corona amiga, y si me es posible obligarlos a hincarse de rodillas, bien, eso es precisamente lo que haré.» Todo ello significó cierto reposo para él, hasta que empezaron otra vez los gritos de consternación y pena, el canto de los dragones, los murmullos de los cambiaspectos… Y la noche se transformó en mañana y Valentine salió de la cama más cansado que cuando se acostó.

Pero en cuanto los barcos cruzaron la punta de Stoienzar y entraron en las aguas que separaban Alhanroel de la Isla, el malestar de Valentine cedió en parte. El bombardeo de angustias que llegaba de todas partes del planeta no cesó, mas el poder de la Dama era soberano en esa región e iba cobrando fuerza día tras día; Valentine veía mentalmente a su madre, ayudándole, guiándole, consolándole. En Suvrael, ante el pesimismo del Rey de los Sueños, la Corona había manifestado de forma elocuente su convicción respecto a que era posible componer el planeta.«No hay esperanza», dijo Minax Barjazid, a lo que Valentine replicó: «La hay, sólo tenemos que buscarla. Yo conozco el método.» Barjazid replicó: «No hay método para ello y todo está perdido.» Y Valentine le dijo: «Apoyadme, y yo os mostraré el camino.» Y finalmente consiguió arrancar a Minax de su debilidad y obtuvo el reacio apoyo del Rey de los Sueños. La migaja de esperanza encontrada en Suvrael se había deslizado en parte de su mano durante el viaje hacia el norte, pero volvía a ser sólida.

La Isla se encontraba muy cerca. Día tras día descollaba más en el horizonte y todas las mañanas, mientras el sol naciente iluminaba su parte oriental, los muros gredosos constituían un brillante espectáculo, color rosa pálido con la primera luz del día, después un tono escarlata deslumbrante que poco a poco se convertía en oro y finalmente cuando el astro se hallaba en lo alto, un blanco total y esplendoroso, una blancura que recorría las aguas como el resonar de unos platillos gigantescos y el sonido repentino de una gran melodía sostenida.

En el puerto de Numinor la Dama aguardaba a la Corona en el edificio denominado los Siete Muros. Una vez más la jerarca Talinot Esulde fue la encargada de conducir a Valentine a la Sala Esmeralda y una vez más Valentine encontró a su madre de pie entre los maceteros de los tanigales, risueña, con los brazos extendidos hacia él.

Pero había sufrido cambios asombrosos y turbadores, observó Valentine, desde la última reunión en aquella misma sala no hacía un año todavía. Su cabello moreno estaba cruzado por franjas blancas. El cordial brillo de sus ojos se había apagado casi por completo y el tiempo había hecho incursiones incluso en su porte majestuoso, le había redondeado los hombros, le había hundido la cabeza en éstos y la había empujado hacia adelante. En tiempos la Dama le había parecido una diosa. En ese momento le pareció una diosa que gradualmente se transformaba en una anciana, un ser totalmente mortal.

Se abrazaron. La Dama tenía una apariencia tan liviana que cualquier ráfaga de viento podía arrastrarla. Bebieron vino dorado y frío y Valentine le comentó sus andanzas en Piurifayne, el viaje a Suvrael, el encuentro con Dominin Barjazid y el placer que le había causado ver al que fue su enemigo con la mente sana de nuevo y mostrándose fiel a quien correspondía.

—¿Y el Rey de los Sueños? —preguntó la Dama—. ¿Estuvo cordial?

—En grado sumo. Hubo gran cordialidad entre los dos, cosa que me sorprende.

—Los Barjazid no suelen ser adorables. Supongo que lo impide la naturaleza de la vida que llevan en esas tierras y sus terribles responsabilidades. Pero no son los monstruos que la gente ve. Ese Minax es un hombre brutal… lo percibo en su espíritu, cuando nuestras mentes se encuentran muy de vez en cuando. Pero también es fuerte y virtuoso.

—Tiene una visión desesperada del futuro, pero se ha comprometido a apoyarnos en todo cuanto debamos hacer. En estos momentos está fustigando al mundo con sus potentes envíos, con la esperanza de poner fin a la locura.