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Las calles se iban ensanchando según avanzaba; los bazares iban escaseando y las casas aumentando de tamaño. Se podían ver ciruelos, cuyas ramas asomaban sobre las tapias. Por fin, entró en una plaza cuadrada formada por cuatro casas. Había allí unos guardias, ligeramente armados y en cuclillas, pues aún no se había discurrido la posición «en su lugar, descanso». Pero se levantaron y empuñaron cautamente sus armas cuando Everard se aproximé. Este podía simplemente haber cruzado la plaza, pero cambió su rumbo y llamó a uno que parecía el capitán.

—¡Saludos — señor! ¡Que te ilumine un sol brillante!

La lengua persa, que había aprendido en una hora, bajo la hipnosis, fluía sin dificultad de sus labios.

—Busco hospitalidad en casa de algún grande hombre que guste de escuchar mis pobres relatos de viajero por tierras extrañas.

—¡Ojalá vivas mil años! —repuso el guardia.

Everard recordó que no debía darle propina; aquellos persas, del mismo clan de Ciro, eran gente orgullosa y brava: cazadores, pastores y guerreros. Todos hablaban con la digna cortesía que fue común a su tipo a través de la Historia.

—Yo sirvo a Creso, el lidio, servidor del Gran Rey. El no rehusará su techo a un…

—Peregrino de Atenas —aclaró Everard.

Aquella procedencia podía explicar su ancha contextura, ágil complexión y corto cabello.

Se había visto forzado a dar a su barbilla una apariencia vandickiana. Herodoto no era el primer griego trotamundos, y, por ello, un ateniense no tenía por qué ser excesivamente exagerado. Al mismo tiempo, medio siglo antes de Maratón, los europeos eran aún lo bastante raros aquí para excitar el interés.

Se llamó a un esclavo para que avisara al mayordomo, quien, a su vez, envió a otro esclavo. Este invitó al extranjero a trasponer la verja. El jardín al que daba acceso era todo lo fresco y verde que cabía desear; no había miedo de que robasen ninguna de sus pertenencias bajo aquel techo. La comida y bebida serían buenas y, en fin, el propio Creso recibiría al huésped. «Estamos de suerte», se dijo Everard, y aceptó un baño caliente, aceites fragantes, vestidos frescos, dátiles y vino que trajeron a su habitación, amueblada austeramente: un jergón y un grato panorama. Solo echó de menos un cigarrillo…

Seguro que si Keith había, irremediablemente, muerto…

—¡ Diablos y ranas purpúreas! —musitó Everard—. Es peor pensar en ello.

4

Después del crepúsculo, hizo frío. Se encendieron las lámparas con mucha ceremonia (el fuego era sagrado) y se avivaron los braseros. Un esclavo se postró para anunciar que el señor estaba servido. Everard le acompañéóa través de un largo corredor donde vigorosas pinturas murales reproducían el Sol y el Toro de Mithra, y pasando al lado de dos lanceros entraron en un pequeño cuarto, brillantemente iluminado, con olor a incienso y profusión de alfombras. Había preparados dos lechos a la manera helénica junto a una mesa, cubierta de manjares nada griegos, en platos de metales preciosos; esclavos camareros aguardaban al fondo y armoniosa música china salía a través de una puerta interior.

Creso, de Lidia, hizo un gracioso movimiento de cabeza. Antaño había sido hermoso; sus rasgos eran regulares, pero parecía haber envejecido mucho desde pocos años antes, cuando su poder y riqueza eran proverbiales. Tenía grises la barba y el largo cabello; llevaba una clámide griega, pero sus vestiduras eran rojas, al modo persa.

—¡Alégrate, peregrino de Atenas! —dijo en griego, y levantó la cara.

Everard le besó en la mejilla, como estaba indicado. Era un gesto simpático del anfitrión mostrar así que su huésped apenas le era inferior en categoría, aunque Creso hubiera estado comiendo ajo. Everard respondió:

—Alégrate, señor. Mil gracias por tu bondad.

—Esta solitaria comida no es por despreciarte —aclaró el ex rey—. Solo pensé… —y al decirlo, dudaba—. Siempre me he considerado próximo pariente de los griegos y podíamos hablar de cosas serias.

—Mi señor me honra más de lo que merezco —respondió Everard.

Se cumplieron varios rituales y, finalmente, llegó la comida. Everard se explayó en la narración que traía preparada sobre sus viajes; de cuando en cuando, Creso hacia una pregunta, sorprendentemente aguda; pero el patrullero pronto aprendió a evadirías.

—En efecto, los tiempos cambian; eres afortunado al vivir en el alba de una nueva Edad —decía Creso.

—Nunca he conocido el mundo con un rey más glorioso…, etcétera, etcétera —respondía Everard para los oídos de los espías reales que, sin duda, figuraban entre los servidores. Lo que resultó ser verdad.

—Los mismos dioses han favorecido a nuestro rey —proseguía Creso—. Si yo hubiera sabido cómo le protegían (porque, en verdad, lo creí una simple fábula), no habría osado oponerme a él. Porque, sin duda alguna, es el Elegido.

Everard sostenía su papel de griego, aguando el vino y deseando haber escogido una nacionalidad menos temperante.

—¿Qué me cuentas, señor? —preguntó— Sabía solamente que el Gran Rey era hijo de Cambises, el cual gobernó esta provincia como vasallo del medo Astíages. ¿Hay algo más?

Creso se inclinó hacia delante. A la incierta luz, sus ojos tenían una curiosa y brillante mirada, una mezcla dionisíaca de terror y entusiasmo, que el siglo de Everard había olvidado hacía tiempo.

—Óyeme, y da de ello cuenta a tus compatriotas —dijo—: Astiages casó a su hija Mandana con Cambises porque sabia que los persas estaban inquietos bajo su pesado yugo y quería que los jefes estuvieran ligados a su casa. Pero Cambises se debilitó y enfermó. Si llegaba a fallecer y su hijo Ciro, aún niño, le sucedía, pudiera originarse una turbulenta regencia de nobles persas no afectos a Astiages. Además, los sueños le advertían que Ciro había de poner fin a su dominación. Por todo ello, Astiages ordenó a su pariente Ojo Aurvagaush (Creso traducía el nombre de Harpago lo mismo que helenizaba todos los nombres locales) hacer desaparecer al príncipe. Harpago se llevó al niño pese a las protestas de la reina Mandana, pues Cambises estaba demasiado enfermo para evitarlo, y la misma Persia no podía rebelarse sin preparación. Pero Harpago no se decidía a terminar con el niño. Lo cambió por el aborto de la mujer de un pastor de las montañas a quien le hizo jurar el secreto. El niño muerto fue envuelto en regios pañales y abandonado en la falda de una colina; de allí a poco, unos oficiales de la corte de Medio fueron requeridos para dar testimonio de que había sido expuesto, y lo enterraron. Ciro, nuestro señor, se crió como un zagal de una majada. Cambises vivió aún veinte años sin engendrar otros hijos ni ser bastante fuerte para vengar a su primogénito. Por último, murió sin sucesión a la que los persas pudieran sentirse obligados a obedecer, y Astiages temió trastornos. Por esta época apareció Ciro, y, acreditada su identidad por varias señales, Astiages, arrepentido de lo hecho, le dio la bienvenida y le reconoció para heredero de Cambises. Ciro permaneció en vasallaje cinco años, aunque hallando cada vez más odiosa la tiranía de los medos. Harpago, en Ecbatana, también tenía una cosa horrible que vengar: Astiages (en castigo de su desobediencia en el asunto de Ciro) le había hecho comerse a su propio hijo. Por ello, Harpago conspiraba en unión de algunos nobles medos, y eligieron por jefe a Ciro. Persia se rebeló, y, después de tres años de guerra, Ciro se adueñó de ambas naciones. Desde entonces, claro es, se ha adueñado de otras. ¿Cuándo han mostrado los dioses su voluntad más claramente?

Everard siguió por un momento tranquilamente en su lecho, oyendo el ruido de las hojas en el jardín, bajo el frío viento. Y preguntó: