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—¿Es eso verdad o murmuración infundada?

—La he confirmado a menudo desde que frecuento la corte persa. El mismo rey me lo aseguró, así como Harpago y otros directamente relacionados con ello.

El lidio no podía mentir cuando citaba en su apoyo el testimonio de su gobernante; los persas d e alta cuna eran fanáticos adoradores de la verdad. Y, sin embargo, Everard no había oído nada más increíble en toda su carrera de patrullero, pues aquella era la narración recogida por Heródoto que, con pocas variantes, podía leerse en el Shah Nameh y que cualquiera calificaría de mito heroico. Era el mismo cuento inverosímil que se había relatado con referencia a Rómulo, Sigfrido y otros cien grandes hombres. No había razones para creer lo sostenido por los hechos ni para dudar de que Ciro se había criado normalmente en su casa paterna, sucedido a su padre por pleno derecho de nacimiento y que su rebelión obedecía a las razones usuales. Pero la tal fábula se contaba, con juramento, por testigos de vista! Allí había misterio. Ello devolvía a Everard su primer propósito. Después de proferir apropiadas expresiones de estupor, derivó la conversación hasta que pudo insinuar:

—He oído rumores de que hace dieciséis años llegó a Pargadae un extranjero el cual, aunque disfrazado de pobre pastor, era realmente un poderoso mago, que hacía milagros, puede haber muerto aquí. ¿Sabe algo de esto mi generoso anfitrión?

Y esperó, tenso, porque tenía la firme sospecha de que Keith Dennison no había sido asesinado por ningún bandido montañés, ni se había roto la cabeza al caer de una roca, ni recibido daño análogo a estos, ya que, en tal caso, su saltatiempo habría estado aún sobre las colinas cuando lo buscó la patrulla. Y esta podía haber registrado la comarca demasiado a la ligera para encontrar al propio Dennison, pero ¿cómo podían los aparatos detectores perder la pista del saltador?

Por ello, Everard pensaba que lo sucedido fue más complicado. Pues si, al fin, Keith hubiera sobrevivido, habría vuelto a la civilización.

—¿Hace dieciséis años? —Creso se mesó la barba—. No estaba yo aquí entonces. Y, además, en esa época la tierra estaba llena de portentos — pues fue cuando Ciro abandonó las montañas y ciñó su hereditaria corona del Anshan. No, peregrino; nada sé de ello.

—He estado ansioso de hallar a esta persona —porque un oráculo…

—Puedes preguntar a mis servidores y a la gente del pueblo —sugirió Creso—. Yo preguntaré en la corte para ayudarte. Te quedarás aquí unos días, ¿no? Quizá el rey mismo desee verte; le interesan los extranjeros.

La conversación no duró mucho más. Creso explicó con sonrisa un tanto apagada que los persas creían en la bondad de irse a dormir temprano y levantarse con el alba, y que por ello tenían que estar en palacio a la hora del alba.

Un esclavo condujo a Everard a su habitación, donde hallé, esperándole sonriente, a una agraciada muchacha. Dudó un instante, recordando otra ocasión hacía veinticuatro años; pero… al diablo con ello! Un hombre tenía que tomar cuanto los dioses le ofrecieran, y estos solían ser algo tacaños.

5

No mucho después de salir el sol, una tropa de jinetes se detuvo ante el palacio y reclamó a gritos al peregrino de Atenas. Everard salió, interrumpiendo su desayuno, y contempló un garañón gris junto a la dura y pilosa cara de halcón de un capitán de aquella guardia a la que llamaban los «Inmortales». Los hombres formaban un fondo con inquietos caballos, capas, plumas que revoloteaban, metales tintineantes y crujientes cueros, y el sol jugueteaba destellando sobre las pulidas mallas.

—Le requiere el ciliarca —profirió el oficial, usando el título persa equivalente a comandante de la Guardia y gran visir del Imperio.

Everard permaneció silencioso un instante, considerando la situación.

Sus músculos se envararon. La invitación no era muy cordial, pero aquí no cabía excusarse alegando un compromiso previo.

—Escucho y obedezco —repuso—. Pero déjenme recoger un pequeño regalo, en correspondencia al honor que se me hace.

—El ciliarca dijo que acudiese en el acto. Aquí tiene un caballo.

Un arquero centinela le ofreció las manos enlazadas, pero Everard se alzó por si solo sobre la silla, habilidad útil antes de haberse inventado los estribos. El capitán gruñó una áspera aprobación, giró su montura y emprendió el galope por una amplia avenida flanqueada por esfinges y por las casas de los grandes.

Su tráfico no era tan movido como el de las calles comerciales, pero había bastantes jinetes, carretas, literas y peatones, que dificultaban el camino. Pero los «Inmortales» no se detenían ante nadie, trasponiendo veloces las verjas del palacio, abiertas para darles paso. Esparcieron la arena con los cascos de sus monturas, atravesaron un prado donde el agua centelleaba en las fuentes e hicieron un alto en el ala oeste. El palacio, de ladrillo chillonamente pintado, destacaba sobre una ancha plataforma entre varios edificios más bajos. El propio capitán descabalgó ante él, hizo un cortés gesto y subió por una escalera de mármol. Everard lo siguió, rodeado de guerreros que empuñaban ligeras hachas de guerra que habían cogido de los arzones para su defensa. El grupo caminó entre esclavos domésticos, de caras chatas, enturbantados, atravesando una columnata roja y amarilla, que precedía a un vestíbulo cuya belleza no estaba Everard en condiciones de apreciar, y así pasó, ante una fila de guardias, a una habitación en que esbeltas columnas sostenían una cúpula de pavo real y en la que la fragancia de las rosas tardías entraba por artísticos ajimeces.

Allí, los «Inmortales» hicieron homenaje, lo que imitó Everard, pensando: «Lo que es bueno para ellos ha de serlo para ti», mientras besaba la alfombra persa. Un hombre que ocupaba un lecho ordenó:

—Levantaos y esperad. Traed un cojín para el griego.

Los soldados montaron la guardia en torno a él. Un nubio trajo un almohadón, que dejó en el suelo, ante el asiento de su amo.

Everard se sentó allí, con las piernas cruzadas y la boca seca.

El ciliarca, en quien Everard reconoció a Harpago, recordando lo dicho por Creso, se incorporó.

Destacando su delgada armazón de la piel de tigre de su lecho y la chillona túnica roja, el medo presentaba un aspecto envejecido; los largos cabellos color de hierro le llegaban hasta los hombros, y una fea nariz destacaba en su rostro, cubierto de arrugas. Sus ojos penetrantes escudriñaban al recién llegado.

—Bien —exclamó en persa, con un acento que revelaba al iraniano del Norte—. Así que tú eres el hombre de Atenas; el noble Creso habló de tu llegada esta mañana y mencionó las averiguaciones que estás haciendo. Como ello puede afectar a la seguridad del Estado, quisiera conocer exactamente qué es lo que buscas.

Se acarició la barba con enjoyada mano y sonrió heladamente, añadiendo.

—Y puede suceder que si tu búsqueda es inofensiva, te preste mi ayuda en ella.

Tuvo cuidado de no emplear las fórmulas de costumbre para el saludo, de no ofrecer refrescos ni dar, de cualquier otro modo, al peregrino el casi sagrado status de huésped. Aquello era un interrogatorio.

—¿Qué deseáis saber, mi señor? —preguntó Everard, imaginando ya la respuesta.

—Buscas a un mago extranjero, capaz de hacer milagros, que llegó aquí hace dieciséis veranos. ¿Por qué y qué más sabes del asunto? No te pongas a inventar mentiras; habla.

—Mi señor —repuso Everard—, el oráculo de Delfos me dijo que mejoraría de fortuna si descubría el paradero de un pastor que entró en Persia el…, ¡hum!, el tercer año de la primera tiranía de Pisístrato. Nunca he sabido más, mi señor; vos sabéis cuán oscuras son las palabras del oráculo.