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—¿Sabes cuál era la situación? Los medos y los persas son parientes, bastante próximos por su raza y cultura, pero aquellos iban entonces a la cabeza, y adquirieron una porción de costumbres asirias que no cuadraban al punto de vista persa. Nosotros somos rancheros y granjeros libres y, claro, no es justo que se nos avasalle —Dennison pestañeó—. ¡Vaya! ¡Otra vez! ¿Por qué diré «nosotros»? El caso es que Persia se agitaba. El rey Astiages, de Media, había hecho asesinar, veinte años antes, al joven Ciro, pero ahora lo lamentaba porque el padre de este se moría y su sucesión pudiera desencadenar la guerra civil. Entonces aparecí yo en las montañas. Había explorado un poco el tiempo y el espacio, saltando a través de varios días y algunos kilómetros, en busca de un buen refugio para mi vehículo, y esto explica, en parte, que la Patrulla no me localizara después. Finalmente, lo encerré en una cueva, seguí mi camino a pie, y de ahí vienen mis desventuras. Había un ejército medo acantonado en la región para desalentar las tentativas persas de provocar disturbios. Uno de sus exploradores me vio salir de la cueva, me siguió las huellas, y la primera noticia que tuve de ello fue verme ante un oficial que me asaba a preguntas sobre el trasto que tenía en la cueva. Sus hombres me tomaron por una especie de mago y les infundí miedo, pero estaban más temerosos de mostrarlo que de mí. Naturalmente, la noticia corrió como un reguero de pólvora, primero entre los soldados y luego por el país. Pronto, todo este supo que había aparecido un extranjero en circunstancias notables. Su general era el mismo Harpago, el diablo más caviloso y cruel que haya visto nunca el mundo. Pensé que podía utilizarme. Me ordenó hacer funcionar mi caballo de bronce, como él lo llamaba, aunque sin permitirme subir a él. Tuve entonces ocasión de ponerlo en el camino del tiempo. Eso también influyó para que no lo encontrara la Patrulla. Lo puse en este mismo siglo, a pocas horas de distancia, pero luego, sin duda, retrocedió hasta el principio.

—¡Buen trabajo! —comentó Everard.

—Yo conocía las órdenes que prohiben tal grado de anacronismo —y Dennison torció la boca—. Pero también esperaba que la Patrulla me rescatase. Si hubiera sabido que no iban a hacerlo, no estoy muy seguro de mi capacidad para seguir siendo un abnegado patrullero. Hubiera suspendido mi saltador y habría secundado los planes de Harpago hasta que se me presentara una ocasión de escapar.

Everard le miró un momento con aire sombrío.

«Keith ha cambiado —pensó— no solo en edad; los años pasados entre aquella gente le han influido más de lo que él mismo cree.» Exclamó:

—Si hubieses alterado el futuro, habrías arriesgado la vida de Cynthia.

—Sí, sí; es verdad. Recuerdo que así lo pensé en aquella ocasión. Cuán lejana parece!

Dennison se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en las rodillas, y contempló la verde pantalla que cubría la pérgola. Luego siguió hablando monótonamente:

—Harpago echó venablos. Por un momento, pensé que me iba a matar. Me hizo salir de su presencia y atar como un pedazo de carne mechada. Pero, como te dije, corrían ya rumores respecto a mí, rumores que no perdían nada con la repetición. Harpago vio en ellos una oportunidad, y me dio a elegir: o me aliaba con él o me cortaba la cabeza. ¿Qué podía yo hacer? Ni tan siquiera alterar nada, pronto vi que estaba desempeñando un papel que la Historia había ya escrito. Ya ves:

Harpago sobornó a un pastor para afirmar su cuento y me presentó como Ciro, hijo de Cambises.

Everard asintió sin sorpresa y preguntó:

—¿Qué le iba a él en ello?

—Por lo pronto, necesitaba apoyar al gobierno de Media. Un rey del Anshan a quien él tuviera en sus manos tendría que ser leal a Astiages, y por ello, mantener a los persas en la obediencia. Yo me vi arrastrado por él, demasiado atónito para hacer más que seguir sus órdenes, esperando aún, de un minuto a otro, la aparición de una patrulla que me sacara del lío. El culto que a la verdad que tributan estos aristócratas iranianos nos ayudó mucho. Pocos sospecharon que perjuraba al decir que yo era Ciro, aunque imagino que al mismo Astiages le traerían sin cuidado estas sospechas. Además, puso en su sitio a Harpago, castigándole de un modo especialmente horrible por no haber cumplido sus órdenes respecto a Ciro —aunque este resultase útil ahora—. Y la doble ironía era que Harpago las había cumplido, era realidad, aunque dos décadas antes. En cuanto a mí, durante cinco años, cada vez me sentía más y más disgustado de Astiages. Ahora, mirando hacia atrás, comprendo que no era él realmente un perro del infierno, sino solo un soberano oriental típico; pero esto es una cosa difícil de apreciar cuando se juzga al que nos oprime. Por eso Harpago, deseando vengarse, preparó una rebelión cuya jefatura me ofreció y yo la acepté —y Dennison sonrió equívocamente—. Después de todo, yo era Ciro el Grande y tenía un destino que desempeñar. Al principio tuvimos momentos difíciles. Los medos nos derrotaban una y otra vez, pero, ¿sabes, Manse?, yo disfrutaba con todo eso. Esta no era como esas malditas guerras del siglo XX: estar en una madriguera preguntándote si el cerco enemigo se levantará alguna vez. Sí, la guerra es harto miserable aquí, especialmente si solo eres un Juan Lanas, sobre todo cuando estalla la epidemia, como siempre ocurre. Pero cuando luchas, ¡vive Dios!, luchas con tus propias manos. Y yo siempre tuve aptitud para esa clase de cosas. Hemos luchado gallardamente.

Everard veía animarse más y más a Keith, que se sentó, erguido, y riendo, prosiguió:

—Como aquella vez que la caballería lidia nos sobrepasaba en número. Enviamos a nuestros camellos, con la impedimenta, en vanguardia; la infantería, detrás, y la caballería, a lo último. En cuanto los jacos de Creso olieron a camello, salieron de estampía. Creo que aún están corriendo. ¡Los atontamos!

Calló, miró un momento a los ojos de Everard, y se mordió los labios al decir:

—Lo siento. Me dejé llevar. De cuando en cuando, recuerdo que en nuestro mundo no fui un luchador. Después de una batalla, cuando veo los muertos esparcidos en torno mío y, lo que es aún peor, los heridos… Pero no pude evitarlo, Manse, he tenido que luchar. Primero fue la rebelión. Si Harpago no hubiese estado conmigo, ¿cuánto crees que habría durado yo? Y después, el mismo reino. Yo no pedí a los lidios ni a los bárbaros de Oriente que nos invadieran. ¿Has visto alguna vez una ciudad saqueada por los turanios, Manse? Entonces se trata de ellos o nosotros; y cuando nosotros conquistamos, no les encadenamos y conservan sus tierras, sus costumbres… ¡Por amor de Mithra! Manse, ¿podía yo obrar de otra forma?

Everard callaba, escuchando el rumor del jardín bajo la brisa. Por último, declaró:

—No. Comprendo, y espero que no te hayas sentido demasiado solitario.

—Me acostumbré a ello —repuso cuidadosamente Dennison—. Harpago es ya un gusto adquirido, pero interesante; Creso me resultó un camarada excelente; Kobad, el mago, tiene algunas ideas originales y es la única persona que se atreve a ganarme al ajedrez. Y, además, las fiestas, la caza, las mujeres… —y mirando desafiador al otro—: Sí; ¿qué otra cosa querías que hiciera?

—Nada —contestó Everard—. Dieciséis años es mucho tiempo.

—Cassandane, mi mujer favorita, merece de veras cualquier cosa. Pero ¡Cynthia!… ¡Dios del cielo, Manse!… —y Dennison se levantó y puso las manos en los hombros de Everard. Los dedos se cerraron con aplastante fuerza; que no en vano había manejado durante década y media el arco, el hacha y las bridas. El rey de Persia gritó con voz sonora:

—¿Cómo piensas sacarme de aquí?

7

Everard se levantó también; anduvo hasta el límite del pavimento y miró a través de la piedra calada del muro, con los pulgares agarrados al cinturón y la cabeza baja. Al fin, repuso: