– Me sorprende que la dejaras entrar en la asociación si tiene novio -dijo un joven barbudo.
Era gordo e iba muy descuidado. La camiseta, que le iba pequeña, dejaba al descubierto una barriga prominente.
Mary lo miró con altivez y se encogió de hombros.
– No todas las que están en la asociación son lesbianas -dijo, irritada, la del pelo rojo.
– Con tantos hombres como Bob, es difícil entender por qué no -dijo Mary arrastrando las palabras.
El joven barbudo se sonrojó y murmuró unas palabras de las que sólo entendí «castrar».
– Yo nunca he hablado con Anita -prosiguió la del pelo rojo-. Entré en la asociación en mayo. ¿De verdad que ha desaparecido, Mary?
Mary se encogió de hombros otra vez.
– Si la pasma intenta cargarle la muerte de Peter, no me extrañaría un pelo.
– A lo mejor volvió a casa -sugirió Bob.
– No -dijo una chica-. Si estuviera en su casa la policía no andaría por aquí buscándola.
– Bueno -dijo Mary-, espero que no la encuentren. Se levantó y dijo:
– Voy a escuchar el rollo de Bertram sobre cultura medieval. Si vuelve a decir que las brujas eran mujeres histéricas, al salir de clase le atacarán unas cuantas.
Cogió su mochila, se la colgó al hombro y se fue tranquilamente. Los otros se quedaron en la mesa y comenzaron una animada discusión sobre las relaciones homosexuales frente a las heterosexuales. El pobre Bob prefería estas últimas pero no le dejaban demasiadas oportunidades para expresarse. El chico delgado defendía el lesbianismo con pasión. Los escuché, divertida, un rato. Los universitarios tienen unas opiniones tan entusiastas sobre tantos temas… A las cuatro, el chico de la barra dijo que cerraba. La gente empezó a recoger sus cosas. Los que yo escuchaba siguieron discutiendo unos minutos hasta que el de la barra les dijo que quería irse a casa.
Cogieron sus libros y bolsas con desgana y se dirigieron hacia las escaleras. Tiré el vaso de Coca-Cola y los seguí. Cuando llegamos al final de las escaleras, toqué la espalda de la del pelo rojo. Se detuvo y me miró con simpatía e ingenuidad.
– Perdona. He oído que hablabas de la asociación de las Mujeres Universitarias Unidas. ¿Me puedes decir dónde está?
– ¿Eres nueva?
– No, soy una antigua estudiante pero tengo que pasar este verano en el campus -contesté con cara de honestidad.
– El edificio está en el 5735 del campus. Es una casa antigua que compró la universidad. Las de la asociación nos reunimos los martes por la noche y durante el resto de la semana programamos otras actividades para mujeres.
Le pregunté cómo era la sala que les dejaban. Me dijo que no muy grande, pero mejor que nada, el mismo tipo de local que teníamos en mi época de estudiantes cuando incluso las radicales pensaban que la liberación de la mujer era sinónimo de cochinadas. Tenían un servicio de asesoramiento en materia de salud y cursos de autodefensa, y promocionaban grupos de rap y las reuniones de las Mujeres Universitarias Unidas.
Mientras charlábamos, habíamos llegado al Midway, donde yo había aparcado. Le dije que la llevaba a casa y saltó dentro del coche mientras hablaba apasionadamente sobre la opresión de las mujeres. Me preguntó de qué trabajaba.
– Trabajo por libre, sobre todo para empresas -dije temiendo que quisiera interrogarme más a fondo.
Pero me preguntó si haría fotos. Dio por sentado que era periodista. No quería decirle la verdad porque se lo contaría a todas las chicas de la asociación y me sería imposible encontrar respuestas a la desaparición de Anita. Pero tampoco quería decirle grandes mentiras porque si descubría la verdad, la reacción de las mujeres radicales podía ser muy violenta. Así que le dije que no haría fotos y le pregunté si a ella le gustaba la fotografía. Continuó hablando animadamente hasta que llegamos a su casa.
– Me llamo Gail Sugarman -me dijo al fin y salió torpemente del coche.
– Encantada, Gail -dije educadamente-. Me llamo V. I. Warshawski.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Qué nombre más raro! ¿Es africano?
– No, es italiano.
Por el retrovisor vi como saltaba los peldaños de su casa. Me hizo sentir muy vieja. Yo, ni con veinte años tenía aquella gracia y simpatía tan inocentes. Me hizo sentir cínica y muy alejada de su mundo. Me avergoncé de haberla engañado.
5.- El blues de Goald Coast
En la avenida Lake Shore estaban reparando un bache enorme. Sólo se podía circular por dos carriles y se habían formado unas colas de varios kilómetros. Giré hacia el oeste por la autopista Stevenson para salir del atasco y luego retomé la dirección norte, por Kennedy, que llevaba a la zona industrial y al aeropuerto. Además de ser hora punta, era viernes, y un montón de familias intentaban alejarse del calor sofocante de la ciudad. Tardé más de una hora en llegar a la salida de Belmont y aún me quedaban quince calles hasta llegar a mi casa. Cuando por fin llegué, sólo tenía ganas de tomarme una copa y meterme en la ducha.
No me di cuenta de que me estaban siguiendo, y cuando estaba abriendo la puerta de mi piso noté una mano en el hombro. Ya me habían atracado una vez en el rellano. Me di la vuelta instintivamente y di un golpe en la espinilla de mi asaltante con la rodilla. Gimió y retrocedió un poco pero enseguida contraatacó con un puñetazo dirigido a mi cara. Lo esquivé y sólo me dio en el hombro izquierdo. Me dolió un poco pero podría haber sido peor. Me aparté.
El asaltante era un hombre bajito y robusto con una chaqueta que le sentaba fatal. Cuando vi que respiraba con dificultad me tranquilicé un poco. Si un hombre no está en forma, una mujer tiene muchas más posibilidades de ganarle. Esperaba su próximo golpe o su huida pero de repente sacó una pistola. Me quedé quieta.
– Si quieres atracarme debes saber que sólo llevo 13 dólares. No merece la pena que me mates.
– No me interesa tu dinero. Quiero que vengas conmigo.
– ¿Contigo? ¿Adónde? -pregunté.
– Ya lo verás cuando lleguemos.
Con una mano me apuntaba con la pistola y con la otra señalaba las escaleras.
– Me sorprende que los matones que ganáis tanta pasta os vistáis tan mal -comenté-. La chaqueta no te pega y llevas la camisa por fuera. Da pena verte. Si fueras policía, aún, porque los…
Me cortó enfurecido.
– Lo último que quiero ahora es que una tía me diga cómo tengo que vestirme.
Me cogió del brazo con una agresividad desmesurada y me empujó para que bajara por las escaleras. Pero estaba demasiado cerca de mí. Me giré un poco y le di un puñetazo certero en la muñeca. Me soltó pero no le cayó la pistola. Me giré del todo y le di un codazo en el pecho. Luego un manotazo en las costillas con la palma de la mano y oí un clac: había acertado, le había dado entre la sexta y la quinta y las había separado. Gritó de dolor y tiró la pistola. Fui a cogerla pero él fue más rápido y me pisó la mano. Le di con la cabeza en el estómago y del impacto dejó caer la pistola, pero con mi propio impulso me caí al suelo. Oí un ruido en el piso de arriba y aparté la pistola con el pie sin saber quién era.
Pensé que sería un vecino que habría oído el follón pero vi que era otro matón, tan mal vestido como el primero pero más gordo. Cuando vio que su compañero se apoyaba en la pared gimiendo se abalanzó sobre mí. Rodamos por el suelo y lo agarré por el pescuezo, pero él me dio un golpe muy fuerte en la cabeza. El dolor me recorrió todo el espinazo, pero no me rendí. Seguimos rodando hasta que conseguí levantarme apoyándome en la pared. No quería que tuviera tiempo de sacar otra pistola, así que me agarré a la caja de los fusibles para darme impulso y le di una patada con los pies en el pecho. Lo derrumbé y me caí encima de él. Intentó darme en la mandíbula pero me moví y me dio en el hombro. Me deshice de él. Era más fuerte que yo pero no estaba en tan buena forma. Además, yo era más ágil, me levanté antes y le di una patada en los riñones. Se retorció de dolor, y cuando estaba a punto de darle otra patada el otro matón se recuperó y me dio un golpe en la oreja con la culata. Recuerdo que caí rodando, rodando hasta el fin del mundo.