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– Vivo en Halsted, al norte de Belmont -le dije, y me dormí en su hombro.

Me despertó en la intersección de Belmont con Halsted para preguntarme la dirección exacta. Mi barrio está al noroeste de una zona residencial y normalmente es fácil encontrar aparcamiento. Enfrente de mi casa había sitio.

Hice un esfuerzo sobrehumano para salir del coche. Hacía una temperatura agradable y Ralph me dio la mano, todavía temblorosa, para cruzar la calle y entrar en el edificio. Subir tres pisos me parecía una barbaridad, y me acordé de cuando me sentaba en la planta baja a esperar que mi padre volviera del trabajo y me llevara a cuestas. Si se lo pidiera a Ralph, seguro que me llevaría, pero alteraría en exceso la balanza de la dependencia en nuestra relación. Me armé de valor y subí las escaleras. Arriba no me esperaba nadie.

Fui a la cocina para coger una botella de Martell y dos copas venecianas que formaron parte de la pequeña dote que mi madre aportó a su matrimonio. Eran muy bonitas: de color rojo claro con los pies en forma de serpiente enroscada. Hacía mucho tiempo que no llevaba alguien a mi piso y por un momento me sentí vergonzosa y vulnerable. Durante el día había estado sobreexpuesta a los hombres y no tenía ganas de estarlo otra vez en la cama.

Cuando volví al salón con los vasos y la botella, Ralph estaba hojeando el Fortune sin prestarle demasiado interés. Se levantó y cogió los vasos de mi mano con admiración. Le expliqué que mi madre huyó de Italia antes de que la guerra se extendiera por Europa. Mi abuela era judía y su familia quería evitarle cualquier horror. Escondió los ocho vasos rojos entre la ropa interior y los puso en la única maleta que tenía, y siempre han sido motivo de orgullo en las comidas familiares. Los llené de brandy.

Ralph me dijo que su familia era irlandesa.

– Por eso me llamo «Devereux», sin a. Las aes son francesas.

Estuvimos un rato sentados, bebiendo y sin hablar. Me relajó un poco ver que él también estaba nervioso. De repente sonrió y se le iluminó la cara.

– Cuando me divorcié vine a la ciudad porque pensé que aquí conocería a tías, perdona, a mujeres. Pero si quieres saber la verdad, eres la primera mujer con la que salgo en los seis meses que llevo aquí, y no te pareces a ninguna que haya conocido antes.

Se sonrojó un poco.

– Sólo quería que supieras que no me acuesto con una diferente todos los días. Pero me gustaría acostarme contigo.

No dije nada. Me levanté y le cogí de la mano. Como críos de cinco años, nos fuimos de la mano hasta mi habitación. Ralph me quitó el vestido con delicadeza y me acarició los brazos hinchados. Yo le desabroché la camisa. Se quitó el resto de la ropa y nos deslizamos en la cama. Tenía miedo de que necesitara ayuda: a veces los hombres que se acaban de divorciar tienen problemas porque se sienten inseguros. Por suerte, no tuvo ninguno porque yo no estaba por la labor de ayudar. Lo último que recuerdo es su fuerte respiración, y luego me dormí.

7.- La ayuda de una amiga

Me desperté con una luz tenue que se colaba por las cortinas y bañaba la habitación. Estaba sola en la cama y tardé un poco en situarme. Poco a poco empecé a recordar lo que había hecho la noche anterior y giré la cabeza despacio para mirar el despertador de la mesilla de noche. Tenía el cuello tan tenso que tuve que girar todo el cuerpo para ver la hora: las 11.30. Me incorporé. Los abdominales no me dolían pero tenía los muslos y las pantorrillas agarrotadas y me costó ponerme en pie. Me arrastré hasta el baño con la sensación de haber corrido siete kilómetros después de estar un par de meses sin salir de casa y abrí el grifo de agua caliente de la bañera al máximo.

Ralph me llamó desde el salón.

– Buenos días -le devolví el saludo-. Si quieres hablar conmigo tendrás que venir al baño porque no puedo ir más lejos.

Mientras me inspeccionaba la cara en el espejo, Ralph apareció, vestido, en el cuarto de baño. Mi incipiente ojo morado estaba ennegreciendo y tenía zonas verdes y amarillas. El otro ojo estaba rojizo. La mandíbula la tenía de color gris. El efecto en general era muy poco atractivo.

Creo que Ralph compartía mi opinión. Lo vi por el espejo con cara de asco. Seguro que Dorothy no había llegado nunca a casa con un ojo morado: la vida de pueblo es tan aburrida…

– ¿Lo haces a menudo? -preguntó Ralph.

– ¿El qué? ¿Escudriñarme el cuerpo? -le pregunté.

Hizo un gesto con las manos.

– Pelearte -dijo.

– No tanto como cuando era niña. Crecí en el sur de la ciudad, en Ninetieth y Commercial, no sé si conoces el barrio… Había muchos polacos que trabajaban en la siderúrgica que no aceptaban a los extranjeros, y el sentimiento era mutuo. En mi instituto reinaba la ley de la selva. Si no sabías dar un buen puñetazo o una patada, estabas perdido.

Me di la vuelta. Ralph movía la cabeza pero hacía un esfuerzo para entenderlo y no echarse atrás.

– Es otro mundo -dijo despacio-. Yo crecí en Libertyville y creo que nunca me peleé de verdad con nadie. Si mi hermana hubiera vuelto alguna vez a casa con un ojo morado, mi madre habría estado histérica durante un mes. ¿A tus padres no les importaba?

– Mi madre no soportaba que me peleara, pero murió cuando yo tenía quince años, y mi padre se alegraba de que supiera defenderme sola.

Era cierto. Gabriella odiaba la violencia, pero era una luchadora, y mi espíritu luchador lo heredé de ella, no del bonachón de mi padre.

– ¿Todas las chicas de tu escuela se peleaban? -quiso saber Ralph.

Me metí en la bañera mientras meditaba la respuesta.

– No, algunas eran muy miedicas. Y había unas cuantas que se echaban novietes para que las protegieran. El resto aprendíamos a defendernos. Una pelirroja que iba conmigo al colegio todavía se pega en los bares cuando los tíos se la intentan ligar. Es increíble.

Me incliné hacia atrás y me cubrí la cara y el cuello con paños calientes. Ralph estuvo un rato callado y luego me dijo:

– Preparo café, si me dices el secreto, porque no lo he encontrado por ninguna parte. Y no sabía si querrías utilizar los platos por Navidad, así que los he lavado.

Me quité el paño de la boca. Me había olvidado de los malditos platos.

– Gracias.

¿Qué más podía decirle?

– El café está en el congelador, es en grano. Pon una cucharilla por taza. El molinillo está al lado del horno. Es eléctrico. Los filtros están en el armario de encima, y el cazo está sucio, a no ser que lo hayas lavado.

Se inclinó para besarme y se fue a la cocina. Mojé el paño con agua más caliente y flexioné las piernas en el agua hirviendo. Con un poco de ejercicio se me desentumecieron un poco y tuve la esperanza de que no tardaría muchos días en recuperarme. Antes de que Ralph volviera con el café, había desengrasado la mayoría de los músculos. Salí de la bañera, me envolví en una toalla azul y caminé, con menos dificultad que antes, hacia el salón.

Ralph entró con el café. Me miraba el cuerpo pero evitaba mirarme a la cara.

– El día está despejado. Antes he bajado a comprar el periódico. No hace mucho calor, el aire es fresco. ¿Quieres que vayamos a Indiana Dunes?

Empecé a negar con la cabeza pero me paré en seco porque me dolía.

– No. Es una buena idea pero tengo trabajo.

– Vamos, Vic -protestó-. Deja que se encargue la policía. Estás hecha una piltrafa, necesitas tomarte el día libre.

– Tal vez tengas razón -dije evitando ser brusca-. Pero creo que ya hablamos de ese tema ayer por la noche. No puedo tomarme el día libre.

– ¿Y un poco de compañía? ¿Quieres que te lleve a alguna parte?