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Y eso era todo. Me incliné hacia atrás en la bañera y cerré los ojos. Se suponía que la policía estaba removiendo cielo y tierra para encontrar la Browning y que estaban interrogando a los amigos de Mackenzie para averiguar qué sitios frecuentaba. Yo tenía la sensación de que no encontrarían nada. Intenté recordar qué armas llevaban los matones de Earl. Fred llevaba una Colt, pero Tony a lo mejor llevaba una Browning. ¿Por qué Thayer estaba decidido a creer como fuera que Mackenzie mató a su hijo? Según Jill, él estaba convencido de que lo asesinó McGraw. Me pasaban ideas por la cabeza, pero no acababa de verlo claro. ¿Podía existir alguna prueba de que lo hizo Mackenzie? Por otro lado, ¿qué prueba tenía yo que él no tuviera? Mis músculos agarrotados, el hecho de que no cogieron nada del piso… ¿Y a qué conclusiones llegaba? Me preguntaba sí Bobby había llevado a cabo la detención y estaba entre los diligentes policías que el inspector Sullivan alababa con tanto afán. Tenía que volver a Chicago para hablar con él.

Me vestí y me fui del motel. Recordé que no había comido nada desde los bocadillos de ternera del día anterior. Paré en una cafetería y comí una tortilla de queso acompañada de café y zumo. Últimamente comía demasiado y no hacía ejercicio. Me pasé los dedos con disimulo por la goma de los pantalones pero no me pareció que hubiera engordado.

Tomé unas cuantas pastillas más con el café que me hicieron efecto cuando salí de la autopista Kennedy por Belmont. El tráfico era fluido los domingos por la mañana y llegué a Halsted sobre las diez. Enfrente de mi casa encontré sitio para aparcar y vi un coche de color oscuro con una antena de policía. Levanté las cejas sorprendida. ¿Había ido la montaña a Mahoma? Crucé la calle para ver quién había dentro del coche: el sargento McGonnigal, solo, leyendo el periódico. Cuando me vio, dejó de leer y bajó del coche. Vestía pantalones grises y chaqueta deportiva que le marcaba el bulto de la pistolera. Es zurdo, pensé.

– Buenos días, sargento -dije-. Qué día más bonito, ¿verdad?

– Buenos días, señorita Warshawski. ¿Le importa si subo con usted y le hago unas preguntas?

– No sé -contesté-. Depende de las preguntas. ¿Le envía Bobby?

– Sí. Estamos interrogando a varias personas y Bobby me pidió que pasara a verla para verificar que estaba bien. ¡Vaya ojo!

– Sí.

Abrí la puerta principal para que pasara y lo seguí por las escaleras.

– ¿Hace rato que me espera?

– Vine ayer por la noche, pero llamé un par de veces y al ver que no estaba en casa me fui a dormir. He vuelto esta mañana y pensaba esperarla hasta el mediodía. El teniente Mallory tenía miedo de que el capitán pusiera una orden de busca y captura si yo no la localizaba.

– Vaya, me alegro de haber vuelto a casa.

Cuando llegamos arriba, McGonnigal se detuvo.

– ¿Acostumbra a dejar la puerta abierta?

– Nunca.

Lo empujé hacia un lado para que me dejara pasar. La puerta estaba llena de agujeros y desencajada. Estaba claro que no la habían forzado: habían disparado para hacer saltar los cerrojos. McGonnigal sacó la pistola, abrió la puerta de una patada y entró rodando por el suelo. Entré detrás suyo apoyándome en la pared y lo seguí.

Mi piso daba pena. Quien fuera que había entrado, se había quedado a gusto. Me habían rajado los cojines del sofá, las fotos estaban esparcidas por el suelo, los libros abiertos con páginas arrancadas. Continuamos la inspección en mi habitación. Habían vaciado todos los cajones y habían tirado la ropa por todas partes. El suelo de la cocina estaba pringado de azúcar y harina, y tenías que sortear platos y sartenes para poder pasar. En el comedor vi las copas venecianas tiradas en la mesa. Dos habían caído al suelo pero sólo una se había roto. La otra se había salvado gracias a la alfombra. Recogí las copas enteras y las coloqué en la estantería. Intenté recoger los pedacitos de la que se había roto, pero no pude; me temblaban las manos.

– No toque nada, Srta. Warshawski -dijo McGonnigal sin alzar la voz-. Voy a llamar al teniente Mallory para que envíe a los expertos en huellas dactilares. Aunque seguramente no encontrarán nada, tenemos que intentarlo. Pero, por favor, no toque nada.

Asentí con la cabeza.

– El teléfono está al lado del sofá, bueno, de lo que antes era el sofá -dije con la cabeza gacha.

¿Qué más me podía pasar? ¿Quién diablos había entrado, y por qué? No era un robo cualquiera. Un profesional destrozaría un piso para encontrar objetos de valor pero no rajaría el sofá. Y no tiraría porcelana al suelo. Mi madre trajo las copas desde Italia en una maleta y no se le rompió ninguna. Estuvo casada diecinueve años con un policía y vivía al sur de Chicago, y no se le rompió ninguna. Si me hubiera convertido en cantante, como ella pretendía, esto no habría pasado nunca. Suspiré. Ya no me temblaban las manos. Recogí los pedacitos de la copa y los puse en un plato.

– No toque nada, por favor -repitió McGonnigal desde la puerta.

– Vayase al carajo, McGonnigal, y cállese de una vez -le corté-. Aunque encuentre una huella que no sea mía ni de mis amigos, ¿cree que encontrará huellas en estos pedacitos de copa? Y me juego una cena en el Savoy a que la persona que me destrozó el piso llevaba guantes y no van a encontrar una maldita huella -dije mientras me levantaba-. Además, me gustaría saber dónde estaba usted mientras montaron este follón. ¿Estaba en el coche leyendo el periódico? ¿Pensó que el ruido era del televisor de algún vecino? ¿Quién entró y salió del edificio mientras usted estaba aquí?

Se puso como un tomate. Mallory le haría la misma pregunta. Y si no sabía qué responder, estaba apañado.

– No creo que entraran mientras yo estaba aquí. De todas formas, iré a preguntar a los vecinos si oyeron ruido. Me imagino que debe de ser muy desagradable llegar a casa y ver que te han destrozado el piso, pero por favor, Srta. Warshawski, si tenemos una oportunidad, por remota que sea, de encontrar a esos tipos, tenemos que mirar las huellas.

– Está bien, está bien.

Bajó a hablar con los vecinos. Entré en mi habitación. Aunque me habían abierto la maleta, por lo menos no me la habían rajado. Seguro que no se detectaban huellas en la lona, así que escogí unas cuantas prendas de ropa de entre el montón que había por el suelo y las puse en la maleta junto con la pistola que había comprado. Desde la mesilla de noche llamé a Lotty.

– Lotty, ahora no puedo contártelo, pero me han saqueado el piso. ¿Puedo quedarme unos días en tu casa?

– Por supuesto, Vic. ¿Quieres que pase a buscarte?

– No, tranquila. Ya me las arreglaré. Primero tengo que hablar con la policía.

Colgué y bajé la maleta para cargarla en el coche. McGonnigal estaba hablando con la vecina del segundo piso; lo vi de espaldas porque la puerta estaba entreabierta. Puse la maleta en el portaequipajes y cuando cruzaba para volver a subir, apareció Mallory con el ruido de las sirenas y un par de coches de la brigada a todo gas. Aparcaron en doble fila, con las luces encendidas, y llamaron la atención de un grupo de niños que estaba al final de la calle. A la policía le encanta la espectacularidad. No veía otro motivo para montar aquel numerito.

– Hola, Bobby -dije intentando sonreír.

– ¿Qué coño está pasando, Vicki? -preguntó Bobby tan enfadado que se olvidó de su regla de oro: no decir palabrotas delante de mujeres y niños.

– No lo sé, pero sea lo que sea, no me gusta. Me han destrozado el piso y me han roto una copa de Gabriella.