– Lo encontré antes de lo que esperaba. De hecho, he descubierto el secreto que mató a Peter. Aunque él no quería mantenerlo en secreto. ¿Sabes la reclamación que te di? ¿Verdad que no encontraste el archivo?
– No, ya te dije que la puse en la carpeta de archivos extraviados, pero no ha aparecido.
– Seguramente no aparecerá nunca. ¿Sabes quién es Joseph Gielczowski?
– ¿Qué es esto, un concurso de respuestas rápidas? Espero a una visita dentro de veinte minutos.
– Joseph Gielczowski es un vicepresidente de los Afiladores. Hace veintitrés años que dejó la cadena de montaje. Si fueras a visitarle a su casa, verías que está tan sano como tú. O podrías ir al sindicato y comprobar que puede trabajar y cobrar un sueldo sin necesidad de indemnizaciones.
Se hizo un breve silencio.
– ¿Me estás diciendo que este hombre está cobrando una indemnización fraudulenta por accidente laboral?
– No -dije.
– Joder, Vic. Si está sano y está cobrando una indemnización, es que la indemnización es fraudulenta.
– No -repetí-. Claro que es fraudulenta, pero no la está cobrando él.
– Entonces, ¿quién?
– Tu jefe.
A Ralph le entró un ataque de cólera.
– ¿Es que no te puedes sacar a Masters de la cabeza? ¡Me estás hartando con esta historia! Masters es uno de los miembros más respetables de una de las compañías más respetables de una de las industrias más respetables. Y te atreves a sugerir que está metido en algo así…
– No lo estoy sugiriendo. Lo sé -dije con brusquedad-. Sé que él y McGraw, el director del sindicato de los Afiladores, abrieron una cuenta conjunta que les permite cobrar las indemnizaciones a nombre de Gielczowski y de al menos veintidós personas más que no han tenido ningún accidente.
– ¿Cómo puedes saber algo así? -dijo Ralph furioso.
– Porque me han leído la copia del acuerdo por teléfono. Porque he encontrado a una persona que ha visto a Masters y a McGraw varias veces cerca del sindicato. Y sé que Masters había quedado con Peter, en su piso, el lunes que lo mataron a las nueve de la mañana.
– No me lo creo. He trabajado para Yardley durante tres años, y ya estaba en la compañía desde diez años antes, y estoy convencido de que existe otra explicación a todo lo que has descubierto, si es que lo has descubierto. No has visto el acuerdo. Y Yardley puede haber quedado para comer o para tomar algo con McGraw para hablar de reclamaciones. A veces lo hacemos con algunos asegurados.
Tenía ganas de gritar de frustración.
– Avísame diez minutos antes de que vayas a ver a Masters para comprobar si la historia es cierta. Al menos déjame tiempo para que pueda venir a salvarte el pellejo.
– Si crees que voy a poner mi trabajo en peligro diciéndole a mi jefe los rumores que he oído sobre él, estás loca -gritó Ralph-. Y mira, qué casualidad, Masters llegará dentro de unos minutos y te aseguro que no seré tan imbécil como para contárselo. Si la reclamación de Gielczowski es falsa, eso ya explica muchas cosas. Le diré esto.
Los pelos se me erizaban de la ira.
– ¿Qué? Ralph, cómo puedes ser tan inocente, es increíble. ¿Se puede saber por qué viene Masters a tu casa?
– No tienes ningún derecho a preguntarme esto -soltó-, pero te lo diré de todas formas, ya que fuiste tú la que empezaste con este jaleo de la reclamación. Las reclamaciones más importantes no se tramitan en la oficina central. He estado preguntando a mis compañeros quién se ocupaba de este archivo y nadie se acordaba. Si alguien hubiera llevado un caso tan importante durante tantos años, es imposible que se hubiera olvidado. Eso me extrañó mucho, así que llamé a Masters a casa esta tarde, porque esta semana no ha venido a trabajar, y se lo comenté.
– ¡Por favor! Esto ya es el colmo. Te dijo que parecía algo serio, ¿verdad? Y que ya que tenía que bajar al centro por algún otro motivo, aprovecharía y se pasaría por tu casa para que hablarais. ¿He acertado? -dije furiosa.
– Pues, sí, ¿y qué? -gritón-. Y ahora vete a buscar un perrito perdido y deja de tocarnos los cojones en el Departamento de Reclamaciones.
– Ralph, ahora mismo vengo. Díselo a Yardley cuando llegue, enseguida que entre por la puerta, y a lo mejor consigues salvar tu pellejo durante unos minutos.
Colgué el teléfono con un golpe seco sin esperar su respuesta.
Miré el reloj: las 7.12. Masters llegaría a casa de Ralph en veinte minutos. Más o menos. Pongamos que llegara a las 7.30, o unos minutos antes. Cogí el carné de conducir, la licencia de armas y la de detective, y me las metí en el bolsillo trasero junto con un poco de dinero. No tenía tiempo de coger un monedero. Comprobé que la pistola tuviera el seguro puesto y guardé munición en la chaqueta. Perdí cuarenta y cinco segundos en ponerme zapatillas de deporte. Cerré con llave los relucientes cerrojos nuevos y bajé las escaleras a toda prisa de tres en tres. Recorrí la media manzana a la que estaba mi coche en quince segundos. Lo puse en marcha y me dirigí hacia la avenida Lake Shore.
¿Por qué todo Chicago se había puesto de acuerdo para salir a la calle aquella noche? ¿Y por qué casi todos estaban en la avenida Belmont? Estaba furiosa. Parecía que los semáforos estuvieran cronometrados de forma que cuando estaba a punto de llegar al cruce, el capullo que tenía delante no se decidía a pasar en ámbar. Di unos cuantos porrazos al volante, pero no conseguí que el tráfico disminuyera. Ponerme a pitar como una loca tampoco tenía ningún sentido. Respiré hondo un par de veces para calmarme. Ralph, mira que eres gilipollas. Regalarle tu vida al tipo que ha matado a dos hombres en las dos últimas semanas… Sólo porque Masters es de tu gremio y trabajáis en equipo, no puede hacer nada delictivo. ¡Ya! Adelanté a un autobús y tuve el camino despejado hasta la calle Sheridan y el principio de la avenida. Eran las 7.24. Recé al patrón que protege a los conductores suicidas de los peligros de la velocidad, y pisé el gas a fondo. A las 7.26 salí de la avenida y giré por La Salle, y por la calle paralela llegué a Elm. A las 7.29 dejé el coche enfrente de una boca de incendios que había al lado del bloque de Ralph y corrí hacia la puerta.
No tenían portero. Pulsé todos los timbres de los interfonos en cuestión de segundos. Muchos me preguntaron: «¿Quién es?», pero al final alguien abrió. Aunque se hayan cometido un montón de robos de esta forma, siempre habrá algún imbécil que te abrirá sin saber quién eres. El ascensor tardó un siglo o dos en bajar. Cuando por fin llegó, me subió al séptimo piso en un momento. Corrí por el pasillo hasta llegar a la puerta de Ralph y aporreé la puerta con la Smith & Wesson en la mano.
Me arrimé contra la pared cuando se abrió la puerta, y después entré en el apartamento protegiéndome con la pistola. Ralph me miraba desconcertado.
– ¿Pero qué coño estás haciendo? -dijo.
No había nadie más en el piso.
– Buena pregunta -dije relajando la tensión.
Llamaron abajo y Ralph fue al interfono para abrir.
– Preferiría que te fueras -me dijo.
No me inmuté.
– Al menos esconde la cosa esta.
Me la metí en el bolsillo de la chaqueta pero no dejé de agarrarla ni un momento.
– Hazme un favor -dije-. Cuando abras la puerta, protégete, ponte detrás. No te quedes en el umbral.
– Eres la tía más chalada que…
– Si vuelves a llamarme chalada, te disparo. Cúbrete con la puerta cuando abras.
Ralph me fulminó con la mirada. Cuando llamaron a la puerta al cabo de un rato, se quedó expresamente en medio del umbral. Me arrimé a la pared y me preparé para actuar. No oí ningún disparo.
– Hola, Yardley. ¿Qué significa todo esto? -dijo Ralph.
– Te presento a mi vecina, Jill Thayer, y a unos socios que me han acompañado.
Me quedé atónita y me acerqué a la puerta.