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– ¿Qué ácidos? -preguntó Brunetti.

– Nítrico y fluorhídrico -dijo ella y, al ver que él no parecía mucho más enterado, prosiguió-: Al hacer las cuentas de vidrio, se pasa un hilo de cobre por el centro para abrir el agujero y después se disuelve el cobre con ácido nítrico. De vez en cuando, hay que cambiar el ácido. -Brunetti prefería no saber qué se hacía con el ácido en tiempos pasados-. Con el fluorhídrico, lo mismo. Se utiliza para alisar las superficies de las piezas grandes. También tenemos que pagar para que se lo lleven.

– ¿Y lodo, has dicho? -preguntó él.

– Del pulido final -dijo ella, y preguntó-: ¿Quieres verlo?

– Mi padre trabajaba aquí, pero de eso hace décadas -dijo Brunetti, para no parecer un ignorante total-. Pero desde entonces las cosas habrán cambiado, supongo.

– Menos de lo que te imaginas -respondió ella. Pasó por su lado y, con un ademán, señaló a los hombres que seguían haciendo sus movimientos rituales delante de los hornos-. Es una de las cosas que más me gustan de esto -dijo ella con voz más cálida-. Nadie ha encontrado mejor manera de hacer lo que nosotros hemos venido haciendo durante cientos de años. -Puso la mano en el brazo de Brunetti para captar del todo su atención-. ¿Ves lo que hace ese hombre? -preguntó señalando al otro maestro, que en aquel momento volvía del horno y se paraba detrás de un cubo de madera que estaba en el suelo.

Observaron cómo soplaba por un extremo de la canna de hierro, inflando la masa de vidrio que colgaba del otro extremo. Rápidamente, con la habilidad de un malabarista, el hombre hizo oscilar la masa incandescente encima del cubo y la comprimió en el recipiente cilíndrico con cuidado, moviéndola arriba y abajo para hacerla entrar en él. Sopló repetidamente por el extremo de la caña haciendo brotar del recipiente con cada soplido una corona de chispas.

Cuando extrajo la canna, la masa de vidrio se había convertido en un cilindro perfecto de base plana, en el que ya se reconocía la forma de un jarrón.

– Las mismas materias primas, las mismas herramientas, las mismas técnicas que utilizábamos hace siglos -dijo la mujer.

Él se volvió a mirarla y sus sonrisas, reflejo una de otra, se cruzaron.

– Es prodigioso, ¿verdad?, que pueda haber algo tan perdurable -dijo Brunetti, dudando de que la última palabra fuera la que buscaba, pero ella asintió porque le había comprendido.

– Lo único que ha cambiado es que ahora usamos gas -dijo ella-. Todo lo demás sigue igual.

– ¿Salvo esas leyes que apoya Marco?

Ella mudó la expresión y se puso seria.

– ¿Bromeas?

Él no pretendía ofenderla.

– En absoluto -se apresuró a decir-. Claro que no. Ignoro a qué leyes te refieres pero, por lo que sé de tu marido, supongo que tratan de la protección del medio ambiente, y estoy convencido de que eran necesarias y urgentes.

– Marco dice que esas leyes exigen muy poco y llegan muy tarde -dijo ella, apesadumbrada.

Brunetti comprendió que aquél no era el lugar adecuado para esa conversación, y dio un paso hacia los trabajadores, alejándose de ella, con la intención de disipar el pesimismo generado por las palabras de la mujer. Señaló a los hombres que estaban frente a los hornos y volvió atrás para preguntar:

– ¿Cuántos trabajadores tenéis?

Ella pareció alegrarse de poder cambiar de tema y se puso a contar con los dedos.

– Hay dos piazze, es decir, seis hombres, más los dos que están en el muelle y que se encargan del embalaje y el transporte y los tres que hacen la molatura final, once. Además, está l'uomo di notte: doce en total, supongo.

Él la vio repetir el cálculo con los dedos.

– Sí, doce, y mi padre y yo.

– Tassini es l'uomo di notte, ¿verdad?

– ¿Has hablado con él?

– Sí, él piensa que no hay peligro, a no ser que tu marido venga al fornace -dijo Brunetti y, al ver la expresión de temor de ella, añadió-: Pero él nunca viene, ¿verdad?

– No, en absoluto -dijo ella con tristeza en la voz.

Brunetti la comprendía: había observado que sentía pasión por su trabajo y por su marido. Había de ser doloroso mantenerlos separados, ya fuera por propia voluntad o por necesidad.

– ¿Había venido alguna vez?

– Antes de que nos casáramos, sí. Es ingeniero, ¿recuerdas?, y le interesa el proceso de fabricación del vidrio, la mezcla, el fundido, el trabajado, todo.

Como recreándose en una de sus pasiones, ella miró a los hombres, cuyo ritmo de trabajo no se había alterado por su presencia: el primero ya trabajaba en otra pieza. Brunetti vio al servente del primer maestro arrimar una gota de vidrio incandescente al borde de lo que parecía un jarrón. Las tenazas del maestro incrustaron la punta de la gota en el jarrón, la estiraron como si fuera chicle y pegaron el otro extremo a media altura de la pieza. Un corte rápido, un toque para alisar, y el asa estaba en su sitio.

– Viéndolos trabajar, parece fácil -dijo Brunetti con admiración.

– Para ellos lo es, supongo. Al fin y al cabo, Gianni ha trabajado el vidrio toda su vida. Probablemente, ahora podría fabricar las piezas hasta con los ojos cerrados.

– ¿No te cansas? -preguntó Brunetti.

Ella lo miró, como si sospechara que bromeaba. Al parecer, se convenció de que no era así, porque dijo:

– De mirar, no. No. Nunca. Pero del papeleo, sí. Estoy harta de normas, de impuestos, de reglamentos.

– ¿Qué normas? -preguntó Brunetti, sorprendido de que pudiera referirse a las leyes medioambientales que defendía su marido.

– A las que especifican cuántas copias he de hacer de cada recibo y a quién he de enviarlas, qué formularios he de rellenar por cada kilo de materia prima que compramos. -Se encogió de hombros con resignación-. Para no hablar de los impuestos.

Si hubiera tenido más confianza, Brunetti habría comentado que, a pesar de todo, debía de poder defraudar bastante, pero su amistad no había llegado a la fase en la que puede considerarse abiertamente al inspector de la renta como el enemigo común y se limitó a decir:

– Podrías buscar a alguien que te descargara del papeleo, por lo menos, en parte, para que pudieras dedicarte a lo que te gusta.

– Sí, eso estaría bien -dijo ella distraídamente. Entonces, ahuyentando el efecto que pudieran haber tenido las palabras de él, preguntó-: ¿Te gustaría ver el resto?

– Sí -dijo él con una sonrisa-. Me gustaría comprobar si ha cambiado mucho desde que yo era niño.

– ¿Cuántos años tenías cuando viste un fornace por primera vez?

Brunetti tuvo que pensarlo, recorriendo mentalmente los años y repasando los trabajos que había hecho su padre durante la última década de su vida.

– Debía de tener doce años.

Ella dijo riendo:

– La edad ideal para empezar de garzon.

– Brunetti se echó a reír también.

– Yo no deseaba otra cosa -dijo-. Y, un día, llegar a ser maestro y fabricar bonitas piezas.

– ¿Pero…? -apuntó ella, volviéndose hacia la puerta.

A pesar de que ella no podía verlo, Brunetti se encogió de hombros al responder:

– Pero no fue así.

Algo especial debía haber en su tono, porque ella se detuvo y se volvió a mirarlo.

– ¿Lo lamentas?

Él sonrió y movió la cabeza negativamente.

– No acostumbro a pensar en lo que pudo haber sido. Además, estoy contento de cómo han ido las cosas.

Ella respondió con una sonrisa.

– Es agradable oír a alguien decir eso.