– Aún no está asado del todo, diría yo -murmuró, pero no con un susurro sino con el volumen de voz que usaría un estudiante para decir algo del profesor durante la clase.
El médico se puso en pie, miró a Brunetti y se sacó los guantes, dejándolos caer en el banco del maestro, al lado del maletín.
– Está muerto -dijo. Cerró el maletín y lo agarró por el asa. Fue hacia la puerta-. Con su permiso -murmuró y, al cabo de un momento, añadió-: Caballeros.
– Se olvida del jersey -dijo Brunetti y, haciendo una pausa aún más larga, añadió-: Dottore.
– ¿Qué? -inquirió Venturi, en un tono anormalmente alto, incluso pese a la feroz competencia del rugido de los hornos.
– El jersey -repitió Brunetti-. Ha olvidado recoger el jersey. -Mientras hablaba, Brunetti notó que Bocchese se situaba a su derecha y Vianello a su izquierda.
Venturi los miró, vio el sudor en la frente de Vianello y el ceño fruncido de Bocchese. Retrocedió, se agachó, levantó el jersey por una manga e hizo ademán de arrojarlo al banco de trabajo, pero Vianello inició un movimiento, y el médico rectificó y colgó el jersey del respaldo de la silla. Luego, volvió a empuñar el maletín.
Ninguno de los tres hombres se movió. Venturi dio dos pasos hacia la izquierda para sortear a Bocchese. No se molestaron en volver la cabeza para verlo marchar, y no vieron cómo se arrancaba la mascarilla y la arrojaba al suelo.
Bocchese gritó a los fotógrafos:
– ¿Ya lo tenéis todo, chicos?
– Sí.
Brunetti no quería hacer aquello, y estaba seguro de que ni Bocchese ni Vianello deseaban intervenir. Pero cuanto antes tuvieran una idea de lo que había podido ocurrirle a Tassini antes podrían… ¿qué? ¿Preguntarle? ¿Hacerlo volver a la vida? Brunetti ahuyentó estos pensamientos.
– No tienen obligación de ayudarme -dijo a los dos hombres, acercándose al cuerpo de Tassini.
Se puso de rodillas. El olor a orina y heces se acentuó. Vianello se situó al otro lado y Bocchese se arrodilló junto al inspector. Los tres hombres pusieron las manos debajo del cuerpo. Aquello estaba muy caliente, y Brunetti tuvo la impresión de que tocaba algo viscoso. Notó el sabor de la grappa en la boca.
Lentamente, dieron la vuelta al hombre. Tenía la cara hinchada, y Brunetti observó una señal en la frente, junto al nacimiento del pelo. Al poner el cadáver boca arriba, el brazo izquierdo, que estaba aprisionado debajo, quedó libre y golpeó el suelo con un sonido sordo, amortiguado por el grueso manguito antitérmico que lo cubría. Vianello y Bocchese se levantaron y fueron hacia la puerta. Brunetti se dispuso a registrar los bolsillos de Tassini, lo miró una vez más y abandonó la idea. Fuera encontró a Vianello apoyado en la pared. Bocchese estaba donde la hierba, con el cuerpo doblado y las manos en las rodillas. Ninguno de los dos llevaba ya la mascarilla.
Brunetti se quitó la suya.
– Al otro lado hay un bar -dijo con una voz que quería ser normal.
Los llevó por la orilla del canal, puente arriba y puente abajo. Cuando llegaron al bar, la cara de Vianello había recuperado su color y Bocchese tenía las manos en los bolsillos.
El regusto a grappa hizo comprender a Brunetti que no debía repetir, y pidió una infusión de manzanilla. Bocchese y Vianello se miraron y pidieron lo mismo. Permanecieron en silencio hasta que les pusieron en el mostrador tres pequeñas teteras. Echaron el azúcar directamente en las teteras y se las llevaron, con las tazas, a una mesa situada al lado de la ventana.
– Puede haber sido cualquier cosa -apuntó finalmente Bocchese rompiendo el silencio.
Vianello se sirvió la manzanilla y sopló varias veces antes de decir:
– Se daría un golpe en la cabeza.
– O se lo darían -dijo Brunetti.
– Quizá tropezó con la caña -sugirió Bocchese.
Brunetti recordó la precisión con que estaban ordenadas las herramientas.
– No, a no ser que estuviera usándola. La nave está muy bien ordenada, no había nada más fuera de su sitio, y en el extremo de la caña había vidrio, lo que significa que estaba utilizándola para fabricar algo. Quizá iba a empezar.
Recordó que Grassi había dicho que Tassini no tenía aptitudes para soplador de vidrio. Pero nada le impedía probar.
– Quizá era la manera de mantenerse despierto -sugirió Bocchese-. Soplar vidrio.
– Él leía -dijo Brunetti.
Los otros dos lo miraron con extrañeza.
Bocchese apuró la manzanilla de la taza y volvió a servirse de la tetera.
– No es así como se aprende a soplar el vidrio, jugando a solas en la fábrica, de noche.
Brunetti miró el reloj, vio que eran más de las nueve, sacó el telefonino y marcó el número del dottor Rizzardi en el hospital.
– Soy yo, Ettore. Estoy en Murano. Sí, un muerto. -Escuchó unos instantes y dijo-: Venturi. -Un silencio, éste más largo, a uno y otro lado, y Brunetti dijo-: Le agradecería que se encargara usted.
Vianello y Bocchese oían el murmullo de la voz de Rizzardi, pero sólo distinguían con claridad la de Brunetti, que decía:
– En una fábrica de vidrio. Estaba delante de uno de los hornos. -Otro silencio y Brunetti dijo-: No lo sé, quizá toda la noche.
Brunetti miró los carteles de la pared del fondo del bar, concentrando la atención en la Costa Amalfitana, para apartarla de las palabras que acababa de pronunciar. Casas colgadas del acantilado, que se agarraban a la roca como podían, y colores que se alternaban caprichosamente, sin preocuparse por la armonía. El sol relucía en el agua y los veleros navegaban rumbo a lugares que el observador tenía que suponer más bellos todavía.
– Gracias, Ettore -dijo Brunetti y colgó.
Se levantó, fue al mostrador, dejó un billete de diez euros y los tres hombres salieron del bar.
Cuando volvieron a la fábrica, el barco ambulancia del hospital se alejaba del muelle. No se veía a De Cal, pero en la puerta había tres o cuatro hombres fumando y hablando en voz baja. Dentro del edificio, los técnicos, enfundados en sus monos, recogían el equipo. Brunetti observó que una de las cañas de soplar estaba cubierta de polvo gris y apoyada en la pared. El suelo parecía limpio. ¿Tassini había barrido antes de morir?
Bocchese habló con dos de sus hombres y volvió a donde estaban Vianello y Brunetti.
– En esa caña hay huellas -dijo-. Y manchas. -Dejó pasar un momento antes de añadir-: Eso significa que pudo caer sobre ella.
– ¿Hay huellas en algún otro sitio? -preguntó Brunetti.
Antes de que Bocchese pudiera responder, uno de sus hombres sacó un objeto de su maleta y se acercó al largo tubo de hierro. Había sacado una bolsa de plástico larga y delgada, parecida a las que se usan en las panaderías para envolver las baguettes, pero mucho más larga. Metió la caña en ella. Volvió a la maleta y extrajo un rollo de cinta adhesiva que usó para sellar la parte de abajo de la funda. Luego, retorciendo la cinta, hizo un asa a cada extremo, para que el largo tubo pudiera ser transportado por dos personas sin rozar la superficie en la que estaban las huellas.
– Vale más analizarlo a fondo -dijo Bocchese, y Brunetti pensó en la señal que Tassini tenía en la frente.
Cuando el técnico se iba, Brunetti dijo:
– ¿Me tendrá informado?
Bocchese contestó con un gruñido y un movimiento de cabeza, y él y los técnicos se alejaron. Al cabo de unos minutos, dos de ellos volvieron, agarraron la caña por las asas y la sacaron de la fábrica.
– Vamos a echar una mirada -dijo Brunetti.
Como sabía que los técnicos habían examinado el suelo y las superficies, fue hasta el fondo de la fábrica, donde había una mesa llena de objetos de vidrio.
Allí estaban, puestos en fila, los delfines y los toreros de reluciente pantalón negro y chaquetilla roja.