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– De gustibus -dijo Vianello, contemplando las piezas.

Una puerta daba a una especie de celda, ocupada por una cama plegable y una silla. Un ejemplar del Gazzettino de la víspera estaba abierto en la silla, como si lo hubieran dejado allí apresuradamente. En la cabecera de la cama, apoyada en la pared, había una almohada con lo que parecía la huella de una cabeza en el centro.

Brunetti levantó el periódico por las dos puntas de arriba y lo depositó en la cama. En la silla aparecieron entonces dos libros: Enfermedades laborales, la maldición de nuestro milenio y el Infierno de Dante, edición rústica para colegios, cuyo ajado aspecto hacía pensar que era objeto de lectura frecuente. Brunetti apartó a un lado el primer libro y abrió el segundo. Las esquinas de muchas páginas estaban gastadas y amarillentas. Al ojearlo, vio muchas anotaciones en el margen. Tassini había firmado el libro en tinta roja en la cara interior de la cubierta. Era una firma amanerada, con superfluas líneas horizontales que partían del punto de la última «i». La edición databa de veinte años atrás. Brunetti observó que las anotaciones estaban hechas en rojo y en negro, y que estas últimas, escritas en letra más pequeña, eran menos concisas.

Vianello se había adelantado para mirar por una ventanilla situada junto a la cabecera de la cama. Desde allí se veían claramente las rutilantes llamas de los hornos.

– ¿Qué es? -preguntó señalando con la barbilla el libro que Brunetti tenía en la mano.

– El Infierno.

– Muy apropiado -comentó el inspector.

CAPITULO 16

Brunetti se llevó los libros de Tassini. Él y Vianello salieron del pequeño dormitorio y atravesaron la fábrica. Como uno de los libros era en rústica y el otro de pequeño formato, le cupieron en el bolsillo de la chaqueta. Acababa de guardarlos cuando De Cal entró como catapultado por la puerta principal y fue directamente hacia ellos.

– Gasto dos mil euros a la semana en gas para los hornos, por Dios -dijo, como si hubiera llegado al fin de una larga explicación que ellos no habían querido escuchar-. Dos mil euros. Si pierdo un día de producción, ¿quién me paga el gas? Estos hornos no pueden encenderse y apagarse como un aparato de radio, ¿comprenden? -dijo señalando con un movimiento frenético los tres hornos, que ahora estaban abiertos.

»Y también he de pagar a los trabajadores. Ahora mismo me están costando dinero. Sus hombres se han marchado y ustedes están ahí sin hacer nada. Lo mismo que los trabajadores, sólo que a ellos tengo que pagarles.

Vianello y Brunetti se acercaron a él. De Cal prosiguió:

– Los he visto marchar -dijo señalando al canal-. He visto que volvían a la ciudad. Yo quiero abrir la fábrica y quiero que mis hombres vuelvan al trabajo y no tener que pagarles por estar charlando sin hacer nada, mientras se desperdicia el gas.

Brunetti no pudo por menos que decir:

– Aquí ha muerto un hombre esta mañana.

De Cal se contuvo de escupir, con evidente esfuerzo.

– Ha muerto esta mañana. Como si hubiera muerto ayer, o hubiera muerto hace dos días. ¿Qué importa eso? Ya no está. -Mientras hablaba, iba perdiendo el control-. Mantener los hornos encendidos me cuesta dinero -gritó, recalcando la última palabra-. Y a mis trabajadores los pago tanto si están aquí dentro, trabajando, como si están ahí fuera, diciendo lo buen chaval que era Tassini, a pesar de todo. -Se acercó y levantó la mirada primero hacia la cara de Brunetti y después hacia la de Vianello, como buscando la razón por la que no podían entender algo tan simple-: Estoy perdiendo dinero.

Brunetti y Vianello no se miraron. Al fin Brunetti dijo:

– Ya pueden entrar a trabajar, signor De Cal.

Sin molestarse en darle las gracias, el hombre dio media vuelta y salió. Le oyeron llamar a los hombres y decir a uno de ellos que fuera a avisar a los demás. Ya era hora de volver al trabajo. El negocio es el negocio. La vida sigue.

Brunetti descubrió de pronto lo que debía hacer, y le sorprendió haber conseguido no pensar en ello hasta este momento. La esposa de Tassini, la familia de Tassini: alguien tenía que ir a decirles que las cosas ya nunca volverían a ser como antes. Alguien tenía que ir a decirles que la vida que habían conocido hasta entonces había terminado. Sintió el impulso de llamar a la questura para pedir que enviaran a una agente. No conocía a la viuda, con la suegra había hablado una única vez y su conversación con Tassini no había durado ni un cuarto de hora. A pesar de todo, debía ir él.

Se volvió hacia Vianello, le dijo adónde iba y le pidió que se quedara para hablar con los trabajadores y, a poder ser, con De Cal. ¿Tenía enemigos Tassini? ¿Quién más podía haber venido a la fábrica por la noche? ¿Era Tassini tan torpe como decía Grassi?

Brunetti se despidió de Vianello diciendo que ya hablarían en la questura, salió a la riva y se dirigió hacia la lancha de la policía. Foa estaba en la cabina. Había abierto una de las puertas de madera del armario de control y estaba enrollando cinta aislante en un cable. Al oír los pasos de Brunetti en la cubierta, el piloto levantó la mirada, saludó con la cabeza, introdujo el cable en su lugar y cerró el armario. A continuación, puso en marcha el motor.

– Vamos a la parada de Arsenale -dijo Brunetti.

Empezó a bajar a la cabina, pero, cuando la lancha salió al canal y sintió en la cara el aire de la mañana, decidió quedarse en cubierta. Trataba de mantener la mente en blanco, pero tenía la sensación de que, primero, la brisa y, luego, cuando la lancha aceleró, el viento que le sacudía la ropa se llevaban todo lo que aún pudiera estar adherido a ella.

– ¿Tenemos prisa, comisario? -preguntó Foa cuando se acercaban a Fondamenta Nuove.

Brunetti deseaba que la travesía durase lo más posible; quería no tener que dar aquella noticia. Pero respondió:

– Sí.

– Entonces preguntaré si podemos cruzar por el Arsenale -dijo Foa, sacando su telefonino.

Buscó un número programado y habló apenas un momento. Guardó el aparato en el bolsillo, hizo un viraje cerrado hacia la izquierda, luego describió un arco hacia la derecha, pasó bajo el puente peatonal y cruzó el Arsenale en línea recta.

¿Cuántos años habían transcurrido desde que el número 5 hacía ese recorrido cada diez minutos?, se preguntó Brunetti. En otras circunstancias, hubiera disfrutado con la vista de los astilleros que habían alimentado la grandeza de Venecia, pero en este momento no podía pensar más que en el viento purificador.

Foa entró en uno de los puntos de atraque de los taxis, al lado de la parada de Arsenale, y detuvo la lancha el tiempo suficiente para que Brunetti saltara al muelle. El comisario agitó la mano en señal de agradecimiento, pero no dijo al piloto lo que debía hacer a continuación: Foa podía regresar a la questura o irse a pescar. A él le daba igual.

Subió por Via Garibaldi, resistiendo a cada bar que pasaba la tentación de entrar a tomar un café o un simple vaso de agua. Tocó el timbre del piso de Tassini, vio que eran casi las once y volvió a llamar.

– ¿Quién…? -oyó que preguntaba lo que le pareció una voz de mujer, que fue ahogada por el crepitar de parásitos del contacto defectuoso-. ¿Giorgio? -dijo la misma voz, terminando la pregunta en una nota aguda de esperanza.

Él volvió a llamar y la puerta se abrió.

Mientras subía la escalera, oyó unos pasos rápidos sobre su cabeza y, al poner el pie en el último tramo, vio en lo alto a una mujer. Era más esbelta que su madre, pero también tenía los ojos verdes. El cabello le llegaba hasta más abajo de los hombros, con abundantes canas que la hacían aparentar más edad de la que tenía. Llevaba una falda marrón, zapatos planos y se ceñía al cuerpo una chaqueta de punto beige, tanto para abrigarse como para protegerse.