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– ¿Se trata de penalizar a la gran empresa? -preguntó Brunetti, e inmediatamente se arrepintió de sus palabras.

– O de salvar la laguna -dijo ella-, como prefiera usted plantearlo.

– ¿Tiene respaldo político? -preguntó Brunetti.

– Los verdes simpatizan con él, pero no es su candidato. Supongo que se propone hacer lo mismo que Di Pietro, fundar su propio partido. Pero en realidad no lo sé.

– Espero que con mejor fortuna -dijo Brunetti, recordando la fracasada campaña de Di Pietro.

– Aquí está el informe, comisario -dijo ella acercándole el papel. No era la primera vez que el brusco cambio de conversación denotaba que la signorina Elettra prefería no discutir de política. Por eso lo sorprendió que agregara-: Me parece que nuestros puntos de vista sobre la necesidad de proteger la laguna difieren, señor. -Se levantó y fue hacia la puerta.

– Gracias -dijo él alargando la mano hacia el papel.

Aquella sombra de formalidad, incluso de censura, que de repente había caído sobre la conversación hizo que Brunetti desistiera de enseñarle las tres hojas de la carpeta de Tassini. Tampoco ella le preguntó antes de marcharse si deseaba algo más.

CAPITULO 18

Cuando la signorina Elettra se fue, Brunetti se preguntó, con la actitud de un miembro del Centro de Control de Epidemias, qué trayectoria describía ahora el arco de la infección ecológica: si partía de ella en dirección a Vianello o hacía el recorrido en sentido contrario. Y pensó si no estaría él mismo expuesto al contagio por trabajar tan cerca de ellos y si tardaría mucho en sentir los primeros síntomas.

Brunetti consideraba que su preocupación por la ecología y el futuro del entorno era mayor que la del ciudadano medio -tendría que haber sido de piedra para resistir la campaña permanente de sus hijos-; pero era evidente que, a los ojos de sus dos colegas, estaba muy por debajo del nivel que ellos juzgaban aceptable. Siendo tan firme y sincero su compromiso, ¿por qué Vianello y la signorina Elettra prestaban sus servicios a la policía, en lugar de trabajar en alguna agencia de protección del medio ambiente?

Y, apurando el razonamiento, por qué seguían trabajando para la policía todos ellos, se preguntaba Brunetti. Él y Vianello aún tenían una explicación: trabajaban en esto desde hacía décadas. Pero ¿y Pucetti, por ejemplo? Era joven, inteligente y ambicioso. ¿Por qué había decidido vestir de uniforme, recorrer las calles de la ciudad a todas horas y velar por el mantenimiento del orden público? Pero aún más sorprendente y enigmático era el caso de la signorina Elettra. Al cabo de los años, había dejado de hablar de ella con Paola, no tanto porque hubiera observado en su esposa reacción alguna como porque a él mismo le parecía improcedente oírse elogiar o mostrar curiosidad por otra mujer. ¿Cuánto tiempo llevaba en la questura la signorina Elettra? ¿Cinco años? ¿Seis? Brunetti reconocía que ahora sabía de ella poco más que al principio: sólo que podía confiar en su competencia y discreción, y que su máscara de festiva ironía ante las debilidades humanas era sólo eso, una máscara.

Brunetti puso los pies en la mesa, cruzó las manos tras la nuca y echó la silla hacia atrás. Con la mirada perdida en el vacío, se puso a pensar en todo lo sucedido desde que Vianello le pidió que fuera a Mestre. Hacía desfilar los hechos como el que pasa las cuentas de un rosario: cada uno, una entidad en sí mismo, pero enlazado con el anterior y con el siguiente, hasta llegar al hallazgo del cadáver de Tassini delante del horno.

No había comido nada más que los dos panini en todo el día, y ahora se arrepentía. Los bocadillos habían servido poco más que para hacerle pensar en la comida, sin calmarle el apetito, y ahora ya era muy tarde para conseguir algo en un restaurante y muy temprano todavía para irse a casa.

Se inclinó hacia delante y tomó las tres hojas de papel, las miró y luego las dejó caer, una a una, en la mesa. Sentía rigidez en la rodilla izquierda y cruzó los tobillos para poder doblarla un poco. Cuando se revolvió en el asiento al cambiar de postura, notó que rozaba el respaldo del sillón uno de los libros que tenía en el bolsillo y de los que se había olvidado.

Los sacó, miró el tomo de la admonición ecológica y lo echó sobre la mesa. Quedaba el Dante, un viejo amigo del que nada sabía desde hacía más de un año. Optimista por naturaleza, Brunetti hubiera preferido el Purgatorio, el único libro que admite la posibilidad de la esperanza, pero, ante la alternativa de Las enfermedades laborales, eligió la lúgubre aflicción del Infierno.

Como solía hacer en los últimos años, abrió el libro al tuntún, mientras pensaba que ésta podía ser la manera en que otras personas leían los textos religiosos: dejando que el azar los llevara a la iluminación.

Fue a parar al momento en el que Dante, recién llegado al infierno y aún capaz de sentir piedad, trata de dejar para Cavalcante el mensaje de que su hijo vive, antes de seguir a su guía hacia el hondo valle, asfixiado ya por el hedor. Pasó unas páginas, encontró a Vanni Fucci haciendo aquel gesto obsceno a Dios, y siguió ojeando. Leyó la violencia que Dante descarga sobre Bocea Degli Abbati y sintió un punto de satisfacción ante el atroz castigo infligido al traidor.

Retrocedió y se encontró leyendo uno de los pasajes señalados por las notas que Tassini había escrito en rojo. Canto XIV, la arena ardiente, el arroyo de sangre y la lluvia de llamas, el horrendo trasunto de la naturaleza que Dante creía lugar a propósito para quienes pecaban contra ella: los usureros y los sodomitas. Brunetti siguió a Dante y a Virgilio infierno adentro, en medio de la nieve llameante que caía a su alrededor. Aparecieron entonces el cortejo de sombras, en una de las cuales Brunetti reconoció a Brunetto Latino, el respetado maestro de Dante. A pesar de que nunca le habían gustado los pasajes que ahora seguían -el elogio del genio del Dante que el autor pone en boca de ser Brunetto y la aparición de figuras públicas-, siguió leyendo hasta el final del canto siguiente. Volvió atrás, a las gruesas líneas rojas que subrayaban «…el llano que rechaza las plantas de su albero… Su guirnalda es el bosque doloroso». Tassini había escrito en el margen: «Ni plantas, ni vida. Nada.» Y en tinta negra: «El arroyo gris.»

Brunetti llegó a los hipócritas. Los reconoció por sus capas, tan voluminosas como los mantos de los benedictinos de Cluny, áureas y ligeras por fuera y oscuras y pesadas como el plomo por dentro, perfecta imagen de su falsedad, capas que estaban condenados a arrastrar hasta el fin de los tiempos.

Los versos que describen las capas estaban rodeados por un trazo verde y unidos por una línea al texto de la página anterior, donde Virgilio dice: «Si emplomado vidrio fuese yo, mejor tu exterior no reflejara.»

El sonido del teléfono sacó del Infierno a Brunetti, que dejó caer la silla hacia delante y contestó con su apellido.

– Se me ha ocurrido llamarte…