Como aquel día Paola y los chicos comían con los padres de ella, Brunetti entró en un restaurante de Castello y tomó dos platos a los que no prestó atención y al salir a la calle ya había olvidado. Bajó andando hasta San Pietro in Castello y entró en la iglesia para ver la estela funeraria que tiene grabados versículos del Corán. La polémica en curso, de si es un expolio cultural o una prueba de multiculturalismo, en nada afectó su admiración por la belleza de la caligrafía.
Volvió a la questura andando despacio. Poco antes de las seis, subió Vianello que, al ver los tomos de la Gazzetta en la mesa, preguntó para qué los necesitaba. Brunetti se lo explicó y preguntó al inspector qué creía él que se hacía antes de que se dictaran aquellas leyes.
– Cada cual hacía lo que le venía en gana -respondió Vianello con la natural indignación, pero añadió, para sorpresa de Brunetti-: De todos modos, no creo que en Murano se hiciera mucho daño.
Brunetti señaló la silla que estaba delante de su mesa y preguntó:
– ¿Por qué?
Vianello se sentó.
– Verás, el «daño» es relativo: no era mucho, comparado con Marghera. Ya sé que esto no cambia lo que se hiciera en Murano. Pero el auténtico asesino es Marghera.
– Tú le tienes verdadero odio, ¿verdad?
Vianello lo miraba muy serio.
– Desde luego, como todo el que tenga entendimiento. Tassini decía que odiaba a Murano. Pero nunca hizo algo que lo demostrara.
Brunetti ya no lo seguía.
– No entiendo.
– Si realmente hubiera estado convencido de que la causa de lo que le había ocurrido a la niña estaba en la fábrica, habría hecho algo contra De Cal. Pero lo único que hacía era decir a los hombres que trabajaban con él en el fornace que De Cal tenía la culpa de todo.
– ¿Lo que quiere decir…? -preguntó Brunetti.
– Lo que quiere decir que era el remordimiento el que hablaba por su boca -dijo Vianello.
Lo mismo pensaba Brunetti, que no cuestionó la opinión del inspector.
– ¿Y tú por qué odias tanto Marghera? -preguntó.
– Porque tengo hijos -respondió Vianello.
– Yo también.
– Cuando llegues a casa -empezó Vianello, con una voz que se había calmado de repente-, pregunta a tu esposa si tiene el suplemento del Gazzettino de hoy.
– ¿Qué suplemento?
Vianello se levantó y fue hacia la puerta.
– Tú pregúntale -dijo. Ya en la puerta, añadió-: He hablado con varios trabajadores de De Cal. Dicen que la empresa va mal y que él quiere venderla, pero cada uno habla de un precio distinto, aunque siempre más de un millón.
– ¿Algo más?
– No hacía más de un mes o dos que Tassini era uomo di notte en la fábrica de Fassano.
– ¿Y antes?
– Antes ya era uomo di notte de De Cal y aún antes había trabajado en la molatura.
– ¿Eso supone subir o bajar de categoría? -preguntó Brunetti por simple curiosidad-. Tenía esposa y dos hijos a los que mantener.
Vianello se encogió de hombros.
– No lo sé. El vigilante que tenía Fasano se jubiló y Tassini solicitó el puesto. Por lo menos, eso me dijeron dos de los hombres. También hablaban de lo mucho que le gustaba leer y de que trabajaba de noche porque así podía «tragar libros» -terminó Vianello riendo.
Brunetti se rió también, y la tensión se desvaneció.
Cuando el inspector se fue, Brunetti, con el pretexto de la curiosidad por el suplemento del Gazzettino, salió temprano, y llegó a casa una hora antes de lo habitual.
Encontró a Paola sentada a la mesa del estudio con lo que parecía un manuscrito delante. Dio un beso en la mejilla que ella le presentaba y dijo:
– Vianello me ha dicho que te pregunte si has leído el suplemento que hoy venía con el Gazzetino.
Ella lo miró con extrañeza, pero sólo un momento, porque apartó el manuscrito hacia un lado y lo sustituyó por un montón de papeles y revistas que tenía en el suelo.
– Típico de él preguntar eso -dijo con una sonrisa, empezando a revolver.
– ¿Qué es?
Ella siguió buscando hasta que sacó un cuadernillo que exhibió triunfalmente.
– Porto Marghera -leyó en voz alta-. Situazione e Prospettive. -Lo levantó para que él pudiera leer la portada-. ¿Tú dirías que es una coincidencia que repartan esto con el periódico mientras se celebra el juicio?
– Es que ese juicio durará una eternidad -objetó Brunetti.
El juicio contra el complejo petroquímico, por contaminación del suelo, el aire y la laguna, había empezado hacía años, eso lo sabían todos los habitantes del Veneto, como también sabían que duraría muchos años más o, como mínimo, hasta que expirara el estatuto de limitaciones y su espíritu fuera a parar al limbo de los casos prescritos.
– Deja que te lea una cosa, y ya me dirás si es simple coincidencia. -Dio la vuelta al suplemento y buscó en la contraportada-. Al final, los autores dan las gracias a las personas que han colaborado en la elaboración del suplemento, publicado con el propósito de informar a la población del Veneto del peligro medioambiental que supone la existencia de semejante complejo industrial en su patio trasero. -Miró a Brunetti para cerciorarse de que él estaba atento a sus palabras y prosiguió-: ¿Y a quién dan las gracias por su colaboración? -preguntó ella, deslizando el dedo, innecesariamente, supuso él, hasta el pie de la última página-. A las autoridades de la zona industrial.
Como Brunetti no decía nada, ella arrojó el suplemento sobre la mesa y dijo:
– Venga, Guido, no me dirás que no es increíble. Es alucinante. Preparan un documento sobre ese complejo industrial que está a tres kilómetros de nosotros, que es un coladero de detritos y, probablemente, contiene toxinas y venenos suficientes para eliminar a todo el Noreste, ¿y a quién piden información sobre el peligro que pueden suponer esas sustancias si no a las mismas autoridades que dirigen el complejo? -Se echó a reír, pero Brunetti no la imitó.
Ella lo contempló un momento con el gesto de falsa seriedad de una presentadora de televisión que trata de provocar una respuesta con una exhibición de viva curiosidad. En vista de que él callaba, dijo:
– Imagina que la próxima vez que Patta quiera una estadística sobre delitos la encarga al capo de la mafia local o de la mafia china. -Levantó el suplemento sobre su cabeza y dijo-: Estamos todos locos, Guido.
Brunetti permanecía sentado en el sofá, callado pero atento.
– Voy a leerte otra cosa, sólo una -dijo ella abriendo el cuadernillo.
Pasó varias hojas hacia delante y luego hacia atrás.
– Aquí está -dijo-. Escucha: «Qué hacer en caso de emergencia.» -Se subió las gafas, se acercó un poco el suplemento y siguió leyendo-: «Permanezca en su casa, cierre las ventanas, cierre la llave de paso del gas, no utilice el teléfono, escuche la radio, no salga por ningún motivo.» -Lo miró y añadió-: Lo único que falta es que nos digan que no respiremos. -Dejó caer el suplemento-. Y vivimos a menos de tres kilómetros de eso, Guido.
– Hace años que lo sabes -dijo Brunetti, hundiéndose un poco más en el sofá.
– Sí, lo sé -concedió ella-. Pero no tenía esto -dijo levantando otra vez el cuadernillo y abriéndolo por la última página-. No tenía la información de que todos los años pasan por ahí treinta y seis millones de toneladas de «materias». No tengo idea de cuánto son treinta y seis millones de toneladas, y tampoco nos dicen de qué son esos treinta y seis millones de toneladas, pero imagino que, en caso de incendio, haría falta mucho menos para… -dejó la frase sin terminar.
– ¿Qué te hace pensar que pueda ocurrir algo así? -preguntó él.