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– Sé clemente -imploró el Mayor-. ¿A qué hora lo ves?

– ¡A las tres! -respondió Antioche.

– ¿Puedo acompañarte?

– No lo he pedido…

– Telefonea, te lo ruego. Quiero ir.

– Ayer no querías.

– ¿Qué importa? Era ayer… -dijo el Mayor con un profundo suspiro.

– Voy a telefonear… -accedió Antioche.

Antioche volvió un cuarto de hora después.

– ¡De acuerdo, puedes venir! -dijo.

– ¡Voy a prepararme! -gritó el Mayor saltando por el exceso de alegría.

– No vale la pena… Es recién para el diecinueve de marzo…

– ¡Mierda! -concluyó el Mayor-. Me molestan.

Siempre lamentaba tarde su grosería.

– Entonces -dijo con un suspiro emocionante-, no puedo ver a Zizanie hasta dentro de más de un mes…

– ¿Por qué? -preguntó Antioche.

– Promesa de no verla antes de haber pedido la mano a su tío… -explicó el Mayor.

– ¡Promesa estúpida! -comentó Antioche.

El mackintosh, aparentemente de la misma opinión, sacudió la cabeza con aire disgustado esbozando un ¡"Psssh"! despreciativo.

– Lo que me roe el treponema -agregó el Mayor-, es no saber qué hace este monstruoso y testarudo crápula de Fromental.

– ¿Eso qué importa -preguntó Antioche-, si ella te ama?

– Estoy inquieto y perturbado… -dijo el Mayor-. Tengo miedo…

– ¡Aflojas! -dijo Antioche que recordaba la insuficiencia notoria de la que había hecho gala su amigo en el peligroso episodio de la persecución del rufián.

Y pasó el tiempo…

Capítulo IX

El dieciséis de marzo, Miqueut llamó a Vidal a su escritorio.

– Vidal -le dijo-, es usted quien recibió, creo, a ese señor… Tambretambre, creo, ¿no es cierto? Debió anotar, como se lo he recomendado siempre, el objeto de su visita. Prepáreme pues una notita… resumiendo los puntos esenciales a recordar y con, no es cierto, al frente la respuesta a dar… ve, en suma… algo corto, pero suficientemente explícito…

– Comprendido, señor -dijo Vidal.

– ¿Comprende el interés -continuó Miqueut- de anotar día por día las conversaciones telefónicas y la rendición de cuentas de todas las visitas que pueden inducirlo a recibir, con un breve resumen de los principales puntos discutidos? Esto le muestra todas las ventajas que se pueden sacar.

– Sí, señor -dijo Vidal.

– Así, ve, es extremadamente útil registrar todo y conservar todo, después de una visita como ésa, las ideas interesantes que se pueden recoger en el curso de la conversación, y armar un pequeño legajo personal del que me dará una copia, por supuesto, de manera que yo esté al corriente de todo lo que pasa en el servicio cuando no estoy, y, en suma, eh… es muy útil.

– ¿A qué altura de sus cosas está, aparte de esto? -prosiguió Miqueut.

– He preparado unos quince proyectos de Nothons que le someteré cuando usted tenga un minuto… -dijo Vidal-. Tengo también algunas cartas no muy urgentes.

– ¡Ah, sí! Y bien, luego, si usted quiere, hablaremos más largamente.

– Usted me llamará, señor -sugirió Vidal.

– Eso es, mi fiel Vidal. Tome, haga circular estos diarios… y envíeme a Levadoux.

Este último, advertido por su espía de la presencia de Miqueut en el sector, subía en ese momento la escalera y llegó a su puesto en el mismo instante en que Vidal abría la puerta.

Miqueut lo recibió con efusión, pero en ese momento, un golpe de teléfono lo llamó con urgencia al tercero, pues el Ingeniero principal Toucheboeuf necesitaba un cuarto para la malilla unificada (siguiendo las reglas del bridge) que se jugaba todas las mañanas en el escritorio del Director general y en la que la apuesta era una serie de proyectos de Nothons cuya atribución se disputaban.

Levadoux volvió a su escritorio, con aire furioso. Vidal le interceptó el paso.

– ¿Qué es lo que no anda, viejo? -le preguntó.

– ¡Me fastidia! -respondió Levadoux-. Por una vez que me encontró se las toma justo cuando íbamos a empezar.

– ¡Verdaderamente es un pesado! -aprobó Emmanuel, que al escuchar irse a Miqueut, llegaba por casualidad.

– Sí, nos fastidia -concluyó con energía Victor, cuyos labios puros no hubieran podido pese a esa energía eyacular una palabra más indecente-. Pero, en el fondo, es muy agradable ser molestado. Es mucho menos fatigoso que fastidiarse solo.

– ¡Usted es un sucio capitalista! -dijo Vidal-. Pero ya le llegará el turno.

René Vidal y Victor Léger salían de la misma escuela y aprovechan eso frecuentemente para cambiar algunas palabritas amables.

Se separaron porque entraban unas secretarias en el escritorio de Miqueut para clasificar y por prudencia había que desconfiar de las charlatanas.

Levadoux consultó su anotador y constató que, según todas las probabilidades, Miqueut no volvería antes de una hora, y desapareció.

Cinco minutos después, su jefe, que volvió como una tromba por una interrupción inopinada de la malilla, entreabrió la puerta de Vidal.

– ¿Levadoux no está? -preguntó con una sonrisa uterina.

– Acaba de salir de su escritorio, señor. Creo que fue a la calle Treinta y Nueve de Julio.

Es un anexo del C.N.U.

– ¡Es enojoso! -dijo Miqueut.

En verdad, era mucho más enojoso porque era completamente falso.

– Envíemelo cuando esté aquí -concluyó Miqueut.

– Comprendido, señor -dijo Vidal.

Capítulo X

El diecinueve de marzo cayó, como por azar, un lunes.

A las nueve menos cuarto, Miqueut reunió a los seis adjuntos a su alrededor, para el consejo hebdomadario.

Cuando estuvieron instalados, formando un semicírculo atento, cada uno con un lápiz o una lapicera en la mano derecha, y sobre la rodilla izquierda, una hoja virgen destinada a almacenar por escrito el fruto del prolífico trabajo cerebral de Miqueut, éste carraspeó desde el fondo de su garganta para aclararse la voz y comenzó en estos términos:

– ¡Y bien!, eh… Hoy quisiera hablarles de una cosa importante… de la cuestión del teléfono. Saben que sólo tenemos algunas líneas a nuestra disposición… por supuesto, cuando el C.N.U. se agrande, cuando seamos suficientemente conocidos y ocupemos un lugar de acuerdo a nuestra importancia, por ejemplo una circunscripción de París, lo que está previsto para cuando nuestras finanzas estén mejor… lo que espero llegará un buen día… eh… cuando eso esté, cuando… habiéndose dado en suma, el interés de nuestra acción… no es cierto, en suma, no es cierto, en suma, les recomiendo utilizar el teléfono sólo con la mayor discreción y, en particular, en sus conversaciones personales… Fíjense bien, por otra parte, que les digo esto en general… En nuestro servicio no exageramos, pero se ha citado el caso de un ingeniero, en otro departamento, que recibió en un año dos comunicaciones personales… y bien, en suma, es exagerado. Telefoneen sólo si es estrictamente necesario, y el menor tiempo posible. Comprenden que cuando nos telefonean del exterior, los organismos oficiales particularmente, y aquellos en particular con los que tenemos interés en congraciarnos y que, en suma, no haya línea, ¡y bien! eso causa mal efecto… y en particular si se trata del comisario Requin. También quisiera atraer vuestra atención sobre… el… en fin… el interés actual es que no se abuse del teléfono, salvo, por supuesto, para los casos urgentes y para aquellos en los cuales es indispensable utilizarlo… Por otra parte, ustedes no ignoran que si una comunicación telefónica es menos cara que una carta ordinaria, se transforma en más cara cuando excede cierta duración y, finalmente, un golpe de teléfono termina por afectar el presupuesto del C.N.U.

– Se podría -propuso Adolphe Troude- utilizar neumáticos para desinflar las líneas.