– Ni piense en eso -protestó Miqueut-, un neumático cuesta tres francos; no, mire, es imposible. En suma, lo que se necesita, les recuerdo, es poner mucha atención.
– Y además -insistió Troude- los teléfonos andan muy mal y es envenenante cuando se descomponen. Hay algunos que habría que cambiarlos, o arreglarlos, al menos.
– En principio -dijo Miqueut-, no le digo que sea un error, pero se dan cuenta de los gastos que ocasionaría, habiéndose dado, no es cierto… en suma, lo más simple, vea, es reducir lo más posible por una parte la duración y por la otra la frecuencia de las comunicaciones… de manera que, en suma, todo el mundo pueda llegar a eso.
– ¿No ven otra cosa -continuó- con lo cual podamos mantenernos en este mismo problema?
– Está -dijo Emmanuel- el problema de las secretarias…
– ¡Ah, sí! -dijo Miqueut-, a eso iba justamente.
La campanilla del teléfono exterior sonó. Descolgó.
– ¿Hola? -dijo-. Sí, soy yo. ¡Ah! Es usted, señor Presidente… Mis respetos, señor Presidente.
Con un gesto pidió paciencia a sus adjuntos.
El otro, en el extremo del hilo, vocalizaba tan fuerte que se podía agarrar al vuelo una partícula de conversación: "tuve problemas para encontrarlo…".
– ¡Ah!, señor Presidente -exclamó Miqueut-, ¡a quién se lo dice! Vea, nuestro número actual de líneas es totalmente insuficiente para nuestra importancia…
Se detuvo para escuchar.
– Justamente, señor Presidente -recomenzó-, esto ocurre porque el C.N.U. es un organismo que ha crecido muy rápido y su desarrollo exterior, si osara decirlo, no ha seguido… Estamos en plena crisis de crecimiento… ¡Hi! ¡Hi!
Se puso a cloquear como una gallina hermafrodita que hubiera cambiado tres cáscaras de sepia por una cesta de dátiles.
– ¡Hi! ¡Hi! ¡Hi! -repitió, ante una nueva observación de su interlocutor-. Tiene totalmente razón, señor Presidente.
– …Lo escucho, señor Presidente.
Entonces empezó a proferir a intervalos regulares unos "Simm… Señor Presidente" comprensivos inclinando cada vez ligeramente la cabeza, por deferencia sin duda, y rascándose con la mano izquierda la parte interior de los muslos. Después de una hora y siete minutos, les hizo señas a sus adjuntos de que se fueran, contando con retomar la sesión del consejo más tarde. Troude se despertó sobresaltado, empujado por Emmanuel y Miqueut se quedó solo con su teléfono en la mano. De vez en cuando hundía la siniestra en su cajón y sacaba una costilla, una tostada, una rodaja de salchichón, y diversos ingredientes que masticaba mientras escuchaba…
Capítulo XI
En la tarde del mismo día, a las tres menos cinco, Antioche Tambretambre descendió de su Kanibal y penetró en el Consortium. Desde el sexto, René Vidal escuchó el ruido sordo del motor del ascensor, que hacía vibrar todo el edificio. Se preparó a levantarse para recibir al visitante.
Al fin de su carrera, Antioche enfiló por el corredor estrecho que servía para los escritorios del sexto y se detuvo ante la segunda puerta de la izquierda, que llevaba el número 19. Sólo había once locales en el piso, pero su numeración empezaba en el 9 sin que nadie hubiera podido jamás comprender el porqué.
Golpeó, entró, y estrechó afectuosamente la mano de Vidal, hacia el que se sentía atraído por una simpatía irresistible.
– ¡Buenos días! -dijo Vidal-. ¿Cómo anda?
– No mal, gracias -respondió Antioche-. ¿Se puede ver al Sub-Ingeniero principal Miqueut?
– ¿El Mayor no debía acompañarlo? -preguntó Vidal.
– Sí, pero a último momento no se animó.
– Hizo bien -dijo Vidal.
– ¿Por qué?
– Porque, desde las nueve y veintidós de esta mañana, Miqueut habla por teléfono.
– ¡Diablos! -dijo Antioche admirado-. ¿Pero, va a terminar pronto?
– ¡Vamos a ver! -dijo Vidal.
Se dirigió hacia la puerta del escritorio de Victor y Levadoux.
Victor, solo, escribía.
– ¿Levadoux no está? -preguntó Vidal.
– Acaba de salir de su escritorio -dijo Léger-. No sé donde está.
– Comprendido -dijo Vidal-. No se preocupe por mí.
Volvió con Antioche.
– Levadoux no está, hay una pequeña posibilidad de que Miqueut deje de hablar por teléfono y lo llame, pero nada es menos seguro. No quiero engañarlo.
– Espero un cuarto de hora -dijo Antioche-, y me voy.
– ¿Quién lo corre? -preguntó Vidal-. Quédese con nosotros.
– Estoy -dijo Antioche-, absolutamente obligado a ir a ver a mi dentista, con el que tengo hora.
– Me gustan las corbatas lindas… -señaló inocentemente Vidal, ojeando con una mirada aprobadora el cuello de Antioche.
Era de foulard azul cielo con dibujitos rojos y negros.
– ¡Usted lo dijo! -aprobó Antioche, ruborizándose apenas.
Charlaron todavía algunos minutos y Antioche se fue. Miqueut seguía hablando por teléfono.
Capítulo XII
Antioche vino por las novedades el lunes siguiente, alrededor de las diez y media.
– ¡Buenos días, mi amigo! -exclamó entrando en el escritorio de René Vidal. Pero discúlpeme, lo molesto…
Vidal reinaba en su escritorio rodeado de otros cinco adjuntos.
– ¡Entre! ¡justamente falta uno! -dijo.
– No comprendo… -dijo Antioche-. ¿Miqueut continúa hablando por teléfono?
– ¡Justo! -cloqueó Léger.
– Y es por eso -continuó Adolphe Troude- que celebramos nuestro consejo hebdomadario.
Levadoux que parecía una reencarnación de Miqueut tomó la palabra.
– Quisiera… eh… hoy, tratar un problema que me ha parecido lo suficientemente importante como para constituir el objeto de uno de nuestros pequeños consejos hebdomadarios… es el problema de los teléfonos.
– ¡Ah no!, ¡basta! -dijo Troude-. Ya tenemos suficiente con eso.
– ¡Y bien! -dijo Vidal-, no perdamos tiempo y vamos derecho al grano: ¿Vienen a tomar un trago?
– No tengo ganas de bajar… -dijo Emmanuel.
– Entonces sigamos aburriéndonos -dijo Léger.
– No, ¿qué dirían ustedes -propuso Vidal-, de un concurso literario? De fábulas express por ejemplo.
– Vamos, dígalas… -sugirió Troude.
– "Un solo ser os falta y todo está despoblado"… -declamó Vidal.
– ¡No es de usted! -aseguró Léger.
– ¿Moraleja? -continuó Vidal…
Siguió un silencio.
– ¡Concéntrica!… -susurró simplemente.
Victor enrojeció y se rascó el bigote.
– ¿Tiene otras? -preguntó Pigeon.
– ¡Ya las encontraremos! -dijo Vidal.
– "Un caballo, mal herrado, con una herradura llena de defectos. Hizo tres agujeros en la ruta al andar al galope".
Moraleja:
"A tal herradura, tal camino".
– ¡Aprobado por unanimidad! -dijo Pigeon, resumiendo en tres palabras toda la aprobación de la asamblea.
– Pero lo mismo -prosiguió después de un silencio que se interrumpió cinco minutos más tarde-, es de locos lo que uno se aburre… ¿no es cierto Levadoux?
Se volvió hacia el lado donde estaba este último y constató que se había ido.
Capítulo XIII
El diecinueve de junio a las seis, tres meses día por día después de esta visita de Antioche, Miqueut calmó al teléfono.
Estaba contento, había hecho un buen trabajo y había logrado poner en condiciones dos proyectos de circulares para enviar a la Unión Francesa de Engomadores falsos.
Entretanto se había producido la guerra y la ocupación, por lo que aún no podía preocuparse porque lo ignoraba. El invasor, en efecto, había dejado intacta la red telefónica de París.
El asiento del C.N.U. también estaba intacto.
Los colaboradores, colegas y jefes de Miqueut se habían replegado al interior sin ocuparse de él, ya que se sabía bien que le gustaba partir el último, y después de dos días, volvieron uno tras otro. De esta manera, Miqueut no se dio cuenta de la ausencia momentánea.