Sin embargo, ya era tiempo de que la guerra terminara, o al menos de que las hostilidades oficiales se detuvieran, pues, durante esos tres meses, había agotado las provisiones que se amontonaban en su cajón, royéndolas maquinalmente, según su costumbre.
Sólo René Vidal no estaba todavía de vuelta cuando a las dieciséis y quince, Miqueut entreabrió la puerta de comunicación de sus escritorios. Subía penosamente la escalera en ese momento porque venía a pie desde Angulema y empezaba a fatigarse.
Entró en el preciso momento en que Miqueut, habiendo paseado su mirada circularmente, iba a volver a cerrar la puerta.
– Buenos días, señor -dijo cortésmente Vidal-. ¿Anda bien?
– Muy bien, Vidal, gracias -dijo Miqueut, mirando su reloj con una discreción de gorila-. ¿Se atrasó el subte?
Vidal comprendió en un instante que la llamada telefónica de Miqueut había durado mucho más tiempo de lo previsto. Contraatacó:
– Había una vaca en la vía -explicó.
– ¡Estos empleados del subte son extraordinarios! -dijo Miqueut con convicción-. Podrían vigilar a sus animales. Sin embargo esto no explica su atraso… Son las catorce y veinte y usted debía estar aquí desde las trece y treinta. ¡Por una sola vaca, vamos!
– La vaca no quiso irse -aseguró Vidal. Esos animales son muy testarudos.
– ¡Ah! -dijo Miqueut-, eso es verdad. Habrá problemas para unificarlos.
– El subte se vio obligado a hacer un rodeo -concluyó Vidal-, y eso lleva tiempo.
– ¡Comprendo! -dijo Miqueut-, al respecto, me parece que se podría unificar un sistema de vías que permitiera evitar este tipo de accidentes. Hágame una notita sobre eso…
– Entendido, señor.
Y, olvidando el motivo por el cual había entrado, Miqueut volvió a su cubil. Volvió a abrir la puerta cinco minutos después.
– Observe bien, Vidal, que lo que le señalo, la importancia de llegar a las horas exactas, no es tanto por… comprende, sino por la disciplina. Es necesario someterse a una disciplina, y frente al personal inferior, debemos ajustamos a horarios estrictos; en suma, usted ve, es necesario poner mucha atención en ser puntual, sobre todo en este momento, con estos rumores de guerra, y nosotros que estamos destinados especialmente a ser los jefes, en suma, debemos más que los otros dar el ejemplo…
– Sí, señor -dijo Vidal con un sollozo en la voz-, jamás lo volveré a hacer.
Se preguntaba quiénes eran "los otros" y también qué diría Miqueut cuando se enterara del armisticio.
Después se puso a confeccionar un proyecto de Nothons de los barrenderos municipales con bigote, que había abandonado al partir a hacer la guerra en las pastelerías de Angulema. (Era muy joven y muy virgen para hacerla en los bistrots como los oficiales superiores.)
Al hacerlo, tenía cuidado de dejar bien en el centro de cada página un grueso error para corregir, que Miqueut probablemente percibiera desde el primer momento del examen profundo que haría sufrir al proyecto y que le serviría de pretexto para agradables digresiones sobre la acomodación de los términos de la lengua francesa al pensamiento que se desea expresar en una frase y las consecuencias que se pueden deducir sobre todo en lo que concierne al arreglo de un proyecto de Nothon.
Capítulo XIV
Corrió una semana y el Consortium empezó a retomar su vida normal. El Sub-Ingeniero principal Miqueut hizo poner, uno tras otro, nueve timbres nuevos detrás de su sillón, contra la pared, para poder llamar, gracias a ingeniosas combinaciones de timbres y de frecuencias de llamada a todas las dactilógrafas del piso. Este sistema admirable le procuraba amplias alegrías interiores.
Se enteró igualmente durante ese período de los acontecimientos extraordinarios que se habían producido durante su llamada telefónica: la guerra, la derrota, el racionamiento severo, sin manifestar otros cuidados, retrospectivos, de haber visto a sus documentos correr los terribles peligros del pillaje, el saqueo, del incendio, la destrucción, el robo, la violación y la masacre. Se apresuró a esconder una pistola taponada en la puerta de su cocina y desde entonces se consideró digno de dar su opinión de patriota.
Sin embargo, aunque Miqueut recibió mercaderías del campo todo no andaba perfectamente para los otros. La vida se había encarecido excesivamente y las dactilógrafas de los adjuntos de Miqueut que ganaban por lo bajo doscientos francos por mes, y adelgazaban día a día, pidieron aumentos.
Miqueut las llamó, pues, una tras otra, a su escritorio, para sermonearlas un poquito.
– Veamos -dijo a la primera-, ¿parece que usted se queja de no ganar bastante? Pero métase bien en la cabeza que el C.N.U. no tiene los medios de pagarle más.
(El C.N.U. recibía desde hacía poco una subvención de los Khomités de Desorghanización que se elevaba a varios millones.)
– Métase bien en la cabeza -continuó el Sub-Ingeniero principal- que proporcionalmente usted gana más que yo.
(Era cierto si se tenía en cuenta el número de horas extras que él pasaba revolcándose en sus papelotes y entronizando espías sobre los puntos de exégesis… digamos controvertibles.)
– ¡Por otra parte no tiene más que casarse! -proseguía Miqueut, si su interlocutora era virgen-. Verá entonces que gana bastante bien.
(Él, después de haberse casado, hacía economías interesantes: repaso de calcetines gratis, comidas a domicilio sin sirvienta, tan difícil, buena excusa, de encontrar. La penuria causada por la guerra iba a permitirle usar sus zapatos hasta la capellada sin verse acusado de tacañería. En una palabra, Miqueut se abandonaba y se mostraba cada vez menos representativo. Ahorraba para comprarse una caja para Nothons en hierro galvanizado.)
Ya intimidada la secretaria, Miqueut le tiró a la cara en algunos minutos todas las equivocaciones o errores que había cometido desde su llegada al Consortium. Todo era cuidadosamente comentado; después de lo cual expulsaba a la paciente llorando y pasaba a la siguiente.
Terminada la serie, y dando a diez sobre doce la promesa de un aumento masivo al menos de doscientos francos, Miqueut se acomodó en su sillón y se puso a examinar un voluminoso legajo esperando que su viejo enemigo Toucheboeuf lo llamara a lo del Director general para la malilla unificada.
Capítulo XV
La guerra, Miqueut iba a darse cuenta a su costa, había trastocado mucho las cosas. Las taquidactilógrafas, compradas a precio de oro por los Khomités de Desorghanización, escaseaban en el mercado y no se vendían sino al que ofrecía más, como debe hacerlo toda provisión consciente de su valor. Estas bellas de llaveros levantaban la cabeza, orgullosas de ser necesitadas; es así que al día siguiente de la algarada de Miqueut once de las doce reprendidas renunciaron en conjunto. Miqueut maldijo contra la actitud ingrata de los subordinados y llamó urgentemente al Jefe de Personal, personaje canoso, mal afeitado, llamado Cercueil y cuya situación particular -era al mismo tiempo secretario del Director general- hacía difícil su manejo.
– ¿Hola? -dijo Miqueut-. Aquí el señor Miqueut. ¿Es el señor Cercueil?
– Buenos días, señor Miqueut -dijo el señor Cercueil.
– ¡Necesitaría urgentemente once secretarias! Todas las mías se han ido salvo la señora Lougre. Sin duda usted las había elegido mal.
– ¿No sabe por qué se fueron?
– Se entendían mal con mis adjuntos y se peleaban todo el tiempo entre ellas -mintió descaradamente Miqueut.
Cercueil, que no era un inocente, emitió un suspiro de "Pacific" que zarpa.
– Trataremos de conseguirle otras… -dijo-. Provisoriamente voy a enviarle algunas chicas que acaban de entrar en nuestros servicios anexos.