No vislumbraba el peligro que iba a ser para su servicio estropeado, la distribución, por la Cosa nacional, de las píldoras vitamínicas con hormonas de cancoillote envueltas en azúcar de corrientes de agua. Este producto superenergético producía en esos organismos de diecisiete a veinte años efectos asombrosos. Un ardor salvaje emanaba del menor gesto de esas chicas. Al cabo de cuatro distribuciones la temperatura del escritorio común había subido en tales proporciones que el inocente visitante que entraba sin precauciones especiales podía ser volteado, derrumbado, por la energía inhumana de la atmósfera ambiente. Sólo quedaba el recurso de huir o de desnudarse rápidamente, para poder mantenerse, sin hacerse ilusiones sobre el desarrollo de los acontecimientos.
Pero el cuerpo de nucleolo del Sub-Ingeniero principal siempre irrigado por su sangre de rana, pasaba a través de todo eso como una salamandra por las llamas y su ventana se mantenía cerrada día y noche cualquiera fuese el calor del aire. Miqueut hasta se había puesto un chaleco suplementario para combatir los efectos de una posible baja de temperatura.
Leía, sentado en su sillón, sobre el almohadón de cretona floreada, una versión taquigráfica de la reunión y bruscamente su ojo chocó con una frasecita, anodina en apariencia, cuyo contacto le fue tan desagradable que debió quitarse los anteojos y frotarse el párpado durante seis minutos, sin sentir otro alivio que el que acompaña la transformación de una picadura en una quemadura. Hizo girar su sillón giratorio y apretó con el dedo el tercer botón siguiendo un ritmo complicado.
Era la señal reservada a la señora Baleze, su lugarteniente.
Ésta entró. Su estómago, inflado por las píldoras vitamínicas, sobresalía bajo su vestido de tru-tru levantino decorado con grandes flores amarillo petróleo.
– Señora -dijo Miqueut-, no estoy del todo contento con su copia. Me parece que usted… eh… en suma, que usted no puso toda la atención necesaria.
– Pero, señor -protestó la señora Baleze-, me parece que lo tomé con el mismo cuidado de siempre.
– No -dijo Miqueut con tono cortante-. No es posible. Así, en la página doce, escribió de esta manera lo que yo dije en ese momento: 'Si no ven inconveniente en eso, pienso que tal vez se podría, en la línea once de la séptima página del documento K-9-768 CNP-Q-R-2675, reemplazar las palabras: "si hubiera lugar" por las palabras "salvo especificaciones contrarias" y agregar a la línea siguiente "y en particular en el caso en que" para la comprensión del texto. Y bien, yo nunca dije eso, me acuerdo perfectamente. Propuse poner "a menos que haya especificaciones contrarias" lo que no es totalmente lo mismo y, por otra parte, he dicho: "y sobre todo en el caso en que" usted bien ve que hay un matiz. Y en su copia, hay por lo menos tres errores de este tamaño. Esto no anda. Y después va a venir a pedir aumento…
– Pero, señor… -protestó la señora Baleze.
– Ustedes son todas iguales -continuó Miqueut-. Uno les da la mano y quieren tomarse el codo. Trate de que esto no se repita si no no podré proponerla para el aumento de veinte francos que pensaba le dieran el mes próximo.
La señora Baleze dejó el escritorio sin decir palabra y volvió a la sala de las dactilógrafas en el momento en que la más joven en el servicio -a la que sobrecargaban de trabajo- subía las grageas del día.
Un cuarto de hora después las siete secretarias entregaban su renuncia a Cercueil, abandonaban juntas el Consortium e iban a tomar un trago para darse coraje. En virtud del contrato no podían abandonar definitivamente su empleo antes de fin de mes y recién será veintisiete.
Tomaron y volvieron a subir la escalera después de haber pagado en el bar.
Volvieron a trabajar y, bajo la presión de sus dedos poderosos, las máquinas de escribir volaron, una a una, en astillas. Una vez más, las píldoras vitamínicas hacían estragos. Los stenciles, reventados al tercer golpe, planeaban en el escritorio entre una nube de deshechos de metal recalentado y el olor del corrector rojo se mezclaba con el de las hembras rabiosas. Cuando todas las máquinas quedaron fuera de uso, las siete secretarias se sentaron en medio de los escombros y se pusieron a cantar a coro.
En ese momento, Miqueut llamaba a su primera secretaria, la inamovible señora Lougre. Ésta acudió y le informó sobre las graves averías ocurridas al material. Miqueut se rascó los dientes aprovechando para comerse un poco las uñas y voló a lo de Toucheboeuf para tener una reunión.
Llegaba al tercer piso cuando escuchó un choque sordo que sacudió todo el edificio. El piso tembló bajo sus pies; perdió el equilibrio y debió agarrarse de la baranda para no caer mientras una avalancha de vigas y cascotes se desplomó en el corredor al que se dirigía, a cinco metros apenas de sus pies.
Bajo el peso de las bolsas de abono acababa de hundirse el escritorio de Troude, arrastrando en su caída un legajo de un interés excepcional que contenía un anteproyecto de Nothon de las cajas de madera para cocos del Sudán. Se necesitaron tres pisos de descenso para frenar la caída de las bolsas de abono y Adolphe Troude, que había caído aparte, yacía de pie en medio de los escombros. Únicamente sobresalían su cabeza y la parte de arriba del torso.
Miqueut hizo dos veces cinco pasos hacia adelante y consideró con estupor a su adjunto que había perdido la camisa y la corbata en la estacada.
– Ya le he hablado a Vidal -dijo- acerca de la necesidad de poner mucha atención sobre la importancia de una vestimenta correcta. Frente a los visitantes siempre posibles, no podemos permitirnos la menor negligencia de… eh… en suma, por supuesto, en el caso presente… usted es posible no tenga enteramente… en fin, no es cierto, de todas maneras, es necesario poner mucha atención.
– Es una paloma… -explicó Troude.
– ¿Qué? -dijo Miqueut-. No lo comprendo… Precise su pensamiento…
– Entró -continuó Adolphe Troude-, y se colgó en el globo eléctrico que se cayó…
– No es una razón, se lo repito -prosiguió Miqueut- para descuidar su vestimenta. Es una cuestión de corrección y de respeto hacia su interlocutor. Sin respetar las reglas, usted ve adonde se llega. Desgraciadamente no tenemos sino muchos ejemplos alrededor nuestro… eh… En fin, en el futuro, creo que usted pondrá atención.
Dio media vuelta, volvió al palier y entró al escritorio de Toucheboeuf que estaba frente al hueco del ascensor.
Adolphe Troude logró liberarse y se puso a juntar las bolsas intactas.
Capítulo III
A pesar de las tentativas de Miqueut y de Toucheboeuf para llevarlas hacia mejores sentimientos, las siete secretarias partieron tres días después para no volver. Tenían el corazón contento y no dijeron adiós ni aun al Sub-Ingeniero principal.
Ese día, a las dos y media, el Mayor estaba citado con el tío de su bienamada.
Como de costumbre, apenas llegó entró en lo de Vidal.
– ¿Entonces? -preguntó este último.
– ¡Listo! -respondió orgullosamente el Mayor-. Anteayer encontré a Levadoux en un peringundín y le pedí caños. Mira…
Le tendió el proyecto que ahora tenía por lo menos dieciocho mil páginas.
– ¿Siempre de acuerdo con el plan-Nothon, por lo menos? -dijo Vidal.
– ¡Como se supone! -respondió el Mayor con orgullo.
– Entonces, ve -dijo Vidal abriéndole la puerta que separaba su escritorio del de Miqueut.
– Señor, es el señor Loustalot -le dijo a Miqueut.
– ¡Ah!, está aquí, señor Loustalot -exclamó el Sub-Ingeniero principal levantándose-. Estoy muy contento de verlo.
Le sacudió la mano durante treinta segundos partiéndose la cara con una sonrisa gesticulante.