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Entonces, el Mayor le hizo un gesto cabalístico a Antioche, Antioche le habló en voz baja a Vidal y a Pigeon y los cuatro hombres desaparecieron en dirección al baño.

Emmanuel se quedó afuera para vigilar.

Eran las diecisiete cincuenta y dos.

Capítulo XII

Miqueut, empapado como un algodón, más minucioso que nunca si fuera posible, se apoderó de su pañuelo de rayón blanco, de su abrigo negro y de su sombrero negro, a las diecisiete cincuenta y tres. Tomó su plato y desapareció subrepticiamente. Iba al C.N.U. dejando a su mujer y masticando pedacitos de postre.

A las diecisiete cincuenta y nueve, Emmanuel, llamado por una voz masculina, entró en el baño. Salió a las dieciocho y cinco y se puso como obligación el cerrar discretamente las puertas exteriores del departamento.

A las dieciocho y once, el Mayor en persona salió del baño y volvió algunos segundos más tarde seguido por diez muchachos fuertes.

Éstos salieron a su vez a las dieciocho y trece y se pusieron a nuclear a la asistencia siguiendo las reglas del arte.

El Mayor puso a Zizanie en lugar seguro encerrándola en uno de los baños.

A las dieciocho y veintidós, se desencadenó la acción.

El encargado del pick-up detuvo el aparato y escondió los discos bajo el mueble. Y seis muchachos, que se habían quitado el saco levantándose las mangas más arriba del codo, munidos cada uno de una sólida silla de cocina de haya maciza, avanzaron, en una sola línea, hacia el buffet.

A una orden del Mayor las seis sillas cayeron con un ruido mate sobre la primera fila de los hombres con redingote que no habían querido ver en esos rápidos preparativos más que una diversión ridícula de la juventud.

Tres hombres cayeron, apaleados. Un barbudo con cadena de oro se puso a chillar como una cabra y fue hecho prisionero inmediatamente, otros dos se levantaron y se largaron, derrotados, hacia los maîtres.

La segunda fila fue segada integralmente por los golpes mejor coordinados de las sillas.

Los muchachitos auxiliares no estaban inactivos. Apoderándose de las viejas, las llevaban a la cocina, y poniéndoles el culo al aire, espolvoreaban con pimienta de Cayena los pliegues barbudos, con gran perjuicio de las arañas. La derrota completa de los redingotes sólo fue cuestión de minutos. No hubo ninguna tentativa de resistencia. Los prisioneros, esquilados y cubiertos de betún fueron tirados por la escalera.

Las hembras huían a toda velocidad, buscando un balde de agua fresca para sentarse. Los muertos, poco numerosos. Entonces el Mayor fue a buscar a Zizanie. De pie en medio del campo de batalla en desorden, un brazo sobre el hombro de su compañera, arengó a sus valientes tropas.

– ¡Amigos! -dijo-. Hemos librado un duro combate. Hemos ganado. Así mueren los… Pero basta de frases. A la acción. No podemos quedarnos aquí, está demasiado revuelto. Junten todas las vituallas, y en camino hacia una surprise-party.

¡Vengan a lo de mi tío! -propuso una linda morochita-. No está. Sólo quedó la servidumbre.

– ¿Está de viaje? -preguntó el Mayor.

– ¡En la basura! -contestó la chica-. Y mi tía vuelve de Burdeos recién mañana a la noche.

– Perfecto. Vamos, señores, manos a la obra. Dos hombres para el pick-up. Uno para los discos. Diez para el champagne. Doce chicas para las masas. El resto, lleven el hielo y las botellas de alcohol. Les doy cinco minutos.

Y cinco minutos después, el último muchachito abandonaba el departamento de Zizanie, doblado bajo un enorme pedazo de hielo que se le derretía en el cuello. Antioche cerró la puerta con doble llave.

El Mayor marchaba a la cabeza de sus tropas. A su lado, Zizanie. Detrás, su estado mayor (¡Ja! ¡Ja!).

– En ruta a lo del tío -aulló.

Echó una última mirada hacia atrás y el cortejo se lanzó atrevidamente sobre el boulevard.

En la retaguardia, el hielo chorreaba…

Cuarta Parte. LA PASIÓN DE LOS JITTERBUGS

Capítulo I

El tío ocupaba en la avenida Mozart el segundo piso de un lujoso edificio de piedra Comblanchien. El departamento estaba amueblado con gusto por bibelots exóticos traídos de una lejana expedición al corazón de la sabana mogólica. Tapices merovingios de lanas chillonas que se cortan a mediados de agosto, como los gatos, amortizaban las reacciones del nervioso piso de roble asentado. Todo ayudaba para hacer del conjunto un home mullido y confortable.

Al ver llegar la formación del Mayor, la portera se encerró en su pieza. La sobrina Odilonne Duveau, porque es necesario llamarla por su nombre, penetró audazmente en ese nido de resistencia y entabló diálogos incisivos con el ocupante. Un billete de cinco zwenzigues deslizado a propósito suavizó las aristas de la entrevista, que concluyó con un desfile imponente en la escalera de piedra adornada por una espesa moquette.

La caravana stopa delante del postigo del tío de Odilonne y esta última introdujo en la cerradura que se ofreció entera, el tallo fálico de una llave de bronce de aluminio. Por la acción ya alternada o combinada de los resortes y de presiones antagónicas, el pestillo ejecutó en el sentido querido el aria de Aída. La puerta se abrió. En seguida el cortejo se deshizo y el último tilingo que ya no llevaba nada en la fuente de hielo, cerró cuidadosamente las hojas con doble vuelta.

Antioche dio algunas órdenes rápidas y la influencia de su genio organizador logró, en seis minutos más o menos, colocar todo el material.

Para colmo, entre las reservas del tío se encontraron cajones de cognac cuyo descubrimiento sumergió al Mayor en un embeleso sin límite. Las setenta y dos botellas se unieron a las otras provisiones traídas de lo de Zizanie.

La multitud anónima de tilingos se dedicó a los salones, corriendo alfombras, desplazando los muebles, vaciando las cajas de cigarrillos en bolsillos más idóneos, preparando el baile.

El Mayor reunió a su novia, a Antioche, Vidal y Pigeon para un consejo de guerra urgente.

– La primera parte de nuestra tarea está cumplida. Sólo nos queda proporcionar a esta manifestación el brillo grandioso que no debe dejar de tener. ¿Qué proponen?

– Llamemos a Levadoux para que venga… -sugirió Emmanuel.

– ¡Tratemos! -dijo Vidal.

– Eso es accesorio -cortó el Mayor-. Vidal, mejor telefonea al Hot-Club para tener una orquesta. Hará más barullo que el pick-up…

– ¡Inútil! -dijo Vidal-. Claude Abadie se impone.

Se apoderó del aparato y marcó el número bien conocido: Molyneux, treintaiochocerotres.

Durante ese tiempo el Mayor continuaba con su conferencia.

– Para que esto camine se necesitan dos cosas:

lº hacerlos comer, para que no se sienten mal después de tomar;

2° hacerlos tomar, para que se sientan alegres.

– Voy a ocuparme de darles de comer -dijo Zizanie.

– Algunas chicas de buena voluntad -gritó alejándose hacia la cocina, seguida enseguida por el número de ayuda querido.

– Abadie viene -anunció Vidal-. Gruyer pasa por casa y me trae mi trompeta.

– Bien -dijo el Mayor-. Llamemos a Levadoux.

– Un poco tarde -señaló Vidal. En el cucú prehistórico sonaban las dieciocho y cuarenta.

– Nunca se sabe -dijo Emmanuel-. Probemos.

Por suerte, la standardista del Consortium, retrasada por Miqueut todavía estaba allí.

– El señor Levadoux se ha ido -dijo-. Deme su número… Si vuelve esta noche, lo llamará.

Ella misma rió de esta broma deliciosa.

Emmanuel le dio su número, y ella lo inscribió a la vista de su nombre en la punta de un papel.

– Si lo encuentro al irme, le diré que lo llame -prometió-. ¿Quiere que le dé con el señor Miqueut?

– Gracias, sin cumplidos -dijo Emmanuel, que colgó precipitadamente.

No había ninguna posibilidad de que Levadoux volviera esa noche a su escritorio, por eso la standardista lo cruzó en la escalera cuando subía a buscar sus guantes, olvidados sobre el escritorio en el momento de salir para el Cépéha. Le informó sobre la comunicación recibida y Levadoux llamó a lo del tío de Odilonne media hora después.