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Aplicadas estrictamente, las consignas del Mayor ya daban buenos resultados. Las pituquitas circulaban cargadas con pesadas fuentes que eran la base de piramidales (o piramigdales como dicen los oto-rino-laringolistas) pilas de sandwiches de jamón. Otras disponían sobre los muebles platos de masas de crema y el Mayor componía, detrás de un mantel inmaculado, un Monkey's Gland a la pimienta roja, su brebaje favorito.

En un clavo del techo de la cocina colgaba, descarnado, el hueso del jamón. Cinco machos (visiblemente) bailaban a su alrededor una danza salvaje. Los sordos golpes de puño de la cocinera Berthe Planche, encerrada en un placard, marcaban la ronda salvaje. Como entró a destiempo, la liberaron y la violaron, los cinco, de a dos. Después la volvieron a poner en el placard, pero esta vez, en la tabla de abajo. Y en la puerta de entrada se oyó el gran zafarrancho de la orquesta Abadie al ruido del cual Zizanie se precipitó.

Capítulo II

– ¿Dónde está D'Haudyt? -preguntó Vidal, después de abrir la puerta.

– ¡Justamente está un poco caído en la escalera con su batería! -respondió Abadie, siempre al corriente de las menores notas falsas.

– Atendámosle.

Y la orquesta completa hizo su entrada, aplaudida por la multitud inmensa de sus admiradores.

– No se puede tocar en el salón con el piano en la biblioteca -señaló astutamente Abadie que, decididamente, no había perdido el tiempo en la Facultad de Ingeniería-. Vamos, muchachos, traigan el piano -ordenó a cuatro tilingos desocupados que tocaban la cornamusa en un rincón.

Ardiendo por ser útiles, se precipitaron sobre el piano, un Pleyel de cola y media que pesaba setecientos kilos incluido el pianista.

La puerta resultó demasiado estrecha y el piano se resistió.

– ¡Vuelvan! -ordenó Antioche, que tenía buenas nociones de balística-. Pasará de canto.

En el curso de la operación, el piano sólo perdió su tapa, dos patas, y diecisiete pedacitos de marquetería de los cuales se pudieron colocar ocho al terminar el transporte.

Llegaba a destino cuando Abadie se acercó de nuevo.

– Después de todo -dijo-, creo que sería mejor tocar en la biblioteca. La acústica, como le decíamos a Carva, es más adecuada.

El instrumento estaba aún de costado y continuar el trabajo fue muy simple. Se reemplazaron las patas rotas por pilas de grandes libros extraídos de la colección del tío. El conjunto está bien.

– Muchachos, creo que ahora se puede tocar -dijo Claude-. Afinen.

– ¡Venga a refrescarse un poco antes de tocar! -propuso el Mayor.

– ¡No hay rechazo! -concedió el jefe.

Mientras sus colegas bebían, Gruyer, con la mirada lúbrica detrás de sus anteojos y el pelo en pie de guerra tomaba contacto con una estudiante de medicina a la que conocía más o menos. Su nariz temblaba y su bragueta era envolvente.

La voz de su jefe lo detuvo en la pendiente jabonosa del vicio y la batahola se organizó. En diez minutos, el Mayor acababa de verter en las gargantas áridas un centenar de litros de brebajes incendiarios.

Peter Gna, el famoso romántico, fue de los primeros en aprovechar esa fuente inagotable. Después de cuatro vasos de naranjada llenos de alcohol hasta el borde, empezó a sentirse con ánimo. Dio algunas vueltas por la sala con la nariz dilatada, después desapareció detrás de la cortina de una ventana y se instaló cómodamente en el balcón. Abadie tocaba su gran éxito: On est sur les roses. La alegría de los pitucos estaba colmada. Sus piernas se enroscaban como ocarinas divididas mientras que las suelas de madera marcaban con fuerza ese ritmo cuadritemporal que es el alma misma de la música negra como diría André Coeuroy al que se conoce en música casi como al aduanero Rousseau en historia. Los mugidos solapados del trombón daban a los brincos de los bailarines una característica casi sexual y parecían salir de la garganta de un toro calavera. Los pubis se frotaban vigorosamente, a fin sin duda de usar esas proyecciones pilosas molestas para rascarse y susceptibles de retener pedazos de alimentos, lo que es sucio. Lleno de gracia, Abadie estaba a la cabeza de sus hombres y piaba agresivamente las once medidas, para lograr la síncopa. Prestándose la atmósfera particularmente para desencadenar la cadencia, los músicos daban lo mejor de sí mismos llegando casi a tocar como negros de la trigesimaséptima orden. Un coro seguía al otro y no se parecían.

Llamaron a la puerta. Era un gendarme. Se quejaba de haber recibido en la cabeza un macetero de bronce de cuarenta y dos kilos y comas. Tomadas las referencias, resultó un envío de Peter Gna que empezaba a despertarse en su balcón.

– ¡Es desagradable! -murmuraba el gendarme-. ¡Un macetero de la época Ming! ¡Qué vándalo!

No se quedó mucho porque su fractura de cráneo le molestaba un poco para bailar. Le ofrecieron cognac que bebió con satisfacción, se secó el bigote y se cayó muerto en la escalera, tieso.

Ahora Abadie tocaba Les Bigoudis, de Guère Souigne, otro viejo éxito. Es que al ver al Mayor se sirvió dos vasos de alcohol.

– ¡A tu salud, Mayor! -dijo amablemente chocando los vasos uno contra otro; bebió primero el segundo, por cortesía, después el primero. Luego de lo cual, con el designio de controlar la buena marcha de las operaciones, se alejó por los corredores… Sobre la mesa del comedor percibió algo peludo prolongado por dos piernas nudosas que se agitaba encima de dos piernas más finas, imberbes y cubiertas por un barniz oscuro (Perte de Créole de Rambaud Binet). Como estaba bastante oscuro no comprendió.

– ¡Quédense cubiertos! -dijo sin embargo con amabilidad, porque vio que la chica se disponía a separarse.

Volvió discretamente al corredor.

Su oído ejercitado notaba desde hacía unos instantes una considerable disminución en la intensidad de la música. Únicamente la partida de Gruyer podía provocar tal efecto. Enriquecido por una prudencia de origen experimental, empujó con precaución la puerta de la pieza siguiente.

Entrevió, en la penumbra de las cortinas corridas, una sombra de pelo rizado y anteojos relucientes que identificó en el acto. Una sombra más clara y convenientemente redondeada descansaba en un diván próximo, liberada de lo superfluo. Un juramento, que esperaba desde hacía mucho, saludó la aparición del Mayor y abandonó la pieza con él, cerrando cuidadosamente la puerta.

El Mayor volvió a partir a la aventura.

Al cruzar a Lhuttaire, el clarinnestissta con vibrrrraciiión, que se acababa de tomar un pichel, le informó en voz baja sobre el interés de una visita periódica al antro donde Gruyer, disipada la primera emoción, no tardaría en pasar a la acción. Lhuttaire accedió enseguida.

Para terminar el Mayor iba a controlar el baño, que sabía por experiencia era un lugar muy frecuentado en tiempos de surprise-party. No se quedó mucho. La presencia de un hombre vestido en una bañera de agua helada, con un perro, por lo común bastaba para desmoralizarlo.

El timbre del teléfono entró en movimiento, golpeó sus cadenas de huesecillos, e hizo vibrar la cantidad de pequeños trucos que tenemos en las orejas y en consecuencia lo escuchó cuando atravesaba el hall para llegar al lugar donde se bailaba.

Capítulo III

– Hola. ¿El señor Loustalot?

– Buenas noches, señor Miqueut -dijo el Mayor, reconociendo el órgano armonioso de su jefe.

– Buenas noches, señor Loustalot. ¿Está bien? ¿Podría, no es cierto… darme con el señor Pigeon?

– ¡Voy a ver si está aquí! -dijo el Mayor.

Pigeon estaba detrás de él.