Выбрать главу

– ¿Una visita? ¿Y qué visita es ésa?

Maj-Britt sonrió e intentó irradiar una serenidad que no sentía.

– Si esperáis dentro, vendremos dentro de… ¿Está bien un cuarto de hora? Y no tenéis que pensar en poner un café ni nada de eso, sólo quiero presentaros…

Había pensado decir «presentároslo», pero decidió que sería mejor esperar. La cosa ya estaba bastante mal. Su madre no respondió. Se sacudió lo más visible de las perneras del pantalón y se encaminó a buen paso hacia la puerta de la cocina. Su padre tomó la cesta y la azada para guardarlos en el cobertizo. Estaba claro: ya estaba irritado por que lo hubiesen interrumpido. Miró a su alrededor cuando cruzó el césped para asegurarse de que no había nada más por medio.

– Tú lleva adentro las herramientas de tu madre.

No era una pregunta y Maj-Britt obedeció.

Se detuvieron en la escalera unos minutos y se dieron la mano. La de Göran estaba sudorosa, y eso no era habitual.

– Todo irá bien. Por cierto, le prometí a mi madre que les preguntaríamos si no querrían venir a casa a tomar café un día de éstos, para que se conozcan. Recuérdamelo, que no se me olvide decirlo.

Para Göran todo era muy fácil. Y muy pronto, también lo sería para ella.

Agarró el pomo y supo que había llegado el momento. Pasara lo que pasase.

Lo tenía decidido.

Nadie los recibió en el vestíbulo. Se quitaron los chaquetones mientras oían el chorro del agua en la cocina, seguido del golpeteo de las suelas de alguien que se acercaba. Enseguida apareció su madre en la puerta. Llevaba el vestido estampado y los zapatos negros que sólo acostumbraba a ponerse para las ocasiones. Y, en un segundo, quizás alcanzó Maj-Britt a comprender lo solemne de la situación. Que lo hacían por ella.

Su madre sonrió y le tendió la mano a Göran.

– Bienvenido.

– Mi madre, Inga. Éste es Göran.

La sonrisa de su madre se hizo más franca y abierta mientras se saludaban.

– Es estupendo que Maj-Britt haya traído a casa a uno de sus amigos, pero debes perdonarnos, pues no hemos tenido tiempo de preparar nada que ofrecerte, de modo que tendrás que conformarte con lo que haya.

– No importa, de verdad que no.

Göran le devolvió la sonrisa.

– ¡De ninguna manera! Por supuesto que tomarás algo. El padre de Maj-Britt está esperando en la sala, así que puedes ir pasando. Yo iré enseguida con el café. Maj-Britt, tú ven a ayudarme en la cocina.

Su madre se marchó y ellos dos se miraron un instante. Se cogieron fuertemente de la mano y asintieron. Lo lograremos. Maj-Britt le señaló la sala de estar y Göran respiró hondo. Y Maj-Britt leyó en sus labios aquellas dos palabras que le infundían valor. Ella sonrió, se señaló a sí misma y luego a él y asintió. Pues en verdad que así era.

Su madre estaba de espaldas vertiendo el agua caliente en la cafetera. Habían sacado la porcelana fina, la sinuosa cafetera de porcelana decorada con flores azules. De repente, sintió remordimientos. Debería haberlos prevenido de que pensaba llevar visita, en lugar de exponerlos al imprevisto. Vio que a su madre le temblaban las manos. De repente, se sentía apremiada.

– No tendríais que haberos molestado tanto.

Su madre no respondió. Siguió vertiendo un poco más de agua del cazo para que se mezclase con el café de la cafetera eléctrica. Maj-Britt deseaba ir a la sala. No quería dejarlo allí solo con su padre. Habían decidido que harían aquello juntos. Como harían todo lo demás en el futuro.

Miró a su alrededor.

– ¿Puedo hacer algo?

– Canta en el coro, ¿verdad?

– Sí, es primer tenor.

No se oía el menor ruido de la sala de estar. Ni siquiera un murmullo.

– ¿Quieres que lleve esto?

Maj-Britt señaló una pequeña bandeja con el azúcar y la jarrita de la crema de leche. Del mismo juego de porcelana que la cafetera. Desde luego, se tomaban muchas molestias.

– Primero llena la jarrita de crema.

Maj-Britt fue a sacar la crema del frigorífico, llenó la jarrita y, entre tanto, ya se había hecho el café. Su madre la miró con la cafetera en una mano, mientras se atusaba el cabello con la otra.

– ¿Vamos?

Maj-Britt asintió.

Su padre estaba sentado a la mesa de la sala de estar, ataviado con su traje negro de vestir. Los marcados dobleces del mantel sobresalían de la superficie de la mesa, pero quedaron aplastados por las floridas tazas de porcelana y el plato con ocho clases distintas de galletas. Göran se levantó al verlas entrar.

– ¡Menuda fiesta! De verdad que no era mi intención causarles tanta molestia.

Su madre sonrió.

– ¡Bah! No es nada, sólo he servido lo que tenía en casa. ¿Un café?

Maj-Britt no articulaba palabra. Había algo de irreal en todo aquello. Göran y sus padres en la misma habitación. Dos mundos tan esencialmente distintos bajo la misma mirada. Las personas que más amaba en el mundo, reunidas en el mismo lugar, al mismo tiempo. Y Göran allí, en su casa, donde Dios siempre vigilaba cada acontecimiento. Allí estaban juntos. Todos ellos. Y todo estaba permitido. Incluso lo invitaron a café en la vajilla de porcelana. Con sus trajes de vestir.

Allí estaban, pues, con sus tazas de café y unas galletas en el plato. Intercambiando sonrisas esquivas, sin decir nada, nada importante, nada que se apartase de las frases de cortesía sobre la excelencia de los dulces y el buen sabor del café. Göran hacía lo que podía y ella sentía transcurrir los segundos, cómo la situación se iba haciendo insostenible. La sensación de estar ante un precipicio. De estar disfrutando los últimos instantes de hallarse a buen recaudo, antes de precipitarse a lo desconocido.

– Así que os habéis conocido en el coro.

Fue su padre quien hizo la pregunta. Removió el café con la cuchara y la dejó escurrir antes de colocarla en el platillo junto a la taza.

– Sí.

Maj-Britt quería añadir algo, pero no le salía.

– Sí, a ti te vimos en el concierto de Navidad del año pasado, cuando interpretaste aquel solo. Tienes una hermosa voz, de verdad melodiosa. ¿No fue «Noche de paz» lo que cantaste?

– Sí, exacto, y también «Adviento», pero supongo que el más conocido era «Noche de paz».

De nuevo se hizo el silencio. Su padre empezó a remover el café otra vez y el sonido de la cucharilla resultaba acogedor, en cierto modo. Tan sólo el tictac del reloj de pared y el rítmico tintineo de la cucharilla en la taza. Nada por lo que preocuparse. Todo iba como debía. Allí estaban juntos y tal vez deberían hablar un poco más, pero nadie hacía preguntas y no se ofreció la menor posibilidad de entablar conversación. Göran buscó su mirada. Ella le correspondió brevemente antes de clavarla en el suelo.

Maj-Britt no se atrevía.

Göran dejó la taza sobre la mesa.

– Hay algo que Majsan y yo queríamos contarles.

La cucharilla detuvo su girar en la taza. Maj-Britt dejó de respirar. Seguía al borde del precipicio pero, súbitamente, éste cedió sin que ella hubiese dado el menor paso.

– ¿Ah, sí?

Su padre paseó la mirada de uno a otro, de Göran a Maj-Britt y de nuevo al punto de partida. Una sonrisa de curiosidad asomó juguetona a su rostro, como si el hombre acabase de recibir un obsequio inesperado. Y Maj-Britt lo comprendió en el acto. Lo que iban a decir era tan impensable que a su padre ni se le había pasado por la cabeza.

– He solicitado mi ingreso en el Conservatorio Superior de Música de Björkliden y tendré que mudarme de aquí; le he pedido a Majsan que venga conmigo y ella ha aceptado.

Ella jamás había experimentado en la realidad lo que ocurrió entonces, pero sí lo había visto en la tele en alguna ocasión. La imagen se congeló de forma instantánea y todo se detuvo. Ni siquiera era capaz de distinguir si seguía oyéndose el tictac del reloj de pared. De pronto, todo volvió a cobrar movimiento, aunque con más indolencia: Como si la parálisis persistiese parcialmente y debiese ir ablandándose poco a poco, antes de que todo se restaurase. La sonrisa de su padre no desapareció de inmediato, sino que su expresión sufrió una transformación más bien gradual. Sus rasgos adquirieron otra forma y, cuando por fin se asentaron, Maj-Britt pudo leer la más pura desesperación en su cara.