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Procuraba que la lámpara estuviese apagada. Seguía tapándose si Göran la sorprendía desnuda alguna vez. Al principio, él se reía de ella, con cariño, no con malicia, pero Maj-Britt había creído intuir últimamente un atisbo de irritación en su voz. Göran solía explicarle lo hermosa que era y cuánto le gustaba verla desnuda y cómo lo excitaba. Maj-Britt no quería oír aquello, verdaderamente, una cosa era hacerlo en la oscuridad y otra muy distinta hablar de ello. Esa mala costumbre suya de poner en palabras lo que hacían la avergonzaba y solía pedirle que no lo hiciera. Era como si las palabras convirtiesen lo que hacían en una indecencia. Igual que si lo hubiesen hecho con la luz encendida de modo que todo se viese. No era que no quisiera: a ella le encantaba que él la tocase. Era como si su unión se fortaleciese cuando estaban tan cerca, como si compartiesen un gran secreto. Pero después venían los remordimientos. Cada vez con más frecuencia, ella se preguntaba si de verdad era correcto y bueno lo que hacían. Si de verdad cabía defender todo el placer que se permitía. Y a veces tenía la sensación de que hubiese allí alguien que, horrorizado de su lascivia, la espiase y fuese anotándolo todo en un diario.

Habían acordado que Göran terminaría aquel año en la Universidad Popular. Pagaban un alquiler tan bajo que se las arreglaban bien con su crédito de estudios. Pero cuando naciese el niño buscaría un trabajo, cualquier trabajo, decía Göran, con tal de que tuviesen lo suficiente para vivir. Ella adivinaba lo que él pensaba en el fondo, que el sueño del Conservatorio no iba a resultar tan viable como él quería hacerle creer. A veces, la madre de Göran llamaba por teléfono. Maj-Britt tenía tantas ganas de saber si había visto a sus padres, pero nunca preguntó. Nadie los mencionaba, como si los hubiesen borrado, como si nunca hubieran existido. Igual que ellos y la Comunidad habían hecho con Maj-Britt.

Iban pasando los días, cada vez más difíciles de llenar. Allí sólo conocía a Göran y algunos de sus compañeros, pero las veces que salía con ellos se sentía aún más sola. Ellos tenían en común sus estudios y habían desarrollado un lenguaje particular que le era ajeno. Göran era el mayor de los alumnos del centro y a Maj-Britt le resultaba muy infantil cuando se relacionaba con sus compañeros de clase. Bebían cubatas y escuchaban música y todo era muy distinto de aquello a lo que ella estaba acostumbrada y a como fue antes de que se mudaran.

Entonces ellos dos tenían en común el coro y preferían pasar las noches los dos solos leyendo libros, hablando, amándose. Ella siempre se sentía inferior a la gente con la que se reunían, en especial a las mujeres. Allí estaba ella, con su barriga, un personaje aburrido y siempre en silencio, pues no tenía nada que contar, y Göran no parecía comprender que se encontrase cansada a primera hora de la noche y que quisiera volver a casa temprano. Añoraba a Vanja. Ella habría comprendido cómo se sentía Maj-Britt y se habría puesto de su lado. Y habría dicho todo aquello que ella no era capaz de decir. Harriet era la que más le desagradaba, había algo en su modo de mirar a Göran que la incomodaba. En silencio, recreaba en su imaginación lo que Vanja habría hecho si hubiese estado allí. Así le resultaba más llevadero.

Un viernes por la noche, Göran volvió a casa bebido, según pudo comprobar por su aliento. No era que se le notase, pero ella estaba en la cocina, ante el fregadero, y él se le acercó por detrás y le puso las manos en los hombros y entonces le olió el aliento. Maj-Britt continuó con la vajilla. Las manos de Göran le tanteaban los costados buscando llegar bajo el jersey y cuando se apretó contra ella, Maj-Britt notó lo excitado que estaba. Cerró los ojos, intentando aplacar su respiración. No cedería, esta vez no. Estaba dispuesta a demostrarle que ella era capaz de controlar sus deseos y que no era una esclava de la lujuria.

– Déjalo ya.

Göran siguió acariciándola.

– Göran, por favor, déjalo.

Él apartó sus manos. Y enseguida se oyó un portazo.

Le llevó cerca de una hora deshacerse del deseo que había despertado en ella.

La barriga seguía creciendo. Vanja daba cada vez menos señales de vida y los días de Göran en el centro se hacían interminables. A veces no llegaba a casa hasta las ocho de la tarde. Lo retenían ensayos extraordinarios y de coro y todo lo habido y por haber, actividades obligatorias para todos los alumnos. Ella tenía la barriga inmensa y pesada y se decía que por eso ya no se tocaban nunca.

Por eso ella se había ido apartando.

Con el tiempo, él dejó de intentarlo siquiera.

Era mucho el tiempo que su soledad le ofrecía para cavilar, las ideas bullían en círculos cerrados en su cabeza y nunca se veían rebatidas, pues nunca las pronunciaba en voz alta. Ella creyó que las cosas serían mucho más fáciles si se alejaba de todos aquellos ojos vigilantes. Que por fin podría sentirse perfecta cuando se hubiese liberado de todas las limitaciones y tuviese oportunidad de participar de un mundo que se le había ido revelando a retazos a lo largo de los años, en parte gracias a Vanja pero, ante todo, gracias a Göran. Creía que todo sería mucho mejor si ella se hacía responsable de su vida y de sus decisiones, en lugar de amoldarse y de confiarse a Dios que, después de todo, ni respondía ni dejaba claro lo que opinaba. Pero no resultó así. Al contrario, ahora comprendía hasta qué punto su vida anterior había estado libre de complicaciones, puesto que podía abandonarse al unívoco parecer de la Comunidad y a sus pautas de conducta. Lo sencillo que era todo cuando no tenía que pensar por sí misma. Allí fuera, se encontraba totalmente sola.

Una raíz venenosa erradicada para que no propagase su enfermedad.

Y ella misma lo había elegido.

Estaba muy segura de que el amor de Göran y el suyo propio y todo lo que ese amor implicaba era natural y sano, y de que eran sus padres y la Comunidad los que estaban equivocados. Ahora comprendía lo egoísta de su comportamiento. Sólo pensó en sí misma y en su propia satisfacción. Ahora que se había apaciguado la rabia y que el dolor le había ganado la carrera, comprendía la desesperación en que debió de sumir a sus padres, la vergüenza que debieron de sentir. No había rastro de buena voluntad en lo que hizo, tan sólo un egoísmo desmesurado y odioso. Creyó que podría cambiar su miedo a Dios por el amor que le inspiraba Göran, que ese amor la sanaría, los acusó de obligarla a elegir. Pero ahora la asaltaba la sospecha de que quizá no hizo más que ceder, que su elección, en realidad, se basó sólo en su incapacidad para domeñar sus instintos. Las palabras del pastor la perseguían:

«El objetivo del sexo son los hijos, así como el objetivo biológico del hecho de comer es alimentar al cuerpo. Si comiéramos siempre que tuviéramos apetito y cuanto quisiéramos, está claro que algunos de nosotros comeríamos demasiado. La virtud exige control del cuerpo y la virtud aporta luz. No existe ningún conflicto entre Dios y la naturaleza, pero si al decir "naturaleza" nos referimos a nuestros instintos naturales, hemos de aprender a dominarlos, a menos que queramos arruinar nuestras vidas».

Y citó un pasaje de la Epístola a los Romanos: «Sé que en mí, quiero decir, en mi carne, no habita nada bueno».

Cada día que pasaba perdida en aquellos círculos cerrados crecía su convicción de que el pastor tenía razón. Porque aquello no estaba bien, ahora empezaba a comprenderlo. Habían engendrado un hijo prácticamente dentro del matrimonio y eso era correcto, pero seguir haciéndolo a pesar de todo no era defendible. Y no era porque sus padres pensaran así por lo que había cambiado de opinión, sino porque ella misma había llegado a darse cuenta. De repente, empezó a sentirse sucia, impura. Y puesto que sabía que la causa estaba en aquello que hacían, no podía estar bien. Puesto que le causaba tal angustia.