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Don Juan debe haber estado observándome. Me tocó de pronto; automáticamente me volví a encararlo, y por un instante aparté la vista de don Genaro. Cuando lo miré de nuevo, estaba parado junto a mí con la cabeza levemente inclinada y la barbilla casi apoyada en mi hombro derecho. Tuve un sobresalto retardado. Lo miré un segundo y después salté hacia atrás.

Su expresión de sorpresa fingida fue tan cómica que reí histéricamente. Pero no podía menos de advertir que mi risa se salía de lo acostumbrado. Mi cuerpo se sacudía con espasmos nerviosos originados en la parte media de mi estómago. Don Genaro me puso la mano en el estómago y las ondulaciones convulsionadas cesaron.

– ¡Este Carlitos, siempre tan exagerado! -exclamó con tono de gente remilgada.

Luego añadió, imitando la voz y las inflexiones de don Juan:

– ¿Qué no sabes que un guerrero jamás se ríe así?

Su caricatura de don Juan era tan perfecta que reí todavía más fuerte.

Después, ambos se fueron juntos, y estuvieron fuera más de dos horas, hasta eso del mediodía.

Al regresar, tomaron asiento en el espacio frente a la casa de don Juan. No dijeron palabra. Parecían soñolientos, cansados, casi distraídos. Permanecieron inmóviles largo rato, pero se veían cómodos y relajados. La boca de don Juan estaba ligeramente abierta, como si durmiera, pero tenía las manos unidas sobre el regazo y movía rítmicamente los pulgares.

Durante un tiempo me agité, inquieto, y cambié de posiciones; luego empecé a sentir una placidez confortante. Debo haberme dormido. La risa leve de don Juan me despertó. Abrí los ojos. Ambos me escudriñaban.

– Si no hablas, te duermes -dijo don Juan, riendo.

– Me temo que sí -dije.

Don Genaro se acostó de espaldas y empezó a patalear en el aire. Por un momento pensé que reiniciaba su inquietante payaseo, pero él recuperó de inmediato su postura anterior, sentado con las piernas cruzadas.

– Hay algo que ya por ahora debías tener en cuenta -dijo don Juan-. Yo lo llamo el centímetro cúbico de suerte. Todos nosotros, guerreros o no, tenemos un centímetro cúbico de suerte que salta ante nuestros ojos de tiempo en tiempo. La diferencia entre un hombre común y un guerrero es que el guerrero se da cuenta, y una de sus tareas consiste en hallarse alerta, esperando con deliberación, para que cuando salte su centímetro cúbico él tenga la velocidad necesaria, la presteza para cogerlo.

"La suerte, la buena fortuna, el poder personal, o como lo quieras llamar, es un estado peculiar de cosas. Es como un palito que sale frente a nosotros y nos invita a arrancarlo. Por lo general andamos demasiado ocupados, o preocupados, o estúpidos y perezosos, para darnos cuenta de que es nuestro centímetro cúbico de suerte. Un guerrero, en cambio, siempre está alerta y duro y tiene la elasticidad, el donaire necesario para agarrarlo."

– ¿Es tu vida dura y ajustada? -me preguntó de pronto don Genaro.

– Creo que sí -dije con convicción.

– ¿Te crees capaz de coger tu centímetro cúbico de suerte? -me preguntó don Juan con tono incrédulo.

– Creo hacerlo todo el tiempo -dije.

– Yo creo que sólo te tienen alerta las cosas que ya conoces -dijo don Juan.

– Quizá me engañe, pero de veras creo que actualmente estoy mucho más despierto que en ninguna otra época de mi vida -dije, y hablaba en serio.

Don Genaro asintió, aprobando.

– Sí -dijo suavemente, como hablando consigo mismo-. Carlitos está de veras compacto, y absolutamente despierto.

Sentí que me seguían la corriente. Pensé que tal vez les molestó la declaración de mi supuesta condición de compacidad.

– No quise presumir -dije.

Don Genaro arqueó las cejas y agrandó las fosas nasales. Miró mi cuaderno y fingió escribir.

– Creo que Carlos está más compacto que antes -dijo don Juan a don Genaro.

– A lo mejor está demasiado compacto -devolvió don Genaro.

– Puede muy bien que sea así -concedió don Juan.

Yo no supe cómo terciar en ese punto, así que permanecí callado.

– ¿Recuerdas la vez que trabé tu carro? -preguntó don Juan como al acaso.

Su pregunta era abrupta y no tenía relación con la conversación. Se refería a una ocasión en la que no pude arrancar mi coche hasta que él me dijo que ya podía. Dije que nadie olvidaría un evento así.

– Eso no fue nada -dijo don Juan en tono sereno-. Nada en absoluto. ¿Verdad, Genaro?

– Verdad -dijo don Genaro, indiferente.

– ¿Cómo va usted a decir eso? -dije en tono de protesta-. Lo que usted hizo aquel día fue algo que verdaderamente yo nunca podré comprender.

– Eso no es decir gran cosa -repuso don Genaro.

Ambos rieron de buena gana y luego don Juan me palmeó la espalda.

– Genaro puede hacer algo mucho mejor que trabar tu coche -prosiguió-. ¿Verdad, Genaro?

– Verdad -respondió don Genaro, frunciendo los labios como un niño.

– ¿Qué puede hacer? -pregunté, tratando de parecer despreocupado.

– ¡Genaro puede llevarse tu carro entero! -exclamó don Juan con voz retumbante; luego añadió con el mismo tono-: ¿Verdad, Genaro?

– ¡Verdad! -contestó don Genaro en el tono de voz humana más fuerte que jamás había yo escuchado.

Salté involuntariamente. Tres o cuatro espasmos nerviosos convulsionaron mi cuerpo.

– ¿Qué es lo que quiso usted decir con lo de que se puede llevar mi carro?

– ¿Qué quise decir, Genaro? -preguntó don Juan.

– Quisiste decir que puedo subirme en su carro, encender el motor y luego irme manejando -replicó don Genaro con seriedad nada convincente.

– Llévate el carro, Genaro -lo instó don Juan en tono de broma.

– ¡Hecho! -dijo don Genaro, frunciendo el entrecejo y mirándome de lado.

Noté que, cuando ponía ceño, sus cejas ondulaban, haciendo su mirada maliciosa y penetrante.

– ¡Muy bien! -dijo don Juan calmadamente-. Vamos a examinar el carro.

– ¡Sí! -repitió don Genaro-. Vamos a examinarlo.

Se levantaron, muy despacio. Por un instante no supe qué hacer, pero don Juan me indicó imitarlos.

Empezamos a subir el cerrito frente a la casa de don Juan. Ambos me flanqueaban, don Juan a mi derecha y don Genaro a la izquierda. Iban unos dos metros delante de mí, siempre dentro de mi campo central de visión.

– Examinemos el carro -dijo de nuevo don Genaro.

Don Juan movió las manos como si tejiera un hilo invisible; don Genaro hizo lo mismo y repitió: "Examinemos el carro." Caminaban con una especie de rebote. Sus pasos eran más largos que de costumbre, y sus manos se movían como si azotaran o batieran objetos invisibles frente a ellos. Yo nunca había visto a don Juan payasear en esa forma, y me sentid casi avergonzado de mirarlo.

Llegamos a la cima y dirigí la vista al espacio a pie del cerro -unos cincuenta metros de distancia-, donde había estacionado mi coche. El estómago se me contrajo con una sacudida. ¡El coche no estaba! Corrí cuestabajo. Mi coche no se veía por ninguna parte. Experimenté un momento de gran confusión. Me hallaba desorientado.

El coche había estado allí desde que llegué temprano en la mañana. Cosa de media hora antes, yo había venido a sacar un nuevo cuaderno de papel para escribir. Se me ocurrió entonces dejar abiertas las ventanillas a causa del calor excesivo, pero la abundancia de mosquitos y otros insectos voladores me hizo cambiar de idea, y dejé el coche cerrado como de costumbre.