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Volví a mirar en torno. Rehusaba creer que mi coche no estuviera. Caminé hasta el borde del espacio despejado. Don Juan y don Genaro se me unieron y se pararon junto a mí, haciendo exactamente lo que yo hacía: escudriñar la distancia para ver si avizoraba el coche. Tuve un momento de euforia que cedió el paso a una desconcertante sensación irritada. Ellos parecieron advertirla y empezaron a caminar en torno mío, moviendo las manos como si amasaran.

– ¿Qué crees que le pasaría al carro, Genaro? -preguntó don Juan con mansedumbre.

– Me lo llevé -dijo don Genaro, y realizó una asombrosa pantomima de cambiar velocidades y conducir. Dobló las piernas como si estuviera sentado y conservó esa postura unos momentos, obviamente sostenido sólo por los músculos de las piernas; luego apoyó su peso en la pierna derecha y estiró el pie izquierdo como pisando el embrague. Imitó con los labios el ruido de un motor, y finalmente, como broche de oro, fingió haber dado en un bache y se sacudió hacia arriba y hacia abajo, dándome la entera sensación de un conductor inepto que rebota en el asiento sin soltar el volante.

La mímica de don Genaro era estupenda. Don Juan rió hasta quedarse sin aliento. Yo quería unirme al regocijo, pero me era imposible relajarme. Me sentía amenazado e incómodo, poseído por una angustia que no tenía precedentes en mi vida. Sentía arder por dentro y empecé a patear piedras y terminé recogiéndolas y aventándolas con una fuerza inconsciente e imprevisible. Era como si la ira estuviese realmente fuera de mí, y me hubiera envuelto de pronto. Luego el sentimiento de molestia me abandonó, tan repentinamente como me había invadido. Aspiré hondo y me sentí mejor.

No me atrevía a mirar a don Juan. Me apenaba mi demostración de ira, pero al mismo tiempo tenía ganas de reír. Don Juan se acercó y me dio unas palmadas en la espalda. Don Genaro puso el brazo en mi hombro.

– ¡Ándale! -dijo don Genaro-. Que te dé un coraje. Pégate en la nariz y sácate sangre. Luego puedes agarrar una piedra y romperte los dientes. ¡Qué bien te vas a sentir! Y si eso no te basta, puedes poner los huevos en ese peñasco y hacerlos papilla con la misma piedra.

Don Juan soltó una risita. Les dije que me sentía avergonzado de mi comportamiento. No sabía qué cosa se me metió. Don Juan declaró hallarse seguro de que yo sabía exactamente lo que pasaba, pero fingía no saberlo y lo que me enojaba era el acto de fingir.

Don Genaro estaba insólitamente confortante; me palmeó la espalda repetidas veces.

– A todos nos pasa lo mismo -dijo don Juan.

– ¿A qué se refiere usted, don Juan? -preguntó don Genaro imitando mi voz, parodiando mi hábito de hacer preguntas a don Juan.

Don Juan dijo cosas absurdas como: "Cuando el mundo está al revés nosotros estamos al derecho, pero cuando el mundo está al derecho nosotros estamos al revés. Bueno, pues cuando el mundo y nosotros estamos al derecho, creemos estar al revés…" Siguió y siguió diciendo incoherencias mientras don Genaro imitaba mi forma de tomar notas. Escribía en un cuaderno invisible, con los ojos muy abiertos y fijos en don Juan. Don Genaro había observado mis esfuerzos por escribir sin mirar el papel, para no alterar el flujo natural de la conversación. Su mímica era en verdad hilarante.

De pronto me sentí a mis anchas, feliz. La risa de los viejos era tranquilizante. Por un momento me dejé ir y solté una carcajada. Pero luego mi mente entró en un nuevo estado de aprensión, confusión y molestia. Pensé en la imposibilidad de aquello que estaba ocurriendo; era algo inconcebible según el orden lógico por el cual juzgo habitualmente el mundo frente a mí. Sin embargo yo, como perceptor, percibía que mi coche no estaba allí. Como siempre que don Juan me enfrentaba con fenómenos inexplicables, se me ocurrió la idea de que se me estaba engañando por medios ordinarios. Siempre, bajo tensión, mi mente repetía, en forma involuntaria y consistente, la misma elaboración. Me puse a calcular cuántos cómplices habrían necesitado don Juan y don Genaro para alzar mi coche y llevárselo. Me hallaba absolutamente seguro de haber cerrado con llave, compulsivamente, todas las puertas; el freno de mano estaba puesto, también la velocidad, y el volante tenía seguro. Para mover el coche, habrían tenido que alzarlo en vilo. Esa tarea requería una fuerza laboral que ninguno de ellos podría haber reunido. Otra posibilidad era que alguien, de acuerdo con ambos, hubiera forzado la portezuela y conectado el alambre de encendido para llevarse el auto. Esa acción implicaba un conocimiento especializado más allá de sus medios. La última explicación posible era que tal vez me estaban hipnotizando. Sus movimientos me resultaban tan nuevos y tan sospechosos que me puse a girar en racionalizaciones. Pensé que, si me hallaba hipnotizado, ocupaba un estado de conciencia alterada. En mi experiencia con don Juan había notado que, en tales estados, uno es incapaz de llevar cuenta coherente del paso del tiempo. En ese respecto, jamás había habido un orden perdurable en ninguno de los estados de realidad no ordinaria experimentados por mí, y mi conclusión fue que, manteniéndome alerta, llegaría un momento en el que perdería mi orden de tiempo secuencial. Como si, por ejemplo, estuviese mirando una montaña en determinado momento, y luego, en mi siguiente instante de conciencia, me hallase mirando un valle en la dirección opuesta, pero sin recordar haber dado la vuelta. Sentí que, de ocurrirme algo de tal naturaleza, tal vez me sería posible explicar lo que ocurría con mi coche como un caso de hipnosis. Decidí que lo único a hacer era observar cada detalle con minuciosidad extrema.

– ¿Dónde está mi carro? -pregunté, dirigiéndome a ambos.

– ¿Dónde está el carro, Genaro? -preguntó don Juan con una expresión totalmente seria.

Don Genaro empezó a voltear piedras para mirar debajo. Trabajó febrilmente en todo el espacio llano donde yo había estacionado el coche. No pasó por alto una sola piedra. A veces fingía enojarse y arrojaba la piedra al matorral.

Don Juan parecía disfrutar la escena a un grado inexpresable. Reía y chasqueaba la lengua y casi ignoraba mi presencia.

Don Genaro acababa de arrojar una piedra, en un arranque de frustración mentida, cuando llegó a un peñasco de buen tamaño, la única piedra grande y pesada en el área. Intentó volcarla, pero pesaba demasiado y se hallaba incrustada en el suelo. Pugnó y resopló hasta empezar a sudar. Luego se sentó en la roca y llamó a don Juan en su ayuda.

Don Juan me miró con una sonrisa resplandeciente y dijo:

– Anda, vamos a darle una mano a Genaro.

– ¿Pero qué es lo que está haciendo? -pregunté.

– Está buscando tu carro -dijo don Juan con desenfado y naturalidad.

– ¡Por Dios! ¿Cómo va a encontrarlo debajo de las piedras?

– Por Dios, ¿por qué no? -repuso don Genaro, y ambos se carcajearon.

No pudimos mover la roca. Don Juan sugirió que fuéramos a la casa a buscar un madero grueso que usar como palanca.

En el camino a la casa, les dije que sus actos eran absurdos y que eso que me hacían, fuera lo que fuese, no tenía caso.

Don Genaro me escudriñó.

– Genaro es un hombre muy cabal -dijo don Juan con expresión seria-. Es tan cabal y meticuloso como tú. Tú mismo dijiste que nunca dejas una sola piedra sin voltear. Él está haciendo lo mismo.

Don Genaro me palmeó el hombro y dijo que don Juan tenía toda la razón y que, de hecho, él quería ser como yo. Me miró con un brillo de locura y abrió las fosas nasales.

Don Juan chocó las manos y arrojó su sombrero al suelo.

Tras una larga búsqueda en torno a la casa, don Genaro encontró un tronco de árbol, largo y bastante grueso, parte de una viga. Lo cargó atravesado en los hombros e iniciamos el regreso al sitio donde había estado mi coche.