Proseguimos lentamente nuestro camino. El perro nos acompañaba por el otro lado de la verja emitiendo gruñidos de alegría y de sumisión, sin olvidar por ello mi molesta presencia, ya que sólo por amor a Leo reprimió varias veces aquel sordo gruñido defensivo y hostil.
— Perdóneme — empecé de nuevo —. Estoy abusando de su paciencia y de su amabilidad. Sin duda tiene usted intención de regresar a su casa y de meterse en la cama.
— Pero, ¿por qué? — exclamó Leo sonriendo-. No tengo ningún inconveniente en pasearme durante toda la noche; dispongo de tiempo sobrante y tampoco me faltan ganas de hacerlo. Si es que usted no acaba por cansarse.
Lo dijo de un modo amable, sin concederle la mayor importancia, y estoy seguro de que sin doble intención. Pero apenas pronunció estas palabras, sentí de repente un profundo cansancio. Me pesaba la cabeza y me dolían las articulaciones. ¡Qué pesados me parecían cada uno de mis pasos! Experimentaba un profundo desaliento ante aquel vagar absurdo e inútil a través de la noche húmeda y oscura.
— Tiene usted razón — dije abatido —. Estoy muy cansado. Ahora lo noto. Y, no tiene sentido pasearse por la noche bajo la lluvia, constituyendo una carga para otra persona.
— Como usted quiera — replicó Leo cortesmente.
— ¡Leo, Leo! durante nuestro viaje a Oriente no me hablaba usted de esta manera. ¿Es posible que se haya olvidado de todo? Bien, es inútil, no quiero entretenerle más. Buenas noches tenga usted.
Desapareció rápidamente en la oscuridad. Yo quedé solo, como si acabaran de darme un mazazo en la cabeza. Había perdido la partida. No me conocía ni quería reconocerme: se divertía jugando conmigo.
Regresé por el mismo camino; Necker ladraba furiosamente detrás de la verja. En aquella noche cálida de verano temblé de cansancio, de tristeza y de soledad.
Ya había pasado por trances semejantes. Cada uno de estos desesperantes momentos me trasladaban a la situación de un peregrino que hubiera errado su camino, un peregrino que hubiese caminado hasta el fin del mundo y que una vez allí no encontrara otra salida que la de renunciar a su ideal y precipitarse en el vacío, en la muerte. Bastantes veces en mi vida había sentido esta sensación, pero en los últimos tiempos, esta apetencia de suicidio había aminorado un tanto, al extremo de haber desaparecido de mí. La muerte ya no era para mí la nada, el vacío, la negación. Habían cambiado mucho las cosas. Los momentos de desesperación los acogía ahora como un fuerte dolor corporaclass="underline" los soportaba quejándome o con despecho; sentía cómo crecían y cómo me consumía lentamente, al propio tiempo que me dominaba una curiosidad a veces furibunda, a veces irónica, por saber hasta dónde me conducirían, qué intensidad alcanzaría el dolor.
Todos los disgustos y desengaños que sufrí en mi vida desde mi regreso del fracasado viaje a Oriente, me parecían cada vez menos importantes y menos descorazonadores, la nostalgia llena de envidia y de arrepentimientos hacia aquellos maravillosos tiempos que tuve la fortuna de vivir; todo esto, crecía como un dolor, crecía tan vigorosamente como un árbol, como una montaña, se propagaba sin cesar y se refería a mi trabajo actual, mi comenzada historia del viaje a Oriente.
El trabajo en sí no me parecía ya tan deseable ni, por otra parte, de tanto valor. Lo único que poseía valor era la esperanza: por medio de mi trabajo y de mis esfuerzos tenía que revivir el recuerdo de aquella gran época purificando mi interior, y, liberado del todo, volver a entrar en relación con el Círculo y con todo lo que él significaba.
Apenas llegué a casa, encendí la luz. Con el traje mojado y el sombrero puesto, me senté ante la mesa y escribí una carta; llené diez, doce, veinte páginas pidiendo perdón, lamentándome; supliqué humildemente a Leo que tuviera compasión de mí. Le describí mi situación, le conjuré con el recuerdo de lo que ambos habíamos vivido, de nuestros comunes amigos; le conté las innumerables y diabólicas dificultades con las que tropezaba en mi trabajo. Mientras escribía me ardía la cabeza, pero en mí había desaparecido toda huella de cansancio. A pesar de todas las dificultades — así — le decía en la carta— estaba dispuesto a soportar lo peor antes que revelar ninguno de los secretos del Círculo. Y por nada en el mundo renunciaría a mi tarea en recuerdo del viaje a Oriente, en glorificación del Círculo. Dominado por la fiebre, llené página tras página, con una escritura rápida y nerviosa. Prodigué las quejas, las acusaciones, a veces contra mí mismo. Y todo esto fluía como el agua fluye de un cántaro roto; sin esperanzas de recibir contestación, impulsado sólo por el afán de librarme de un peso atroz. Aquella misma noche eché la extensa y caótica carta en el buzón más próximo. Finalmente, cuando empezaba a amanecer, apagué la luz, me dirigí al cuartucho que me servía de dormitorio y mé metí en la cama. Inmediatamente me sumí en un sueño que fue profundo y largo.
Capítulo quinto
Después de una noche agitada e inquieta en extremo, me desperté a la mañana siguiente bastante descansado, aunque con un fuerte dolor de cabeza. Inmediatamente me tiré del lecho y me dirigí a la habitación que me servía de sala, y allí, con enorme sorpresa, encontré a Leo. Le miré con tanta alegría como desconcierto. Estaba sentado en el borde de una silla y parecía esperarme desde hacía algún tiempo.
— ¡Leo! — exclamé —. ¿ Cómo ha venido usted?
— Me han enviado a buscarle — me repuso —. Vengo de parte del Círculo. Usted me escribió una carta a este respecto, que yo entregué a los Superiores. La Gran Silla le espera. ¿Podemos ponernos en camino?
Me calcé los zapatos apresuradamente. Mi mesa escritorio ofrecía aún el aspecto revuelto de la noche anterior. En aquel momento no recordaba lo que había escrito hacía tan sólo unas horas de una manera angustiosa y violenta. En fin, lo importante era que no había sido en vano. Algo había ocurrido; Leo estaba allí.
Y, de repente, comprendí el sentido de sus palabras. Existía todavía un Círculo del cual yo nada sabía, un Círculo que no contaba conmigo, que ni siquiera me consideraba como uno de sus miembros. El Círculo era una realidad, como la Gran Silla con sus Superiores, que habían mandado a buscarme. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo al oír la noticia. Durante semanas y meses había vivido en esta ciudad, tratando de narrar la historia del Círculo y de su viaje á Oriente sin saber que aún quedaban restos de él, sin sospechar dónde pudiera hallarles, si es que existían; incluso había llegado a creer que yo era el único superviviente. Si he de ser sincero, debo confesar que muchas veces dudé de que el Círculo y mi pertenencia a él fueran hechos reales y no fantasías mías. Y ahora aparecía Leo, que venía a buscarme enviado por el Círculo. Se acordaban de mí, me llamaban, querían escucharme, tal vez exigirme cuentas. Bien; estaba dispuesto; dispuesto a demostrar que nunca había sido infiel al Círculo, dispuesto a obedecer ciegamente. Tanto si los Superiores querían castigarme como perdonarme, estaba resuelto a aceptarlo todo de antemano, a darles la razón en todo y prestarles absoluta obediencia.
Nos pusimos en camino. Leo marchaba delante, y de nuevo, como hacía años, al contemplar su agradable figura me admiraba su buen porte y su oficiosidad de perfecto criado. Con paso elástico y tranquilo marchaba delante de mí por los callejones que recorríamos, mostrándome el camino, como un guía, como un criado que cumple a conciencia un encargo de su dueño; estaba en funciones. De todas formas, puso mi paciencia a prueba. El Círculo me llamaba, la Gran Silla me esperaba, todo estaba en juego, se iba a decidir mi futuro y toda mi vida pasada adquiriría de nuevo sentido o se perdería irremisiblemente. Pero una sensación de angustia indecible me oprimía el pecho, y yo temblaba de excitación, de alegría y de miedo. En mi impaciencia, el camino por el que me conducía Leo me parecía infinitamente largo e insoportable. Durante más de dos horas caminé detrás de mi guía, que llevaba a cabo los rodeos más maravillosos y, al parecer, por puro capricho. En dos ocasiones tuve que esperarle durante un largo rato en la puerta de dos iglesias, pues Leo entró en ellas a rezar. En otra, se detuvo abstraído ante la fachada del Ayuntamiento y me contó su historia y fundación, en el siglo xv, por un célebre miembro del Círculo. A pesar de que caminaba rápido y seguro, me volvía loco con los continuos rodeos que daba para conducirme al lugar en donde yo tanto ansiaba verme. De este modo, invertimos casi toda la mañana en un recorrido que normalmente hubiésemos cubierto en un cuarto de hora a lo sumo.