El Orador iba a continuar, pero en aquel momento se alzó en la parte más profunda de la sala una voz suave:
— El Superior de los Superiores está dispuesto a dictar él mismo la sentencia.
El sonido de aquella voz suave produjo en todo mi ser un estremecimiento maravilloso. Desde la profundidad de la sala, desde los horizontes del archivo, se adelantó un hombre; su caminar era pausado y suave, su traje resplandecía de oro. Se fue acercando envuelto en el profundo silencio de los reunidos, y reconocí su andar, sus movimientos, su rostro, en fin. ¡Era Leo! Arrastrando su túnica dorada, como un Papa, ascendía a través de las hileras de Superiores hacia la Gran Silla. Sus joyas brillaban como flores extrañas y fastuosas, mientras subía solemnemente por la escalinata. Hilera a hilera fueron levantándose a su paso para saludarle. Sumiso y servicial, exhibía su deslumbrante dignidad con toda humildad, como lleva sus insignias un santo Papa o un patriarca.
Yo me sentía profundamente conmovido e impresionado en espera de la sentencia, que estaba dispuesto a acatar humildemente, tanto si me era favorable como no. Pero no menos impresionado y afligido me sentía al comprobar que Leo, el antiguo criado y portador de equipajes, era precisamente el Superior de los Superiores, y que era él quien iba a dictar la sentencia. Sin embargo, mi impresión mayor me la había producido el gran descubrimiento de aquel día: el Círculo existía, era tan inquebrantable y poderoso como antaño, no había sido Leo ni el Círculo los que me habían abandonado y desengañado, sino que yo, débil y estúpido, había llegado a poner en duda mis propias aventuras, la existencia del Círculo, considerando fracasada la cruzada, juzgándome el único, superviviente y cronista de una historia que creía ya concluida. En el fondo no era más que esto: un desertor, un infiel, un renegado. En este reconocimiento existía a la vez desesperación y felicidad. ínfimo y sumiso, aparecía yo ahora a los pies de la Gran Silla, que en otro tiempo me admitió como miembro del Círculo, y de la que había recibido la bendición del noviciado y el anillo del Círculo, autorizándome a emprender aquel gran viaje. Al mismo tiempo, reconocía un nuevo pecado, una falta inexcusable, una nueva vergüenza que pesaba terriblemente sobre mi corazón: no poseía ya el anillo del Círculo, lo había perdido, no recordando dónde ni cómo. Pero el hecho era éste. Y me llenaba de asombro no haberme percatado de su falta hasta aquel preciso instante.
Entretanto, el Superior de los Superiores comenzó a hablar con su voz suave y armoniosa. Felices, las palabras fluían de sus labios hacia mí, luminosas y certeras como el resplandor; del sol.
— El autoacusado — decía la voz desde el trono— ha tenido ocasión de liberarse de algunos de sus errores. Hay muchas cosas que le acusan. Podemos comprender y disculpar su infidelidad al Círculo, el que hiciera recaer sobre nosotros sus propios pecados y torpezas, que pusiera en duda nuestra existencia, que sintiera la increíble ambición de convertirse en el historiador del Círculo. Todo esto no tiene gran importancia. Son, permítame el acusado la expresión, simples tonterías de novicio. Olvidémoslas con una sonrisa.
Respiré profundamente. Una ligera sonrisa asomó a los rostros de todos los honorables reunidos. Aquella declaración aligeró enormemente mi ánimo, colocándome de nuevo en mi exacta posición, al considerar que el peor de mis pecados, mi locura al creer el Círculo extinguido y ser él único superviviente del mismo, era calificado por el Superior de los Superiores como algo carente de importancia, una niñería que sólo merecía una sonrisa comprensiva.
— Pero — continuó Leo, esta vez en tono grave y solemne— existen otros pecados mucho más graves, siendo lo peor del caso que, por lo que respecta a esos pecados, no aparece H. como autoacusado, ya que parece ignorarlos. Se siente profundamente arrepentido de haber tratado con manifiesta injusticia al Círculo en su pensamiento, se reprocha amargamente no haber reconocido en el criado Leo al Superior de los Superiores y está a punto de comprender toda la magnitud de su infidelidad hacia el Círculo. Pero, mientras tomaba demasiado en serio todos estos pecados de pensamiento, todas estas naderías y ve ahora que podemos perdonarlas con una sonrisa, olvida tercamente sus verdaderas culpas, cuyo número son legión, y cada una de las cuales es suficiente para merecer grandes castigos.
El corazón empezó a latirme angustiosamente. Leo se dirigió a mí:
— Acusado H., más adelante tendrá usted ocasión de lanzar una mirada sobre sus pecados; se le enseñará también el camino para, evitar que en lo sucesivo recaiga en ellos. Sólo para demostrarle su escasa comprensión de ellos, le pregunto: ¿Recuerda usted su marcha a través de la ciudad junto con el criado Leo, que debía conducirle ante la Gran Silla? Sí, usted se acuerda de ello. Y, ¿recuerda usted, cuando pasamos ante el Ayuntamiento, frente a la iglesia de San Pablo y la catedral, que el criado Leo penetró en el templo para arrodillarse unos momentos y rezar, mientras usted, no sólo renunció a penetrar en la catedral y orar, sino que, en contra de lo que dispone el párrafo cuarto del juramento del Círculo, permaneció, impaciente y aburrido, ante la puerta, esperando que concluyera aquella aburrida ceremonia, que tan inútil le parecía y sin otro significado que poner a prueba su impaciencia egoísta? ¡Recuérdelo!
Con su actuación frente a la catedral, pisó usted todas las prescripciones fundamentales y costumbres del Círculo, despreció la religión, despreció a un hermano, renunció voluntariamente a aprovechar aquella ocasión para la plegaria y la contemplación interior. Si no existieran circunstancias atenuantes especiales, este pecado sería imperdonable.
Me tenía cogido. Acababa de sacar a relucir lo más importante, no sólo lo secundario, no tan sólo las sencillas tonterías. Le sobraba razón. Pero me había golpeado en el mismo corazón.
— No queremos — continuó el Superior de los Superiores— anotar todas las faltas del acusado, no vamos a juzgar por el sentido estricto de la letra, y sabemos muy bien que sólo es precisa nuestra advertencia para despertar la conciencia del acusado y convertirle en un arrepentido autoacusado.
«No obstante, autoacusado H., le aconsejo que examine aún unos pecados ante el tribunal de su conciencia. He de recordarle aquella noche en que buscó al criado Leo y en la cual deseó ser reconocido como miembro del Círculo, pese a que esto era imposible, puesto que usted mismo se había hecho irreconocible como tal. ¿He de recordarle aquello que usted mismo contó al criado Leo? ¿La venta del violín? ¿La vida llena de desesperación, estúpida, estrecha, suicida que lleva desde años?
«Y hay todavía otra cosa, hermano H., que no i puedo en modo alguno silenciar. Es muy posible que el criado Leo fuera injusto con sus pensamientos aquella noche. Aceptemos que realmente sea así. El criado Leo fue tal vez demasiado severo, demasiado razonable, no sintió la suficiente conmiseración y amabilidad hacia usted y su situación. Pero hay una instancias superiores y unos jueces más imparciales que mi criado Leo. ¿Cuál fue el fallo de la naturaleza sobre usted, acusado? ¿Se acuerda del perro llamado Necker? ¿Se acuerda del fallo condenatorio y negativo que dictó sobre su persona? El animal es insobornable, no toma partido por nadie, no es miembro del Círculo.
Hizo una pausa. Sí, el perro lobo Necker. Era cierto que me había rechazado y condenado. Afirmé. La sentencia había sido dictada ya por el perro lobo, por mí mismo.
— Autoacusado H. — empezó Leo de nuevo, y la voz procedente del baldaquín dorado me sonó; tan fría, clara y penetrante como la del comendador cuando aparece en el tercer acto ante la puerta de Don Juan —. Autoacusado H., usted me ha oído, usted ha dicho que sí. Por lo tanto, suponemos que usted mismo se ha dictado ya la sentencia.