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Por la época en que tuve el honor de ser admitido en el Círculo, es decir, poco después la terminación de la Gran Guerra, nuestro país estaba lleno de salvadores, de profetas Y discípulos, así como de presentimientos del próximo fin del mundo y de esperanzas en el comienzo del Tercer Reich. Conmovidos por la guerra, desesperados por la miseria y el hambre, profundamente defraudados ante todos los sacrificios de sangre y bienes materiales, al parecer inútiles, nuestro pueblo se sentía predispuesto a las falsas lucubraciones mentales, lo mismo que a seguir las nobles aspiraciones del alma. Se creaban sociedades de baile en las que tenían lugar verdaderas bacanales, mientras que los anabaptistas organizaban sus fuerzas de combate. Poderes ocultos impulsaban a muchos hacia el más allá y hacia los milagros. Existía, al propio tiempo, un interés enorme por conocer los secretos y los cultos de la India, de la vieja Persia y de otros países orientales, y fue precisamente esto lo que llevó a mucha gente a pensar que nuestro Círculo, este Círculo tan antiguo, era simplemente una de esas plantas que la moda propaga rápidamente para luego de unos años de vigencia, despreciarlas y tildarlas de absurdas, hasta hacerlas caer en el olvido. Pero para los fieles, para sus discípulos, esto no ' tiene gran importancia.

¡Recuerdo perfectamente aquellos solemnes momentos, cuando, después de un año de prueba, pude presentarme ante la Gran Silla! iniciado por el Orador en el plan del viaje a Oriente, al que desde un principio me entregué: en cuerpo y alma, me interrogaron amablemente acerca de lo que yo esperaba de aquel viaje al país de las maravillas. Enrojecí, pero, sincero y sin el menor titubeo, expuse ante los Superiores reunidos mi deseo de ver a la princesa Fatme con mis propios ojos. El Orador entonces, interpretando los signos de los encapuchados, posó su mano sobre mi frente, me bendijo y pronunció las palabras de ritual que confirmaban mi admisión como hermano del Círculo.

— «Anima pía» — me dijo, y me exhortó a la fidelidad en la creencia, al valor del héroe en el peligro y al amor fraternal.

Preparado concienzudamente durante mi año de prueba, presté juramento, y abjuré del mundo y de sus creencias equívocas. A continuación colocaron en mi dedo el anillo del Círculo, en el que aparecían cinceladas las palabras de uno de los más bellos capítulos de la historia de nuestro Círculo:

En la tierra y en el aire, en el agua y en el juego, le están sometidos los espíritus; su presencia asusta y domina a los monstruos más feroces, y el mismo Anticristo, temblando se le acerca, etc., etc.

Una vez admitido, sentí, con gran alegría que se me caía una de las vendas colocadas ante mis ojos, tal como se me había anunciado. Obedeciendo las instrucciones de los superiores, me uní a uno de los grupos de diez que continuamente cruzaban el país para reunirse con la gran cruzada del Circulo. Inmediatamente penetré en uno de los secretos de nuestro viaje. En el acto me percaté de que si bien en apariencia me había sumado a una peregrinación a Oriente, a un viaje concreto y único, en realidad, en el sentido más elevado y genuino, la cruzada a Oriente no era simplemente aquella en la que yo intervenía y no sólo la presente, sino que participaba de una cruzada de los creyentes hacia el Este hacia la patria de la luz, que estaba haciendo su camino desde hacía siglos. Era una marcha eterna hacia la luz y hacia el milagro, y cada uno de nosotros, cada uno de los componentes del grupo, todo nuestro ejército — una simple ola en la eterna marejada de las almas—, era la eterna nostalgia de los espíritus hacia Oriente, hacia la patria. Este conocimiento me atravesó como un rayo, despertando en mi corazón las palabras que había aprendido durante mi año de prueba y que siempre me habían gustado tanto, aunque sin llegar a comprenderlas en realidad, las palabras del poeta Novalis: «¿A dónde vamos? Siempre a casa.»: Entretanto, nuestro grupo había emprendido la marcha. Pronto tropezamos con otros, y cada vez que esto sucedía nos alegrábamos ante el sentimiento de unidad y finalidad comunes. Fieles a las prescripciones, todos vivíamos como peregrinos, sin hacer uso de ninguna de esas instituciones procedentes de un mundo entontecido por el dinero, los números y el tiempo, y que vacían la vida de todo su contenido; me refiero al mundo de las máquinas, tales como los ferrocarriles, los relojes y cosas por el estilo. Otra de nuestras prescripciones, tomada por acuerdo unánime, nos obligaba a visitar y» a honrar todos aquellos lugares y monumentos que tuvieran alguna relación con la vieja historia de nuestro Círculo y sus creencias. Todos los parajes y monumentos sagrados, iglesias, tumbas que encontrábamos por el camino, eran visitadas y festejadas por nosotros. Adornábamos las capillas y los altares con flores, honrábamos las ruinas con canciones o con una muda contemplación, y recordábamos a los muertos con músicas y plegarias. Muchas veces fuimos molestados y ridiculizados por los infieles, pero también otras muchas sucedía lo contrario: los capellanes nos bendecían y nos invitaban a sus mesas; los niños se adherían alegremente a nuestra comitiva, aprendiendo nuestras canciones y despidiéndonos con lágrimas en los ojos cuando llegaba el momento de la partida; algunos ancianos nos descubrían monumentos del pasado olvidados o nos relataban las leyendas de su región; y muchos jóvenes- nos acompañaban durante un trecho de nuestro peregrinaje, a la vez que nos exponían sus deseos de llegar a pertenecer algún día a nuestro Círculo. A todos les dábamos consejos y les explicábamos los primeros ejercicios y las costumbres del noviciado. Los primeros milagros llegaron a nosotros directamente o bien nos enteramos de ellos por relatos o leyendas. Un día — yo todavía era un novicio—, se habló de que en la tienda de nuestros jefes se encontraba de visita el gigante Agramant, quien trataba de convencerles para que nos dirigiéramos a África con el fin de libertar a cierto número de los nuestros que estaban prisioneros de los moros.

Pero el primer hecho mágico que vi realmente con mis propios ojos fue el siguiente:

Habíamos reposado y elevado nuestras plegarias al cielo en una semiderruida capilla de Oberamt Spaichendor. En la única muralla de la capilla que permanecía en pie, había una gran pintura de san Cristóbal. Sobre sus espaldas, diminuto y medio borrado por el tiempo, se veía al Niño Jesús. Nuestros jefes, como solían hacerlo con frecuencia, no dispusieron inmediatamente la ruta que debíamos seguir, proponiéndonos, por el contrario, que nosotros mismos diéramos nuestro parecer sobre el asunto. Del lugar donde se alzaba la capilla partían tres caminos, y nosotros teníamos que decidir. Muy pocos de los nuestros expusieron su opinión o dieron su consejo, y sólo uno señaló concretamente el camino de la izquierda, legándonos fervorosamente que siguiéramos sus indicaciones. Nada dijimos los demás, esperando la resolución de nuestros jefes. Y fue entonces cuando san Cristóbal levantó la tosca vara que sostenía con su mano y señaló hacia la izquierda, tal como nos lo había propuesto el hermano. Contemplamos a éste sin pronunciar palabra alguna; nuestros jefes emprendieron el camino señalado y todos les seguimos silenciosos y rebosantes de la más profunda alegría.